Teatro y cocina en Santa Ana del Yacuma
Yo conozco a Sarah muchos años después de su huida de la hacienda.
La veo.
Ella llega al curso que impartimos: teatro y cocina. Quiere aprender más sobre la cocina, quiere aprender a hacer mejores platos, técnicas culinarias y, sobre todo, curiosear. Le encanta curiosear.
Sobre eso del teatro no tiene idea y tampoco le interesa mucho. Aunque el taller está destinado a mujeres del mercado, aceptamos a otras mujeres que tengan alguna relación con la gastronomía. Ella ha sido cocinera de muchas casas, haciendas y ahora prepara, para venderlos después, queques, tortitas y cuñapés.
Es curiosa y menuda, como de metro y medio. Tiene más de cincuenta, aunque aparenta mayor edad. Aun así, es graciosa, jovial y supersticiosa.
Al hablar su acento es marcado, camba de pueblo, agradable, sin apuro, con sabiduría de campo. En sus palabras arrastra un seseo simpático y escurridizo que le da cierto toque especial. La distingue.
Entre sus manos casi siempre lleva la pequeña biblia de su iglesia. Sarah está orgullosa de ser evangélica y de haber conocido y re-conocido a Dios.
Movimas
La conozco en su pueblo, Santa Ana del Yacuma. El mítico pueblo del narcotráfico en Bolivia, sí. El pueblo del “Rey de la Cocaína”, sí.
Pero también cuna del historiador Antonio Carvalho, quien descubrió que el primer levantamiento por la gesta libertaria de lo que hoy es Beni fue liderado por un indígena moxeño llamado Pedro Muiba. Por eso, en la actualidad, gracias a don Antonio, Beni celebra un feriado más el 10 de noviembre.
Santa Ana del Yacuma tiene una personalidad penetrante e inquietante. Sus pobladores son personas amables y aguerridas. Aman la vida vaquera. Tienen el mejor chivé del Beni (una bebida tradicional con base en harina de yuca) y una tradición de excelentes aviadores.
Se definen movimas, porque devienen de la nación indígena Movima. La mayoría de las personas son mestizas, pero les encanta autoproclamarse así: movimas.
Alrededor de Santa Ana del Yacuma hay mucho curichi y laguna. Es fácil ver ranas, sapos y hasta lagartos.
Hacia adentro sus calles son bonitas y sencillas. Hay casas de todos tipos, un solo cajero del Banco Unión y, en la plaza principal, una estatua extraña, casi violenta.
En ella se ve a un indígena sentado con las piernas cruzadas. Detrás de él y hacia su derecha, un sacerdote sostiene firme una gran cruz. El cura acomoda su mano izquierda en la cabeza del indígena, como si lo evangelizara o como si acariciara una mascota.
Las malas lenguas mitifican a Santa Ana del Yacuma como una tierra sin ley: violenta, peligrosa, exactamente igual al lejano oeste. Pero nada de eso es tan cierto. Santa Ana del Yacuma es apacible y fiestera. Vive una vida tranquila, con algunos sobresaltos por culpa de la ilegalidad, es verdad. Pero no es la locación de ningún espagueti western.
Eso sí, sus clases sociales están muy estratificadas y hay diferencias muy grandes y notorias. Por un lado, casas con piscinas y avionetas reales usadas como adornos. O galleras donde se apuestan más de mil dólares por pelea. A la vez, casas de mujeres que no tienen revoque y en las que el piso sigue siendo de tierra.
‘’En este pueblo no se puede progresar’’, se lamenta Sarah. Por eso ella, a veces, piensa en irse, en marcharse. Ya sea con rumbo a Trinidad o Santa Cruz de la Sierra.
‘’Acá solo progresan los narcos o los ganaderos’’, dice. Da la impresión que no se equivoca.
Los microbuses
Sarah es curiosa.
Sarah nos ve.
Nos observa con sus pequeños ojitos saltadores. Seguramente es extraño que, de la nada, lleguen cuatro jóvenes, desde Santa Cruz de la Sierra, a dar un taller en el que hay que moverse excéntricamente, calentar el cuerpo para contar historias, leer poesía y cocinar. Y, a la vez, “emplatar” preparados de la tradición movima para que parezcan gourmet. O inventarnos historias para contar el origen de esos mismos platillos y crear recetas híbridas propias.
Sarah sonríe y pregunta cosas graciosas. Le interesa saber más sobre la ciudad de Santa Cruz. Ha estado en la capital cruceña dos veces. En una de esas, la asaltó la misma “amiga” que la llevó.
Conoce muy poco de la ciudad: el Plan 3000, el mercado la Ramada y el mercado Los Pozos.
Claro, la idea de vacaciones, de paseo, de turismo, no existe en la vida de Sarah. Solo existe el trabajo. El negocio. Vivir para trabajar es la ley de Sarah desde sus diecinueve años.
