Dentro de la cárcel de Miraflores de La Paz, si una compañera está enferma, la otra la cuida. Si una llora, la otra la abraza. Cuando alguna necesita ayuda, la otra comparte lo que tiene a su alcance. Y si alguien necesita hablar, la otra escucha.
Claro que también existen diferencias y conflictos. Pero los cuidados son parte fundamental de la cotidianidad y el funcionamiento de este recinto penitenciario.
Esta cárcel de máxima seguridad para mujeres es la única en Bolivia de este tipo.
Conversar en un pequeño patio, sentadas en asientos elaborados con cartones de maples de huevo, se convierte, para las mujeres en la cárcel de Miraflores, en un momento liberador en el corazón mismo del encierro.
Es el tiempo para romper el silencio y contar sus historias, para recordar lo que más extrañan de afuera y para soñar un futuro en libertad.
Este espacio se ha convertido en una terapia instaurada por ellas mismas para sanar el alma y olvidar por unos minutos los problemas, las injusticias y las grandes dificultades de los últimos tiempos.
En especial, las que aparecieron a partir de 2020.
La pandemia en la cárcel
Todo comenzó con las restricciones que se impusieron por la pandemia del COVID-19.
En los días de restricciones sólo podían ingresar familiares de primer grado y si es que no tenían más de 55 años. Además, debían utilizar trajes de bioseguridad, guantes y barbijos. Se exigía, también, el carnet de vacunación.
“Todo el tiempo que yo he estado había esta restricción y era ver cada domingo a las presas llorando porque sus papás estaban en la puerta y no podrían entrar. Venían desde muy lejos para verlas y aun así les cortaban la entrada”, relata Sofía.
Ella vivió dentro de la cárcel de Miraflores y salió en libertad recién hace algunos meses.
Para muchas privadas de libertad, la imposibilidad de abrazar a sus papás o mamás era un verdadero castigo. Pese a todo, entendían que la medida era aceptable durante la cuarentena rígida y la pandemia, por un tema de salud pública.
Pero las restricciones se mantuvieron en la cárcel de Miraflores, mientras en el exterior todo volvía a la normalidad paulatinamente. Es más, en otras cárceles las visitas ingresaban sin limitaciones.
En la cárcel de Miraflores, la aplicación de las restricciones se agudizó con la llegada de la expresidenta Jeanine Añez. En 2022, durante sus audiencias y por las protestas de grupos a su favor o en su contra, las visitas se suspendían y las privadas de libertad ni siquiera podían salir de sus celdas.
Más de allá de negarles los abrazos de sus familias y su soporte emocional, la restricción de las visitas también representó la anulación de su contacto con el exterior.
Esta situación las puso en aprietos económicos y desató la desesperación de las privadas de libertad. La mayoría de ellas aprovechaban los días de visita para ganar un poco de dinero con la venta de gelatinas, helados, postres, dulces o artesanías, entre otros pequeños emprendimientos.
“Es un buen momento (el de las visitas) donde las mujeres pueden ganar un dinero extra. Las visitas no sólo son un tema de afecto, sino es un tema de sostenibilidad económica”, agrega Sofía.
Las restricciones de las visitas se impusieron en los últimos tres años. Sara cuenta que las medidas se comenzaron a levantar en septiembre de 2023.
Sara trabaja junto a Sofía y Lucía en una investigación sobre las mujeres en la cárcel de Miraflores.
Economía carcelaria
La mayoría de los trabajos a los que pueden acceder las mujeres en la cárcel de Miraflores son precarios. El mejor pagado ni siquiera llega a un sueldo mínimo, dice Sofía.
“En los trabajos normales te dan 100 bolivianos al mes. Con eso las mujeres tienen para vivir. Pero, generalmente, (también) deben enviar recursos a sus hijos”, añade.
Sofía dice que, incluso dentro y desde la cárcel, las mujeres siguen a cargo de las tareas de cuidado de sus familias.
En Miraflores, el trabajo más codiciado es el de la lavandería porque es un servicio externo.
“La gente lleva su ropa y les pagan. A pesar de que pagan muy poco en comparación con otras lavanderías, (para ellas) sigue siendo más de lo que ganarían con otros trabajos internos”, explica Sofía.
Entre los trabajos más comunes está vender dulces, abarrotes, artículos de higiene personal y ropa, entre otros. En el caso de las lavanderas, algunas internas suelen subcontratar a planchadoras y marcadoras.
Las primeras cobran 15 centavos por pieza planchada y las segundas se encargan de poner un hilo de un color para evitar que la ropa se entremezcle y extravíe.
Además de realizar trabajos para conseguir recursos, las mujeres de la cárcel de Miraflores deben cumplir con oficios asignados dentro del penal. Por ejemplo, hacer la limpieza de los baños durante un mes.
