El nombre Silvia, llevado a un contexto académico y decolonial, te remite de inmediato a la Silvia Rivera Cusicanqui. Socióloga, como ella gusta llamarse, maestra, bruja conjuradora de otros tiempos posibles, cocinera de teorías prácticas, aprendiz chixi de los tambos, recolectora de historias. Grande esa Silvia.
Pero la Silvia de la que quiero hablar es otra.
Una Silvia que es mi mamá.
Mi Ma nunca se consideró feminista. Y aunque en los últimos años he llenado la casa de revistas feministas, pañuelos morados y verdes, carteles y remeras que dicen que “nos queremos libres, vivas y sin miedo”, no creo que se califique a sí misma con esa etiqueta. Preguntar, no pregunté.
Es verdad que mi Ma, la Silvia, nunca me acompañó a una marcha del 8M, ni sumó su voz a las voces de mis hermanas en nuestros mitines. Mi Ma se queda en casa.
Y aunque la palabra ancestras refiera quizás a una memoria más larga, quiero aprovechar para indagar en mi Ma. En su camino que también es el mío, el nuestro. En su huella y su experiencia vital en el mundo.
Mi Ma cumplió 58 años. Se notan, mucho.
Hay una cosa con el peso del tiempo en tus seres queridos y en tus seres referenciales. No los miras como son, los miras como recuerdas que eran. Hasta que un día, algo se rompe —un accidente, un viaje, una fotografía— y los miras de verdad. Sucede también que, en un mundo que te obliga a la productividad exacerbada, la precarización de los afectos es el componente inexorable del día a día. Resistir a ello o, como en algún momento lo planteó Baudoin (2019), hacerle pequeñas trampas al sistema, es una de las formas más efectivas halladas por el feminismo para no deshumanizarnos.
Y ahí encuentro la huella inspiradora de mi Ma: en su capacidad de no deshumanizarse como horizonte de vida. Repasando ese horizonte, quiero considerarlo un acto político.
Silvia nació en Atocha, en los Chichas de Potosí, un 23 de abril de 1965.
El chiriwayrita (en quechua, viento frío de la cordillera) que le acarició el rostro en sus primeros años de vida fue el Chorolque, en el distrito minero Quechisla. Fue la menor de dos hermanos y tres hermanas que dentro de ese intrincado laberinto que llamamos mestizaje. Dos de aquellos hermanos salieron más gringos que otros.
Mi abuelo sacaba a sus dos hijos —los dos más blancos— a dar vueltas por la plaza para presumirlos. Dos lunares en un mar de rostros cobrizos. Hay una imagen que recrea ese colonialismo interno: mi Ma y el tío Eduardo casi indistinguibles en una fotografía blanco y negro, dos caritas más claras que las otras.
Hay otra anécdota que recalca el asunto. Mi papá cuenta que cuando nací, mi abuela materna estaba con mi mamá. Al ver mi pelo oscuro refunfuñó yana, que en quechua significa “negro”. Pero esa es otra historia.
Cuando fue la Masacre de San Juan en Catavi y Siglo XX, mi mamá tenía dos años. No tiene recuerdos de eso.
Se acuerda, sí, de las marchas de los mineros bajando por la calle principal, detonando dinamita y a la gente reforzando los vidrios con cartones para que no se rajaran. O que después de un accidente en la mina, la banda fúnebre bajaba con los restos del fallecido. O parte de ellos. Porque no siempre encontraban el cuerpo completo. A veces, pasado un tiempo, hallaban una mano, o un pie, y entonces la compañía fúnebre pasaba nuevamente por la calle del centro, rumbo al cementerio, tocando el mismo bolero de caballería.
En su recorrido a la escuela, ella jugaba en esas altas montañas amarillas de relave. En tiempo de lluvia le manchaban el guardapolvo y por mucho que se lavara, no llegaba a perderse del todo. Era la copajira, esa agua ácida que es el residuo final de la extracción minera.
