Premio Nacional de periodismo feminista

Al margen de la moda

Primer Lugar | Texto y fotos: Valery Gismondi

Al margen de la moda

Glenda Yáñez, diseñadora de moda para cholas y dueña del local The Chola en la ciudad de La Paz.
Foto: Valery Gismondi
En los últimos años la imagen de la chola parece estar de moda. Locales, negocios, artistas y personas mediáticas adoptan su nombre, vestimenta y estética, lo que muchas veces es interpretado como un “acercamiento cultural”. Sin embargo, ¿esto significa que la brecha cultural, racial y de género, que históricamente divide a la sociedad boliviana, se ha reducido realmente?

“Soy Vale. Más me conocen como Imilla”. Así se presenta la cantante Valeria Milligan ante la cámara, mientras la filman comprando flores en el mercado frente al Cementerio General de la ciudad de La Paz. En sus conciertos y videos musicales, Valeria suele presentarse con la vestimenta por la que son reconocidas las cholas paceñas, mujeres aymaras que llevan la pollera como prenda característica.

Hasta hace poco, la imagen de la chola en las zonas urbanas de Bolivia se asociaba automáticamente a trabajos como empleada doméstica o vendedora de mercado. Como si la pollera fuera una especie de obstáculo frente a cualquier otra alternativa.

El uso de la pollera significaba también una puerta cerrada para asistir al colegio, la universidad o para ejercer cualquier cargo. Fue recién en 1989 que una chola, Remedios Loza, asumió el cargo como diputada nacional.

Antes de su fallecimiento, en su último discurso al momento de recibir el homenaje de la Asamblea Plurinacional en 2018, Remedios lo dijo de manera contundente.

Su lucha política tuvo el objetivo de eliminar la discriminación contra la chola, para evitarle a otras el dolor que le causaron las palabras de algún educador: “No queremos imillas en la escuela, vaya a cortarse las trenzas”.

O cuando comenzó su labor como radialista, a mediados de los años 60, y le dijeron: “Cómo una chola va a hablar; (ellas) no hablan”.

Fue necesario que se dictara la Ley 045 Contra el racismo y toda forma de discriminación, el año 2010, para encauzar el cambio de una sociedad racista y discriminadora. Una sociedad que se ensañó contra la chola: no únicamente, pero sí especialmente.

Estar de moda

Hoy es casi imposible —al menos en la ciudad de La Paz— no toparse con alguna referencia vinculada a las cholas. Así lo hace notar la diseñadora de moda Glenda Yáñez.

“Se ha puesto muy de moda, ¿no? Cholahuasi, Mi Chola, La Chola DJ, esto y lo otro”, enumera los nombres con que se promocionan locales y artistas.

Glenda Yáñez viste de pollera… a veces.

—Ahora que ya estamos de moda, es diferente, es como una lucha interna también: ¿qué te conviene, ser de vestido o ser de pollera? Yo no me visto todo el tiempo de pollera. Eso ha dependido de la ciudad. En la ciudad, tú no vas a ver a las niñas ir de pollera, no van las niñas de pollera… Mi abuela era de Sorata y mi mamá se vino y era de vestido, y yo también. Entonces va desde ahí, desde que te acostumbran a que uses pantalón, falda, y vas al colegio con un uniforme. Además, que nosotras cargamos toda la responsabilidad de la cultura, porque los hombres… su vestimenta no es tan llamativa como la nuestra.

¿Apropiación cultural?

Para Valeria, quien se define como una trabajadora del arte, el vestirse de chola supone entrar en un personaje, representar un papel.

—Y ese es uno de mis favoritos porque siento que la pollera misma es una apropiación cultural. Aunque ahora se la relacione con la mujer indígena. Y obviamente, ponerme una pollera potosina que está bordada a mano, que tiene simbología, tiene un contenido más profundo.

Después de su último concierto, realizado en el teatro Nuna de la zona sur de La Paz, Valeria recibió varias críticas. Precisamente, referidas a su elección de usar pollera cuando no es ni chola ni indígena.

“Lo que haces es apropiación cultural, pero como eres cool, nadie te lo dice. Choca (rubia), jailona y que se pone pollera, qué fácil hacerlo así”, le escribieron en redes.

 —Yo he crecido escuchando música folclórica. Mis padres siempre me han enseñado a tener fe en la Pachamama y, pues, creo que eso viene de una raíz cultural más profunda que se nota en lo que hago. Ha sido algo totalmente espontáneo, natural.

Foto: Valery Gismondi

En su hogar, lo primero que llama la atención es un pequeño altar ubicado en una esquina, justo al lado de la ventana desde donde pueden verse los cerros de Jupapina, un barrio del sur paceño hacia donde avanza la ciudad borrando áreas rurales.