Si alguna no quiere realizar estos trabajos, tiene la opción de pagar a otra interna para que las haga.
Trabajos de cuidado
Para muchas mamás, acceder a los teléfonos de la cárcel es ideal para cuidar de sus hijos a la distancia. Este año, por unas semanas, esta comunicación se cortó y la desesperación se apoderó del penal.
“Hay muchas mamás que llaman todos los días a sus hijos para saber si han hecho sus tareas, si han ido al colegio o si han comido. Pero ese tiempo (del corte de comunicación) no han podido hacerlo”, comenta Sofía.
La atención de salud en la cárcel de Miraflores también es precaria. No hay medicamentos y es difícil acceder a un médico, coinciden todas las entrevistadas.
En vez de reclamar o hacer un motín, que podría valerles una suma de años a sus condenas, las privadas de libertad tejen alianzas y redes de apoyo para sobrellevar estos trabajos cotidianos.
Por ejemplo, hay grupos de almuerzo que se organizan por afinidad y hacen ollas comunes para cocinar con los ingredientes que cada interna tiene disponibles. Una aporta con la papa, otra ofrece chuño y una más brinda arroz.
Si una presa está enferma, su compañera de celda, debe cuidarla. Es como un código en la cárcel de mujeres de Miraflores. Le prepara mates u otras preparaciones, o gestiona un medicamento de enfermería.
“Los servicios médicos son de pésimo, lo que sigue”, cuenta Lucía.
En caso de una emergencia, las internas hacen bulla para que la reclusa que está enferma reciba atención médica.
La palabra tejiendo redes de apoyo
Pijchar hojas de coca y charlar en un pequeño patio también es una manera de brindar apoyo y tejer alianzas. Todas se reúnen en este espacio luego del cierre de las puertas al exterior, generalmente a partir de las 17:00. Toman posesión de unos tocos (asientos elaborados de cartones de maples de huevo), escuchan música —la cumbia casi siempre es la elegida— y hablan de sus casos, de sus problemas, de la vida.
En esas charlas descubren que casi todos sus procesos tienen similitudes.
“Nos atraviesan las opresiones sistémicas. La gente cree que somos unas locas psicópatas que fueron y planificaron lastimar a otras personas. (Pero no saben) que son personas que —por ejemplo— robaron para dar de comer a sus hijos”, habitualmente porque sus parejas y esposos las abandonaron.
También hay casos de mujeres que “estaban con un novio violento que las obligó a participar en algo que no querían y alguien acabó muerto”, relata Sofía.
En esas conversaciones, las internas descubren que las otras también sufrieron violencias patriarcales antes de ingresar al penal. Este espacio funciona como una suerte de terapia colectiva. Una respuesta a la mínima atención psicológica que reciben, reducida incluso más por la burocracia carcelaria.
Algunas acceden a servicios psicológicos a través de un profesional gratuito que ingresa cada martes gracias al Instituto de Terapia e Investigación sobre las Secuelas de la Tortura y la Violencia de Estado (ITEI).
Sin oportunidades de reinserción
Por otra parte, Lucía denuncia que el trabajo de reinserción en las cárceles es nulo. Explica que existen algunos cursos aislados y que el Ministerio de Educación ofrece una formación técnica, pero reproduce una visión patriarcal de los oficios a través de estereotipos de género.
Lucía estuvo recluida en la cárcel de Miraflores y salió en libertad hace menos de una década, hace ocho años.
“No te enseñan nada que sea rentable. Es difícil vivir de tejer, pero te enseñan a tejer, a preparar masitas y a cocinar”, reclama Lucía.
Además, recuerda que cuando ella estaba en prisión, daban clases de computación, pero con equipos obsoletos.
Según Lucía, el tema de la reinserción es muy abstracto y parte de un prejuicio: “toda la gente que está dentro la cárcel está dañada”.
Para Lucía, este “es un modelo muy patriarcal y muy moralista (para) medir a la población penitenciaria”.
Además, explica que existe “un sesgo más fuerte con las mujeres privadas de libertad” en comparación con los hombres que también guardan reclusión.
“Todo lo que hacen ahí dentro (en temas de “reinserción”) está orientado a que seas una buena ama de casa”, insiste.
Dice que desde que dejó la cárcel, la oferta educativa no ha cambiado y, al igual que en el pasado, siempre se enfoca en el rol machista de ser buenas madres y de ser “buenas mujeres”.
“El feminismo también se ha olvidado de las presas”
Como el ITEI, hay otras organizaciones que suelen ingresar a la cárcel de Miraflores para brindar distintos tipos de apoyo o actividades. Algunas de las que más lo hacen los algunas de tipo religioso.
“Esa es una de las críticas que hacemos desde nuestro estudio. Dentro de las cárceles no entra el feminismo. No hay grupos feministas que apoyen constantemente a las presas, que tengan una postura de apoyo a las compañeras. El feminismo también se ha olvidado de las presas”, cuestiona Sofía.