Caminante, mi Ma odiaba ir a la escuela porque sus compañeros le jalaban las trenzas, se reían de su cara colorada y le gritaban que era de otra raza. Ella prefería subir cerros, pillar renacuajos o correr de vuelta a casa. Eso no cambió demasiado cuando su padre, extrabajador de la COMIBOL y ahora comerciante, junto a mi abuela, también comerciante, se trasladaron primero a Villazón y después a Tarija.
En Villazón, mi Ma manejaba la bicicleta de su papá, con la pierna cruzada porque era demasiado alta para ella. En Tarija ella empezó a estudiar Agronomía, porque le gustaba el campo y porque, en todo caso, así no estaría encerrada en cuatro paredes.
La carrera de Agronomía, como tal, empezó a ofrecerse en Tarija el 1975.
Y aunque mi Ma nunca defendió su tesis ni sacó su título ni recuerdo haberle escuchado decirse ingeniera, fue una de las dos mujeres que cursó esa carrera por nueve semestres en la universidad. Entre 1985 y 1989. Dice que le gustaba el campo, tanto, tanto como para irse de colonizadora a Nuevo Brasil, en la zona de Incachaca, al norte de La Paz. Quiero decir, que caminaba por Tarija con ojotas de goma y pico al hombro y definitivamente no se concebía ni presentaba a sí misma como una mujer de casa.
A mi Ma le protegía en cierto modo, la traza de hippie gringa, lo cual hacía digeribles sus elecciones. Pero llega un momento en que las elecciones ya no son simples caprichos y son peligrosos ejemplos de desobediencia a la disciplina establecida.
Entonces, en sirviñaco (la figura andina para un matrimonio de prueba, una convivencia marital con el permiso y visto bueno de los parientes), ella y mi papá se fueron a vivir a Mollo, en La Paz. Luego a Salinas (Chaco tarijeño). Luego a Charaja (valle central de Tarija). Siempre como caseros y campesinos.
A lo que me voy, repasando esas fotografías, es que veo a mi Ma construyendo el mundo y la vida que le gustaba para sí misma. La veo libre y sin ganas de hacer lo que la sociedad le impone, desde una suavidad que, desde luego, no llegué a heredar. Porque mi estrategia es estrellarme contra el mundo y sus reglas, mientras que su forma de ser le permite deslizarse entre los intersticios.
Mi Ma me tuvo a los 32 años. Soy su única hija, a la que crió junto a su suegra y su compañero hasta que su suegra falleció y su hija voló a otros rumbos. Pero nunca fue sólo mi madre.
Quizás la vocación más feminista de Silvia fue, ante todo, ponerse a sí misma como prioridad y no venderse como madre sacrificada. Quizás uno de sus actos más feministas fue no establecerse como modelo a seguir. No cargarme en los hombros ningún ejemplo de abnegación, ni cuidado, ni alegría de servicio. Mi Ma jamás predicó las ganas de agradarle al mundo para tener un lugar en él y esa es una herencia tan valiosa como la libertad de ser.
Nunca intentó enseñarme a cocinar, ni le preocupó que no tuviera novio o que quisiera estudiar Antropología. Sí le preocupaba que me levantara temprano, que comiera sano y que no me olvidara de echarme de menos de las amigas. Me enseñó la diferencia fundamental que hay entre cuidar y sobreproteger. Y, junto a su compañero de vida, se aseguraron de brindarme un espacio seguro para volver, si así lo quiero.
Dentro del feminismo hablamos un montón del cuarto propio, ese que sueña Virginia Woolf. Construir un lugar que te pertenezca y en el que seas independiente. Ese cuarto es tanto un espacio material como simbólico. Esa habitación también es privilegio de clase, es verdad, pero como huella inspiradora, está la habitación que se construye mi Ma en su día a día: una casa llena de cabras, con sus perros, sus gatos, sus gallinas y su bosque.
Sin jefes, sin patrón, sin mucho pero con todo lo que ella quiere: comida cuando quiere, en los tiempos que ella quiere, a los ritmos que ella quiere. Una habitación propia que no depende más que de ella misma. Una habitación que no le demandó poner en pausa su caminar para darse a alguien más. Un darse en el que ella se daba a sí misma para un sueño propio, mientras iba alimentando los sueños de su entorno.
Esa es la huella inspiradora de mi Ma.