Sobre un aguayo yacen distintas figuras en miniatura (típicas de la fiesta de Alasita, que se compran en chiquito para que se hagan realidad en grande), una cruz andina, palo santo, una foto suya de niña acompañada de sus padres y una vela encendida.

A Glenda, que se dedica a diseñar ropa exclusivamente para mujeres de pollera, el que una modelo o una cantante vistan la pollera no le molesta en lo absoluto.

—En realidad, nadie que sea boliviano se apropia de esta cultura, yo creo. Tengo la seguridad de que dentro de todos los bolivianos corre sangre indígena, entonces, es también su cultura, es también su tradición. Ahora hay cosas que no me gustan. Por ejemplo, yo he stalkeado al restaurante Mi Chola y veo enaguas (como parte del decorado), ¿no? Entonces yo, a veces, agarro y digo: ¿qué nombre le podría poner al restaurante de un jailón (bolivianismo para referirse a gente de clase alta: los de la high life)? ¿El jailón, Mi jailón? ¿Y después cuelgo boxers Calvin Klein? Porque al final de cuentas nuestras enaguas son nuestra ropa interior. Les parecerá un adorno, pero para nosotras es nuestra ropa interior. Si yo entro, me río, porque digo: es como si mi ropa interior estuviera colgada ahí y tengo que comer al lado.

Foto: Valery Gismondi

Fronteras invisibles

Una discriminación que Glenda siente en una ciudad que, según describe, tiene fronteras que separan a la gente.

—En la ciudad de La Paz hay una línea invisible, pero existente, que está por la San Francisco. Allí se corta el abajo del arriba. Entonces, aquí, arriba, yo feliz entro, salgo, “¡Comadre!”, “hola” (ruidos de besos), ¿no? Voy bajando y ya en el centro es otra cosa, ya siento otras miradas. Bajo más y es distinto…

El sur de La Paz o el “abajo” determinado por su ubicación en la topografía de la ciudad, está identificado en el imaginario colectivo como el lugar propio de los jailones, asociándolo a menudo con las condiciones de vida y el nivel de consumo más elevados de la ciudad.

Así lo explica el trabajo impulsado por el Programa de Investigación Estratégica de Bolivia (PIEB), Jailones. En torno a la identidad cultural de los jóvenes de la élite paceña. Una investigación acerca de la zona sur, con San Miguel como el barrio más emblemático.

Para Glenda, en ese espacio, a pesar de que no existen muros alrededor, hay sutiles barreras.

—Si bien la gente ya está económicamente mucho mejor, no puede pues irse a vivir a la zona sur. ¿Y por qué? Porque a veces no tenemos esa… no sé, esa valentía. Deberíamos poder ir y decir: ya, por último, qué me importa si no me hablan, yo vivo aquí porque quiero.

Glenda es madre de Analiz, Luciana y Santiago, quienes asisten a uno de los colegios más caros de la ciudad.

—Yo tengo mis hijos que estudian en la zona sur. Antes de que los papás se enteraran de que yo vestía de pollera —porque yo iba de vestido— todo estaba bien. Ahora no me hablan. Es triste. Cuando hay una actividad, soy como invisible… De más de sesenta papás, con esta mano puedo contar cuántos me saludan.

Pareciera ser que la pollera puede ser muy bonita… o no. Dependiendo de quién la usa.

—Que esa cantante la use (Valeria Milligan) no me molesta. Me molesta que la gente que va a verla no me vea de la misma manera. Porque es como te decía, al final de cuentas, ella es mujer, yo soy mujer, ella tiene plata, yo tengo plata. Y eso es lo que realmente, de fondo, me molesta: que la gente que va a verla a ella y la admira y la trata re bien, no me pueda tratar a mí igual”.

Foto: Valery Gismondi

Al margen de la moda

Foto: Valery Gismondi

Al margen de la moda

Foto: Valery Gismondi

Sentirse incómoda

—Yo puedo pagar un café aquí (zona Cementerio, al oeste de la ciudad), como en el Alexander (café con sucursales en el centro y el sur). Y el colegio de mis hijos o un colegio más caro. Entonces, ya no es un tema económico, es un tema más de posición social: dónde me posiciono de acuerdo con mi ropa. No importa que tenga dinero, yo para ellos voy a seguir siendo clase baja ¿no?… Si estuviéramos ahora en la avenida Montenegro (San Miguel) tomándonos un café, tú misma verías cómo la gente se siente incómoda. Es triste, es triste porque sólo es una ropa, sólo es mi ropa… Y a veces entras en ese conflicto dentro de ti. ¿Por qué no voy a ir? Porque al final mi plata vale igual que su plata. ¿Por qué no puedo ir? Entonces vas.