Según Lucía, “con mucho malestar (hay que) admitir no más que nuestros feminismos afuera (de la cárcel) son sólo de consigna y no toman en cuenta a las compañeras presas”.
Ella considera que es una importante trinchera política conectar con las mujeres que viven dentro de las cárceles bolivianas.
Además, desde su perspectiva, el feminismo también se puede ejercer en lo cotidiano de manera más comprometida, “cuando hay compañeras que te muestran que otra cosa puede ser posible”.
Reflexionando sobre el contexto carcelario de las mujeres
Sofía, Lucía y Sara decidieron realizar un estudio sobre el contexto carcelario desde sus propias experiencias y desde la mirada de mujeres que actualmente están en la cárcel de Miraflores. Sin embargo, ellas no son “una muestra” de población para el trabajo. Ellas también son investigadoras.
El estudio se presentará en un formato de podcast y lleva el nombre de “La cebolla atrapada”.
En él se reflexiona sobre qué es la cárcel, cómo es la vida en la de Miraflores, el punitivismo, la sociedad carcelaria, el encierro, el arresto domiciliario, el sostén de vida y los trabajos de cuidado.
Sara explica que en el estudio no han querido entrar tanto en las condiciones que se les da a las mujeres en las cárceles, pero asegura que sí les importa que no se vulneren los derechos. “(Sin embargo), desde la investigación hemos querido acercarnos un poco más a las formas de resistencia que tienen ellas y cómo ellas mantienen su autonomía a pesar de estar encerradas”, detalla.
Asegura que el acompañamiento entre ellas es una de las principales características.
Por ejemplo, si una mujer entra a Miraflores, las otras se acercan y le explican cómo es la dinámica de la cárcel: los horarios, los ritmos y las tareas.
“También se forman círculos de afectos, se generan amistades”, comenta Sara.
Pero la idea no es romantizar el tema, subraya Sara.
“No es lo ideal que las mujeres nos acompañemos dentro de una cárcel, porque en realidad consideramos que las cárceles no deberían existir”.
Según Lucía, en una segunda temporada del estudio, se tiene prevista la idea de narrar las historias de las mujeres, pero no desde una perspectiva sensacionalista sobre su llegada a la cárcel. Sino demostrando “que estás mujeres son igual que vos y yo, pero las circunstancias han hecho que estén ahí. Es una cuestión de desestigmatizar”.
Más adelante, la propuesta de Sara, Sofía y Lucía es hacer una propuesta feminista teórica desde y sobre las cárceles.
Muros, barreras y brechas
Para Sofía, a la gente, en general, le asusta incluso el muro de la cárcel.
“Es una barrera que nos aleja de las presas”, dice y con este trabajo de investigación buscan, además, que las voces detrás del muro se puedan escuchar.
“Sé que acercarte a la cárcel es incómodo, pero es posible. Ahora las visitas están permitidas. Hay muchas presas que son capísimas, que tienen una claridad política y quieren hacer escuchar su voz, pero nadie las está escuchando. Entonces creo que el feminismo tiene que incomodarse a sí mismo y atreverse a ocupar espacios que no se han alumbrado mucho antes”, explica Sofía.
Al salir de prisión, Sofía y Lucía experimentaron esa exclusión. Por eso, a través de la investigación, buscan las maneras de acortar las brechas entre las personas que están “en libertad” y las mujeres que están “privadas de libertad”.
Para ambas, hay muchos temas que se pueden trabajar sobre las cárceles. Uno de ellos es cómo vivir después del encierro.
“Es algo que vivo ahora. Es tan difícil conseguir trabajo porque la gente me reconoce”, dice Sofía.
Sofía y Lucía tienen un compromiso con las privadas de libertad, prometieron no olvidarlas. Saben que cuando una sale de prisión, no se va del todo, dejan algo y se llevan algo.
Lucía dice que la libertad es el anhelo más ansiado dentro de la cárcel, pero también es algo abstracto.
Cuando uno ingresa al penal, piensa que es lo peor, pero luego, al hablar con las otras reclusas, uno se da cuenta que “lo peor no es estar en la cárcel, lo peor es estar en la calle”.
“En la cárcel, mal por mal, tienes techo y comida. Tienes a la red de apoyo”, explica.
Muchas reclusas consiguen su libertad y logran retomar sus vidas en el exterior, otras vuelven a prisión.
En una ocasión, una mujer que cumplió su condena, salió de la cárcel de Miraflores. Alguna horas después volvió y tocó la puerta: afuera no tenía un lugar donde dormir ni dinero para comer. Pero no pudo regresar a la cárcel.
Desde adentro, sus compañeras entendían su miedo y esta vez no pudieron abrazarla.