La falta de divisas es quizá el indicador más evidente de una economía que se ha convertido en una bomba de tiempo. Para la mayoría de las personas, ya solo es posible adquirir divisas —en especial dólares— en el mercado paralelo, a precios que están al menos un 20 por ciento por encima que el de los tipos de cambio oficial. Muchas personas han visto disminuir el poder adquisitivo de sus pequeños ahorros debido a las restricciones para hacer retiros en moneda extranjera, mientras los tipos de cambio reales siguen en aumento.
Una de las principales causas para la escasez de divisas es que, en los últimos años, Bolivia se ha convertido en un importador neto de hidrocarburos. Ya han pasado más de dos años consecutivos en los que el valor de las exportaciones de gas natural es menor que el valor de las importaciones de gasolina y diesel, y la situación no parece que vaya a mejorar en un futuro cercano.
En ese contexto, el país tiene problemas para pagar los combustibles que se importan, lo que está generando desabastecimientos intermitentes. Llenar un tanque de gasolina se ha convertido en un engorroso procedimiento en estos días, que puede implicar horas de filas y espera.
Sin embargo, el desabastecimiento de combustibles no solo está sacando a relucir los grandes desequilibrios macroeconómicos que la economía boliviana arrastra desde hace varios años y derivados, en gran medida, de su dependencia de las actividades extractivas. También es un caso que ilustra con claridad la fragilidad de un bienestar económico, mismo que, hace una década, se presentaba como un aparente éxito, cuando las arcas del estado gozaban de buena salud por el flujo de divisas resultado de la extracción de gas natural.
El revelador ejemplo de los autos “chutos”
En el presente, cuando se compra combustible en los surtidores de Bolivia, en especial en áreas rurales, suele haber dos filas: una de coches y otra de personas formadas con bidones. La norma dice que solo los coches con papeles —los que han sido legalmente importados— pueden llenar sus tanques de gasolina o diesel. Aunque, también, es posible adquirir cierta cantidad de combustible en bidones, para distintas actividades, como la de los pintores, mecánicos, carpintería, agricultores, etc. En estas actividades, los combustibles se utilizan como disolventes o para alimentar diversos tipos de motores.
Pero la realidad es distinta a la norma, y la mayor parte del combustible adquirido en estos recipientes tiene otros fines. El más conocido es el de la producción de droga, la gasolina es una sustancia controlada que se utiliza en la elaboración de pasta base de cocaína. Sin embargo, este no es el único destino ilegal para el combustible adquirido de esta manera, existe otra parte considerable —la que nos interesa resaltar en esta nota— que termina llenando el tanque de vehículos distintos, aquellos que no tienen papeles, los denominados autos “chutos”. Coches que ingresan de manera ilegal a Bolivia —varios de ellos robados en países vecinos— y que son adquiridos a la mitad del precio o menos de lo que costarían si tuvieran documentos en regla. Se estima que en Bolivia existen alrededor de 700 mil de estos vehículos, casi un 22% del total de vehículos que circulan en el país.
Los autos chutos, que principalmente circulan en áreas rurales del país, lo hacen en aparente situación de normalidad, la única diferencia es que suelen no tener placas. El parque automotor de chutos se incrementó sustancialmente desde 2008, cuando el gobierno de Evo Morales inició una prohibición para la importación de autos usados con ciertos años de antigüedad y que se volvería más restrictiva en 2015, lo que terminó incrementando sustancialmente el precio de los coches con papeles y beneficiando a las grandes importadoras de vehículos nuevos.
Sin embargo, en paralelo a la entrada en vigor de esta norma, el gobierno también asumió una postura laxa frente al incremento de coches indocumentados en el país. Era la respuesta que se le dio a los sectores populares —muchos de los cuales configuran las bases políticas del MAS— que no tenían la capacidad de acceder a vehículos nuevos. Es lo que manifestó el exvicepresidente García Linera, cuando en la comunidad rural de Chulumani celebraba en un discurso público que la situación económica de los campesinos había mejorado, lo que se evidenciaba en que ahora “todos tienen su carrito, [aunque sea] chuto, no importa, pero tienen”.