Pero estamos muy lejos de cualquier café de San Miguel. Estamos tomando jugo de linaza en un local, de la avenida Kollasuyo (un sector repleto de tiendas para mujeres de pollera), llamado “The Chola”. Es de Glenda.

Después de subir las gradas de cemento, te encuentras con un espacio luminoso e impecable, todo decorado de color rosa pastel: las paredes, los sillones y los pompones que caen del techo. La tienda está abierta todo el día, y a media jornada sirve también de restaurante, con un plato único por semana que esta vez es sajta de pollo con su sopa, todo por 15 bolivianos. En una de sus mesas blancas nos sentamos a charlar.

No nos sentimos incómodas, nos hacen sentir incómodas

No hay niñas de pollera en la ciudad

La diseñadora viste su propia marca: un traje de chola celeste con flores rosadas que combinan perfecto con el lugar. Me pregunta si me he dado cuenta de que no hay niñas de pollera en la ciudad. No las hay porque las madres cholas intentan protegerlas, afirma.

—Nosotras no queremos que desde pequeñas vistan la pollera y vayan al colegio de pollera, inclusive algunas mamás no quieren que sepan en el colegio que ellas son de pollera… Eso hace la diferencia también entre una mujer que viste siempre de pollera y una mujer que no viste siempre de pollera. Generalmente, una mujer que viste siempre la pollera es porque está en un lugar seguro: su pueblo. Las de la ciudad hemos tenido esta lucha aquí, entonces estamos entre qué rumbo tomar. Ya cuando somos grandes tomamos nuestra propia decisión.

La decisión de asumir la pollera como parte de su vestimenta y, por lo tanto, de su identidad, fue un largo proceso. O como Glenda misma lo describe: una lucha.

—Me ha ayudado mucho el diseño. La ropa me gustaba, y, como me gustaba, me gustaba hacerme, verme bien. Eso me ha ayudado bastante. Me hubiera gustado más que así como yo pienso, mi mamá hubiera pensado. Para que desde pequeña hubiera sido esto.

Valeria libra también su propia batalla. Si bien hay quienes disfrutan de lo que hace, también ha recibido comentarios negativos desde dos frentes. “¿Por qué siendo blanca haces lo que haces?” Y se ha encontrado con el reclamo de su familia: “¿Por qué tienes que vestirte de chola?”.

—Para mi mamá ha sido bien fuerte, porque para mis abuelas dejar la pollera, dejar de hablar quechua, ha representado el desarrollo, el futuro, el progreso… y ahí también entra esa idea de “me duele que vuelvas a ser eso”.

Foto: Valery Gismondi

“De preferencia cholita”

Ese “volver” implica revivir las dolorosas razones por las que las cholas decidían dejar la pollera.

El caso de las trabajadoras asalariadas del hogar, que en su gran mayoría son mujeres de pollera, es emblemático. Como demuestra la investigación Se necesita empleada doméstica, de preferencia cholita. Representaciones sociales de la trabajadora del hogar asalariada en Sucre (PIEB, 2006).

En dicha investigación se puso en evidencia la relación desigual y de explotación entre empleadores y mujeres contratadas para las labores del hogar.

La preferencia de «cholitas» tenía que ver no sólo con su juventud, sino también con su reciente llegada del campo a la ciudad y la consecuente ausencia de una red de apoyo. Que esas jóvenes hablasen poco español, se evidenció, las hacía todavía más vulnerables a la explotación laboral. Muy distinto de la situación de una mujer de vestido que era percibida por los empleadores como rebelde, por lo que raramente se las contrataba como trabajadoras del hogar.

Las heridas

Tales criterios alimentaron también la creencia de que quienes dejaban la pollera, de alguna manera elevaban su estatus social y su calidad de vida, dado el trato diferenciado que recibían respecto a las mujeres de pollera. Lo que precisamente constituía la principal razón por la que decidían dejar de usarla.

Nuestros abuelos, nuestras abuelas, han sido totalmente discriminados, maltratados, les han arrancado su cultura e inconscientemente tenemos una herida colectiva de raíz

—Es como buscar sanar una herida también. Nuestros abuelos, nuestras abuelas, han sido totalmente discriminados, maltratados, les han arrancado su cultura e inconscientemente tenemos una herida colectiva de raíz. Porque no hay una armonía en ese tema, es una negación, siempre hay un conflicto con ese tema.

Esa es la manera en que Valeria explica las razones para elegir su polémica vestimenta. Al momento de preguntarle si se considera privilegiada, Valeria me mira muy seria y responde de manera contundente:

—Claro que sí… porque he tenido acceso a la información para poder decidir quién quiero ser. Eso es muy importante.

