A dos semanas de la fiesta de Todos Santos, recordamos a las víctimas mortales de la violencia machista en Bolivia. Queremos seguir reflexionando sobre los orígenes de estos abusos, romper la condena de silencio e impunidad. ¡Por ellas, por nosotras, ni un minuto de silencio, toda una vida de lucha!
Es primero de noviembre en Cochabamba, hace días que venimos planeando y organizando el armado de nuestro Mastak´u feminista con nuestras compañeras de La Aquellarre Subversiva.
Ellas arman la mesa con las masitas y t’anta wawas hechas el día anterior. Mi amiga Sol y yo hacemos las últimas compras en el mercado de La Cancha. La casa de una compañera es el lugar de encuentro y donde recibiremos a las muertas por feminicidio.
En el camino, Sol pide hacer una parada por su casa.
Vive en una zona que tiene una plaza y hasta un centro de monjitas. En apariencia es un barrio “familiar”, “seguro”. Lo comento con Sol y ella comienza un relato que transforma esa primera impresión: hace un año, ella y sus vecinas, recogieron el cuerpo de una chica joven que unos hombres arrojaron desde un taxi.
“Lo primero que hice fue tomarle el pulso, estaba viva”, cuenta Sol. “Era evidente que fue sedada y violentada para luego ser abandonada”.
De inmediato, reflexionamos sobre el hecho de que las mujeres no estamos seguras en ningún lado, ni en las casas ni en los espacios públicos donde compartimos fiestas u otras actividades. Vivimos en una sociedad donde la violencia sexual está naturalizada.
Tragamos saliva para seguir camino.
El testimonio de Sol nos trae a la memoria el asesinato de Betsabé, de 24 años. En septiembre de este año ella fue asesinada por el policía Adán Boris Mina Alanes, quien le disparó en la cabeza, la descuartizo y escondió su cuerpo para ocultar el crimen.
La búsqueda de justicia en las calles y la acción de tejidos familiares en los casos de feminicidios son cada vez más potentes: generan presión sobre el sistema judicial y las corrompidas instituciones policiales.
La movilización y la búsqueda imparable de Betsabé, realizadas por su madre y familia, fueron la garantía para dar con sus restos.
Este caso destapó, nuevamente, otros tantos hechos de policías implicados en casos violencia machista y feminicidios. Reportes de prensa hablan de más de 200 oficiales implicados en estos delitos.
La fuerte presión e indignación social por el feminicidio de Betsabé produjo que su asesino reciba una condena de treinta años de cárcel. Una determinación que intenta reparar la desconfianza generalizada de las instituciones encargadas de combatir la violencia machista en la sociedad boliviana.
Muchas de estas historias sobre víctimas de violencia están llenas de abusos recurrentes e impunes. Hay muchas preguntas no resueltas.
¿Qué habrá pasado con la joven que encontraron Sol y sus vecinas? ¿Qué habrá sentido al despertar? ¿Pudo contar a otras y hasta a sí misma la historia de violencia que la atravesó? ¿Le habrán creído cuando intentó denunciarlo?
Preguntas sin respuesta y el mandato de violación
Las dudas y las nuevas culpas que recaen sobre las mujeres cuando deciden hablar o cuando se develan las violencias que sufren son signos de la naturalización de una cultura de violación en una sociedad profundamente machista.
Las reacciones, mayoritariamente, apuntan a cuestionar el “silencio” de las víctimas. Como sucedió con un jefe policial en Bermejo, que le reprochó a una mujer, violentada sexualmente por su concubino, el no haber reaccionado físicamente a la agresión.
¿Es acaso fácil para las mujeres hablar de las violencias cotidianas? ¿Qué es lo que sucede cuando una mujer es agredida en su propia casa y la violencia escala hasta acabar con su vida?
Si miramos los datos y las causas de muerte en la mayoría de los feminicidios, están siempre en el seno de los hogares: las mujeres están muriendo en manos de esposos, novios u otros varones de sus familias.