Es decir, mientras que las capas medias urbanas, generalmente asalariadas, se veían empujadas a comprar vehículos nuevos con créditos, beneficiando también al sector financiero, los sectores populares rurales normalizaron que parte de su bienestar económico pasaba por adquirir vehículos indocumentados, ya que era la opción habilitada y legitimada desde el gobierno.
Esta situación, sin embargo, nunca dejó de ser compleja. Ya que, si bien se ha permitido la existencia de este parque automotor de vehículos chutos, al mismo tiempo los dueños de estos vehículos se encuentran en una situación de incertidumbre e incomodidad permanente. No tienen ninguna garantía jurídica de que esta permisibilidad será permanente, son extorsionados de manera sistemática por la policía, y, además, deben estacionar a lado de los surtidores, comprar gasolina en bidones y llenar su tanque con mangueras o embudos, lo que no solo es muy incómodo y demora mucho tiempo, sino que también marca diferencias sociales entre quienes acceden de una u otra manera a los combustibles.
Pero esta sensación de bienestar económico, ilusoria y perversa, se ha vuelto cada vez más insostenible a medida que la crisis boliviana toma cada vez más forma. Ante la escasez de combustibles, la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) ha dispuesto que la venta en bidones solo se realizará durante dos horas al día y no en todos los surtidores. Una medida que intenta canalizar el combustible hacia los vehículos legales sin terminar de cerrar una pequeña ventana a los dueños de vehículos chutos, pero volviendo mucho más difícil abastecerlos. Además, esta situación recrea estigmas coloniales y racistas, señalando a quienes hacen estas filas en las gasolineras —generalmente provenientes de sectores populares— de estar vinculados de alguna forma con actividades ilícitas.
En realidad, este ejemplo es un buen recordatorio de cómo el modelo económico boliviano de las últimas décadas ha generado ciertas realidades transitorias de bienestar e ilusorios procesos de ascenso social que, ante una crisis económica como la que comienza a enfrentar el país, se resquebrajan y terminan afectando a millones de personas.
Un modelo perverso de «bienestar económico»
Durante las últimas dos décadas, Bolivia experimentó un mejoramiento en el nivel de ingresos de su población. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la pobreza del país disminuyó de 63,5% en 2006 a 33,1% en 2018, mientras que la pobreza extrema cayó del 34,3% en 2006 al 14,8% en 2018. Es decir, más de un tercio de la población boliviana dejó de ser considerada como pobre según su nivel de ingresos en este periodo de tiempo.
Más allá de que estos datos puedan cuestionarse desde una perspectiva multidimensional que va más allá de los ingresos, es un error aseverar que no hubo un mejoramiento tangible en las condiciones materiales de vida de varios —no de todos los— sectores populares del país durante los años de bonanza económica.
Tampoco se puede invalidar la importancia que este mejoramiento tuvo en el día a día y en las aspiraciones de millones de personas que históricamente se han visto marginadas por una estructura de poder social clasista y profundamente colonial. Es esto, junto a una variedad de reivindicaciones simbólicas y discursivas que fueron puestas sobre la mesa de discusión por las luchas sociales que dieron inicio al silgo XXI, lo que explica gran parte del apoyo popular que ha tenido —y todavía tiene— el Movimiento Al Socialismo (MAS) desde que llegó al poder en 2006.
Sin embargo, lo anterior no puede ser motivo, ni mucho menos, para invisibilizar las condiciones perversas sobre las que se erigió este proceso de distribución de excedentes y sus complejas consecuencias sociales, económicas y ambientales. Es decir, no se puede omitir que es un bienestar tramposo, que se erige sobre situaciones insostenibles en el tiempo y/o en el deterioro de condiciones socioambientales que suelen ser invisibilizadas o desdeñadas.
Ante la crisis que ahora se resiente en el país, no solo se evidencia la fragilidad e insostenibilidad de este bienestar económico, sino que también van quedando cada vez más expuestas las distintas violencias, las narrativas vacías y polarizantes, y las catastróficas consecuencias ambientales que lo sostuvieron.
Para comprender esto, debemos abordar necesariamente la pregunta sobre cómo se generó este bienestar económico sin que en el país se hubiese modificado sustancialmente la estructura de poder económico neoliberal, que hace parte de una pesada herencia histórica que se remonta a tiempos coloniales.