Sin embargo, cuenta con mucho orgullo que aprendió a viajar en los microbuses del transporte público. Cuando lo cuenta, sonríe victoriosa mientras bate en la olla el arroz para preparar un rico gallinazo.
Sarah me ve.
Me pregunta si es cierto que en un restaurante de comida rápida encontraron un dedo humano. Le digo que, al parecer, sí. Que según las noticas es cierto. Asiente con la cabeza y me comenta que ella ya había escuchado que en Santa Cruz se estaban comiendo personas. Me hace reír y carcajeo. “Verdá es”, me asegura. “Bueno, así me han contau”, se retracta.
Y sus ojos escarban mi expresión, observándome con astucia y cautela.
Sarah y ellos
Sarah es sola.
Tiene dos hijos y ha dejado a dos esposos.
Desde niña fue desobediente. Una vez su madre la mandó a cosechar y recoger cebollas, pero Sarah —pequeña y desobediente— no fue. No quiso ir
Su madre enfurecida intentó castigarla, pero ella no se dejó. “No me dejé chicotear”, se ríe. Y su madre alterada le gritó:
—¡Me la vas a pagar! Me la vas a pagar cuando tengás tu macho…
Sarah detiene brevemente su anécdota para sonreír un poco pudorosa. “Porque así se decía antes, ¿no?”, corrige, y continúa la historia.
—¡Me la vas a pagar cuando tengás tu macho!
—Bah, si me pega, me voy, lo dejo— replicó Sarah.
‘’Y la palabra se cumplió’’, menciona profética.
“Porque no tuve uno, tuve dos. Y no aguanté que me den siquiera un puñete o algo…’’, celebra Sarah. “No había perdón ni que nada. Un poco rebelde he sido’’, confiesa con cierto aire melancólico y risueño.
Sarah sonríe así: medio triste, medio graciosa. Su picardía es propia de esas personas que han tenido que callar. A veces cuenta algo y rectifica, no busca tener la verdad, su lengua le gana al pudor, para alegría del interlocutor.
Su primer marido fue un mujeriego.
Se “enmaridó”, como dice ella, a los diecinueve años. Y malvivió con él, triste y con muchas carencias, durante un buen tiempo. Era un tipo aburrido, desganado, que se creía superior y que, incluso, quiso golpearla. “Por eso lo dejé”, relata.
“Prefiero ser cocinera a que alguien me maltrate”, vuelve a sonreír y se acuerda de sus picardías.
Una noche nos narra que, en aquella hacienda de la que huyó, llegaron unos colombianos a comer. Era normal que, a esa hacienda, llegara gente y que se marchara pronto.
El trabajo de Sarah era cocinarles a los peones, vaqueros y a esos intermitentes viajeros. Gringos, colombianos, collas, brasileros; de todo un poco.
Sarah siempre se lucía con su menú, los trabajadores y visitantes la apreciaban por sus exquisitos platos, tanto así que, en un momento en el que su esposo quiso propasarse con ella, maltratarla, los colombianos lo detuvieron y le pegaron. Y le advirtieron que no se meta con ella.
Sarah dice que ella estaba chocha. Y sigue chocha con la situación, con la historia que repite tan alegre y triunfante que nos hace reír a todos. Y ella se ríe más, recordando a su esposo —ese golpeador— temeroso, humillado, moreteado, en el piso, patético y derrotado.
Su segundo marido también fue mujeriego. ¡Qué novedad!
Y, por eso, también lo dejó.
Le duele haberlo dejado porque, dice, no pudo cumplir el ideal de ser como sus padres, quienes vivieron juntos “hasta el final”.
Sarah tiene once hermanos, todos de los mismos padres y madres. Sarah se lamenta de que ninguno pudo mantener un solo matrimonio. Todos se han divorciado, separado, cambiado de marido, de esposa. Todos.
“Ninguno se salvó”, sentencia.
—La más fiel, que dijo que iba a ser fiel hasta el final y que no iba a cambiar de esposo por nada… se le murió el marido. Tuvo que buscarse otro, pues.
Sarah sigue con la letanía: a otra de sus hermanas, el esposo la dejó. Un cambista que hizo malos negocios y antes de que lo metan preso ‘’peló’’ y nunca más regresó. A otra, el marido la engañó en Trinidad y, supone Sarah, su hermana por venganza se buscó un militar que ahora es su nuevo esposo. A otra, de tanto cambiar de esposo, le hicieron brujería. La brujería fue un cáncer que terminó con ella matándola en un hospital.
‘’Ninguna se ha salvado de cambiar de esposo’’, repite, ‘’A una su esposo la dejó, se fugó y no se sabe dónde está. Ella es la única hermana que sigue sin marido ahurita, sola. Pero eso sí, ya ha tenido sus cortejitos’’.