Y en verdad, ¿cuántas mujeres —sobre todo en una sociedad como la boliviana— pueden realmente elegir? Si invertimos la fórmula, es difícil imaginar a una chola elegir tan fácilmente una identidad distinta a la que se le impone. Como dice Glenda:

—No nos sentimos incómodas, nos hacen sentir incómodas. Y me siento triste, no encuentro la palabra, porque al final de cuentas sólo es ropa. Sólo es mi ropa… No le voy a dar a elegir a mi hija entre, digamos, ir a la Universidad de pollera o no, porque yo sé el peso que es. Puede que a ella le guste mucho la pollera, pero seguro la va a pasar muy mal. Es lindo también verla alguna vez de pollera, en una fiesta, una se emociona y las comadres comentan: “¡Ay qué linda tu hijita! Ha crecido”.

Foto: Valery Gismondi

Al margen de la moda

Foto: Valery Gismondi

Cholas en el Electro Preste

El estar de moda, figurando en pasarelas y en revistas, en nombres de boliches, artistas y eventos, ¿es realmente un cambio positivo? ¿O es un sinsentido?

El Electro Preste es un evento que se realiza desde 2016 y que se publicita como una fiesta en la que “se busca fusionar la cultura e identidad boliviana con elementos de la cultura electrónica, mostrando las tradiciones bolivianas en un lenguaje moderno”.  

—Estuve en un Electro Preste porque me regalaron una entrada. De otra forma no hubiera ido, cuando yo voy a los prestes gratis. Será lindo para los de la zona sur, pero no refleja cómo vivimos nosotros la tradición. ¿Cómo podrían sin nosotros ahí? Fui con un amigo de la zona sur. Entramos y ahí estaban cuatro cholitas de rojo que nos recibieron con mixtura y serpentina: “¿Por qué me pones serpentina si no es Carnavales?”, le pregunté a una de ellas. “Estos pues nos han dicho que pongamos”, me respondió en voz baja. Jajajaja, nos hemos reído.

Ellas han estado hasta cierta hora, me dice Glenda, “porque estaban ahí como entre modelo y adorno, entonces no se sentían parte de”.

El preste es una fiesta propia de la cultura andina con un carácter sincrético religioso. Tiene lugar una vez al año y suele durar varios días. Se caracteriza por ser comunitario, es decir, quien organiza y corre con los gastos del preste —el o la pasante— va rotando cada año.

El Electro Preste fue promocionado como la unión de dos culturas, con la intención de incluir a la población que no acostumbra a festejar un preste y que raramente se “aventura” a visitar las zonas de la ciudad donde se llevan a cabo.

No somos un zoológico. No somos animales en exposición

“No estamos en exposición”

—La fiesta seguía y yo he ido a la barra —porque encima tenías que hacer fila para comprarte un vaso de cerveza— estaba haciendo la fila, cuando una chica se me acercó diciendo: “¡Dame la bienvenida!”. La miré y le dije: “¡Bienvenida!”. Ella insistió: “¡Pero dame pues la bienvenida, ponme mixtura, ponme esas cosas!”. Entonces entendí: “Ah, tú me dices eso porque estoy de pollera, sólo que al igual que tú, yo también he venido a la fiesta”.

La intención se suponía que era unir, confraternizar, integrar, pero al querer materializar estas palabras, no siempre resulta así.

–No somos un zoológico. No somos animales en exposición y en mi mente ha venido una fotografía de la colonización cuando a los indígenas los llevaban a España como animales en una jaula. Entonces, en mi mente, ha sido como ver esas dos fotografías. Una a la fuerza, y la otra, disfrazada de arte.

A pesar de su éxito, la fiesta ha recibido bastantes críticas, relacionadas sobre todo al hecho de percibirse —de la manera en que lo diría Glenda— como una fiesta que pretende mirar la vida del otro, sin el otro.

“Nunca vamos a terminar de cruzar esta línea que nos divide si no empezamos realmente a unir los puntos”, concluye.

Es justamente por eso que durante nuestra conversación se refiere varias veces a esos lugares seguros. Ciertas zonas de la ciudad, ciertas fiestas tradicionales, donde se siente aceptada, donde vestir de pollera representa simplemente la expresión de su cultura y no una especie de amenaza constante.

—Es como si no fuese de aquí, como si yo no fuese de Bolivia. Todos los días, prácticamente, alguien me pregunta si yo soy de aquí o de dónde soy y que no mienta…

Así me explica Valeria parte de su rutina, por no verse como una boliviana debería verse. Sin embargo, aquellas que sí encajan en ese estereotipo, paradójicamente, tampoco se sienten parte del todo. No siempre, no por completo.

Parece ser que, sin importar si somos blancas o no, si nos vestimos de chola o no, de algún modo u otro, siempre estamos al margen. Pienso en todo esto después de despedirme de Glenda y empezar a bajar por la ciudad mientras se hace de noche, cruzando las líneas invisibles que la dividen, hasta llegar a mi lugar seguro.

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