Es decir, esta estructura de poder no fue afectada significativamente durante el gobierno del MAS y, por lo tanto, no hubo una reasignación de los excedentes controlados por el núcleo de los sectores dominantes tradicionales, cuyas actividades han girado en torno al extractivismo —la minería privada de gran calado, los hidrocarburos y el agropoder— o al sector financiero; todas ellas, actividades ampliamente vinculadas a capitales transnacionales.
La llamada “Nacionalización de los hidrocarburos”, durante los primeros años del gobierno del MAS, representó un ajuste en los contratos que permitió al estado boliviano quedarse con una cuota más grande de las ganancias del sector. Esto, sin embargo, no dejó de beneficiar a las grandes transnacionales que operaban en el país y que, al igual que el estado boliviano, vieron aumentar sus ingresos sustancialmente en términos absolutos, como consecuencia del incremento de los precios internacionales del petróleo.
Así, vale la pena explicar cómo se utilizó este aumento de excedentes provenientes de la exportación de los hidrocarburos que fueron gestionados por el estado. Pero también la manera en que se produjo excedentes por fuera de las vías legítimas y legales, y que derivaron en una fuente de aparente bienestar económico.
La precariedad de los trabajos en el sector público
En este contexto, una parte significativa de los ingresos estatales —provenientes justamente de la exportación de gas— se destinó a impulsar y profundizar proyectos extractivistas de distinta índole, reforzando así las tradicionales estructuras de poder económico del país que nunca rompieron con el paradigma de: extractivismo para potenciar el extractivismo.
Simultáneamente, otra parte de estos recursos se utilizó para incrementar de manera notable el número de funcionarios públicos, que pasó de cerca de 38 mil en 2001 a 297 mil en 2013, lo que representa un aumento del 676%. Este esquema de ampliación de la burocracia boliviana tomó forma en torno a una dinámica corporativa de control partidario de las instituciones públicas. Sin embargo, esta dinámica corporativa tuvo una particularidad: las fuentes de trabajo en las instituciones públicas fueron precarizadas y se volvieron inestables.
Por ejemplo, una parte importante de los empleados públicos vienen sido contratados bajo la figura de Consultores en Línea, la cual permite la contratación de trabajadores sin los beneficios sociales que están contemplados en la Ley General del Trabajo y que pueden ser inmediatamente desvinculados de sus fuentes laborales por cualquier motivo y sin ningún derecho a reclamar.
Esta es una primera dimensión perversa de bienestar económico para cientos de miles de familias bolivianas, cuya posibilidad de acceder a mejores ingresos depende de su fidelidad al partido de gobierno y de los ingresos que el estado boliviano pueda gestionar, los que actualmente se han visto fuertemente reducidos por los motivos señalados anteriormente.
Economías ilícitas o ilegítimas como fuente de bienestar
Más allá de este excedente proveniente de la exportación de hidrocarburos que permitió sostener a una precarizada burocracia estatal, hubo otro excedente que dio curso al mejoramiento de los ingresos de importantes capas de sectores populares en el país, aquel que provino de actividades económicas ilícitas o ilegítimas. El negocio de los vehículos “chutos”, señalado anteriormente, una de ellas, pero también existen varias otras, como el contrabando, el tráfico de tierras, la minería cooperativista (gran parte de ella operando en la ilegalidad) o actividades relacionadas con el narcotráfico.
Estas actividades han permitido, por un lado, generar ingresos económicos y distribuir excedentes a sectores sociales que no logran acceder a mejores condiciones de vida por las vías “legales” habilitadas en la economía boliviana. Por otro lado, algunas de estas actividades, como el contrabando o el negocio de los autos “chutos”, también abren la posibilidad de disminuir el costo de este supuesto bienestar económico: es más barato tener un auto chuto y es más barato comprar productos importados de manera ilegal (incluso más barato que muchos productos nacionales).
Es importante tener en cuenta, sin embargo, que ha existido una política pública implícita que no solo ha sido permisible con estas actividades, sino que las ha promovido en muchas oportunidades, como una forma de contención social y aplacamiento de múltiples malestares sociales. No es que estas actividades no existían antes, pero se han exacerbado y, muchas de ellas, naturalizado en las últimas décadas.