Lo datos de infanticidios producidos durante la actual crisis pandémica develan una de las realidades más crueles: las niñas convivían con sus agresores en hogares violentos e inseguros, mucho antes de que la cuarentena que evidencie lo que se quiere esconder puertas adentro.
Lo privado está profundamente conectado con una realidad imposible de esconder.
Por esa razón, las mujeres y sus tejidos familiares están sacando los casos a los espacios públicos, para romper con el mandato de silencio social (impuesto por instituciones y sectores conservadores) que nos quieren calladas.
Nuevas y viejas violencias continúan desarrollándose y reproduciéndose, con mensajes propios de un lenguaje que quiere preparar nuestros cuerpos para su disciplinamiento ¿Qué nos quiere transmitir una sociedad donde se está legitimando, cada vez más, la cultura de violación?
Escribo esta nota mientras se esclarece el caso de Abigail, una niña de 5 años. Su cuerpo fue arrojado a un río en Chimoré, en plena celebración de Todos Santos. Se sospecha de un familiar, quien también es acusado por el posible abuso de otras dos niñas.
Abigail, Betsabé y otras 100 mujeres fueron asesinadas en Bolivia por varones educados en una sociedad que reafirma, sostiene y produce valores sobre cómo “ejercer” la hombría y cómo disciplinar el cuerpo de las mujeres.
La violación y el feminicidio son acciones de poder y dominación, con un trasfondo que imprime un castigo moralizador sobre nuestros cuerpos. Por lo tanto, la producción de justicia para cada caso contiene también un mensaje que nos comunica algo más que una simple sentencia.
Libertad y justicia a partir de la memoria, una interpelación a la ley patriarcal
Si en el contexto actual miramos con preocupación la avanzada y la naturalización de la violencia en una sociedad profundamente conservadora y patriarcal, las mujeres nos planteamos entender mejor y politizar las opresiones y las agresiones que se están imponiendo en los espacios públicos y privados.
Preparar con cuidado el recibimiento de nuestras muertas en la casa de nuestra compañera, significó, para nosotras, reparar y sanar, en parte, los dolores y el miedo de las mujeres a quienes les tocó convivir el encierro con sus agresores.
“Que las almitas nos visiten sin miedo”, dijimos y compartimos entre nosotras una tarde de trabajo, conversa y afecto, organizando los preparativos de nuestro mast’aku.
El domingo primero, al mediodía, hora en la que se reciben las almas, desde nuestra mesita nombramos a todas las muertas, las trajimos a la memoria y las recibimos a puerta abierta, en un lugar donde circularon niñxs y mujeres de diferentes edades. Tejimos un espacio de convivencia segura para todo aquel que nos visitara.
Al día siguiente, despedimos a nuestras muertas, “destumbamos” la colorida mesa y repartimos todo lo que habíamos creado, elaborado y compartido con las almas.
“Por nuestras muertas, ni un minuto de silencio, toda una vida de lucha”, repetimos, trayendo hasta la memoria latente la certeza de que las mujeres estamos produciendo justicia a partir de nuestras prácticas, sin dejar de atender los mecanismos convencionales de la justicia institucional.
Aprendimos de Silvia Federici que la revalorización del espacio íntimo privado, que pone en el centro la reproducción de la vida como lugar de fuerza, nos ayuda a dimensionar la urgencia de cuidar y repensar el hogar como nicho o territorio libre de violencia.
Desde ahí nos inunda la certeza de que Abigail tendrá un lugar en nuestra ofrenda del próximo año, mientras seguimos luchando contra todas las violencias machistas.
Nosotras, hermandas en nuestros tejidos diversos, traeremos a la memoria su vida, así como el latido de otras mujeres que han muerto en manos del patriarcado, que nos quiere calladas, disciplinadas y sumisas.
Nosotras sabemos que solo nuestras acciones que nombran todo lo que vivimos y habitamos posibilitará repolitizar lo que esta sociedad trata de esconder.
Nuestra lucha también contiene un deseo: que ninguna persona crea que el violentar, abusar y matar a una mujer es algo justificable o normal.