Esta política de connivencia —de tolerancia frente a las actividades ilícitas o ilegítimas— asumida desde el gobierno boliviano, sin promover una transformación de la estructura económica boliviana, termina siendo una dinámica perversa de generación de bienestar económico por los siguientes motivos:
- Primero, porque estas actividades están inscritas en dinámicas de múltiples y profundas violencias (física, sexual, psicológica, patriarcal, colonial, etc.), las cuales operan en vinculación con capitales mafiosos, reproduciendo y amplificando las violencias estructurales de la sociedad boliviana.
- Segundo, porque son dinámicas muy inestables e insostenibles en el tiempo. Ya sea una crisis, nuevos acuerdos internacionales, reacomodo de fuerzas en los sectores de poder tradicionales de la economía u otros factores, terminan afectando de manera brusca a cientos de miles de personas, cuyo bienestar depende de esta permisibilidad estatal.
- Tercero, siempre son los últimos eslabones de estas actividades los que pagan los platos rotos. Indígenas, campesinos, vecinos de barrios periurbanos o, en general, sectores populares empobrecidos son expuestos, perseguidos o apresados; mientras que quienes tienen el control de estos sectores suelen quedar impunes.
- Cuarto, porque la mayoría de estas actividades tienen profundas consecuencias ambientales. No solo están ligadas directamente a actividades extractivas, sino que en ningún momento cumplen ningún tipo de regulación, generando depredación y destrucción de amplios territorios y ecosistemas.
- Quinto, porque reproducen esquemas clasistas y racistas. Los imaginarios coloniales que operan en la sociedad boliviana terminan por señalar y acusar a los que se dedican a estas actividades ilegítimas o ilícitas por su clase social, su proveniencia étnica o su color de piel.
El desmoronamiento del “milagro económico boliviano” y sus consecuencias
En el presente, el deterioro de la economía boliviana es resultado del sostenimiento de un modelo económico dependiente del extractivismo. Las viejas y nuevas élites, así como el estado boliviano —más allá de la adscripción ideológica de los gobernantes— no solo han dependido de la extracción de recursos naturales para subsistir, sino que no han intentado romper este patrón económico y lo han venido alimentando hasta nuestros días.
A los ingentes ingresos que recibieron las arcas del estado entre los años 2005 y 2016, como resultado de la venta de gas natural a Brasil y a Argentina, le sucedió una temporada de gran desahorro y endeudamiento, cuando los precios internacionales de los commodities cayeron. En consecuencia, el país ahora tiene la deuda externa más elevada de su historia y unas reservas internacionales que han alcanzado sus niveles más bajos de las últimas dos décadas.
La ilusión del “milagro económico boliviano” se va desmoronando poco a poco y es cada vez más difícil sostener los niveles de gasto público que anteriormente existían en el país. De la misma manera, la sensación de bienestar económico que se erigió en torno a un dólar barato se esfuma cada día que pasa, a pesar de los esfuerzos del gobierno por mantener una narrativa de estabilidad.
Las instituciones públicas han comenzado a implementar políticas de austeridad, lo que pronto afectará a los puestos laborales en el sector público que no tienen contratación fija, aumentando las tasas de desempleo y subempleo. El sector productivo industrial no cuenta con la capacidad de absorción de más mano de obra y lo más probable es que el deterioro económico genere más desempleo también en este sector.
Por otro lado, las actividades productivas campesinas —uno de los sectores sobre el que menos se ha invertido en las últimas dos décadas— son incapaces de competir con los productos importados y de contrabando de los países aledaños, lo que también hace que este sector sea poco atractivo para emplear mano de obra.
Ante este escenario, lo más probable es que en los siguientes años sean las actividades no legales o ilegítimas, y en especial aquellas ligadas al extractivismo, las que se presenten como demandantes de mano de obra. Junto a ello, sin embargo, es de esperar que también se incremente exponencialmente la depredación de grandes territorios, como viene sucediendo en la Amazonía, el Chaco y la Chiquitanía —no se puede olvidar que Bolivia es el “el país con mayor pérdida de bosque primario per cápita a nivel mundial”—. A su vez, el aumento de estas actividades también generará un clima de mayor violencia y descomposición social. Consecuencias que, aunque se las intenta invisibilizar, hacen ya parte de la cotidianidad boliviana.