Premio Nacional de periodismo feminista

Las miradas de Sarah

Segundo Lugar | Texto y fotos: Jorge Calero

Las miradas de Sarah, una crónica desde Santa Ana del Yacuma

La protagonista de la crónica "Las miradas de Sarah" en un taller de teatro en su natal Santa Ana del Yacuma
Santa Ana del Yacuma es un territorio intempestivo. Una tierra de historias y leyendas pero también una región estigmatizada. A través de la mirada de Sarah nos acercamos a un pueblo mítico y su cultura.

Sarah vio al tigre.

No tembló de miedo. Al contrario, cierta curiosidad le acarició el cuerpo. El cosquilleo de esa curiosidad le puso la piel de gallina.

Encontrarse con el bicho ese, allí. Grande, pero no tanto como dicen. Chico, pero no tanto como para no temer. No quiso correr, eso no fue lo primero. Lo primero fue sentirse hechizada por ese par de ojos redondos y vivos con los que el tigre la espiaba, la curioseaba, ¿la deseaba?

Sarah le dice tigre, como casi todos los benianos, al jaguar (Panthera onca).

Esa especie que habita 18 países de América Latina, especialmente en la Amazonía, y que ahora enfrenta distintos grados de vulnerabilidad y riesgos de extinción.

Ese jaguar que sigue siendo una leyenda, un tótem, una reliquia, un susto, una poderosa y mística criatura para algunas culturas amazónicas.

Cuando Sarah lo vio, el tigre/jaguar no temía que alguien le disparara con una escopeta para matarlo, para extraerle sus colmillos.

Colmillos que, entre otras cosas, serían usados como afrodisíacos, según las supersticiones de traficantes chinos.

Pero cuando Sarah lo vio eran otras épocas. Tantos años ya, dice ella. En esa época el tigre temía más que le dispararan para sacarle el cuero, para usarlo como disfraz en una danza tribal.

El tigre/jaguar vio a Sarah. Lentamente movió su cabeza, con ese ritmo felino, propio de un cazador nato, y sonrió.

Los tigres no sonríen, dicen. Pero abren el hocico y sí parece que sonríen, cuenta Sarah.

Tal vez sí sonríen. ¿Se la querría comer?

El tigre observaba el pequeño cuerpo de Sarah.

Para aquellas épocas, seguramente, Sarah no cojeaba tanto como ahora. Y aunque su cuerpo ya era pequeño y menudito, probablemente era nomás un bocado apetitoso para el bicho.

Allí estaba Sarah en medio de un islote en plena Amazonía, con una balsa destrozada, sola con su esposo y esperando que alguna embarcación viniera por ellos.

El río azotaba el pequeño islote y la protegía.

Allí, al otro lado, en la costa, después del río, en una rama gruesa de aquellos longevos y centenarios árboles —que a los citadinos nos sorprenden que existan—, allí el tigre reposaba. Ladeaba su cabeza con cierta curiosidad al ver a Sarah.

¿Esa curiosidad que mata al gato, mata al jaguar?

La hacienda del pichicatero

Sarah había quedado en aquel islote por querer huir, junto con su esposo, de una hacienda donde ambos trabajaban. La hacienda de un pichicatero.

Sarah le dice pichicateros, ya lo sabemos, a los narcotraficantes.

No huían por miedo a la ley ni por ajustes de cuentas, ni nada de aquellas cosas, no. Huían buscando mejor paga, mejor comida, mejor futuro.

Pero, así como en esa época el tigre no temía que fueran por sus colmillos, tampoco los narcos temían que fueran por ellos (¿ahora sí lo harán?).

Era una época anterior a las narconovelas, al “narcoestado”, e incluso anterior a la moralidad de la sociedad en contra de los comerciantes de drogas. Existía otro tipo de narco glamur, distinto al de hoy.

Era una época donde ser pichicatero era más común, permisivo, e incluso mucho mejor visto que ahora.

La hacienda pertenecía a un pariente del famoso Roberto Suárez Gómez, el conocido “Rey de la Cocaína”. Aquel que apoyó económicamente, en los años 80, el golpe de estado de Luís García Meza y Luís Arce Gómez (su primo).

El dueño de la hacienda, en la que Sarah y su esposo trabajaban, también era pariente de la que ahora es alcaldesa de Santa Ana del Yacuma: Rocío Roca.

Roca es hija de otro famoso narco: Techo’e Paja, Jorge Roca Suárez. Quien fue extraditado nuevamente a Estados Unidos desde Perú, acusado por un nuevo caso de narcotráfico.

Jorge Roca Suárez, alias Techo e' Paja, está emparentado con personas influyentes en Santa Ana del Yacuma.
Jorge Roca Suárez, alias Techo'e Paja, tras su detención en Colombia, en marzo de 2021. Foto: Policía Nacional de Colombia

Las miradas de Sarah, una crónica desde Santa Ana del Yacuma

Las miradas de Sarah, una crónica desde Santa Ana del Yacuma

Una mujer con un vestido rojo sostiene una fotografía durante una representación teatral en Santa Ana del Yacuma.
Sarah durante una representación teatral. Foto: Jorge Calero

Santa Ana del Yacuma, Beni

Santa Ana del Yacuma es una población chiquita, con alrededor de 20 mil habitantes. Está rodeada por ríos, el Yacuma y el Rapulo. Allí, entremedio de esas corrientes, el valor y el buen gusto son fundamentales para sus moradores.

Santa Ana del Yacuma es una población de historias y leyendas, de excesos y valentías, de rumores y balazos, de silencios y amistades, de chivé y jolgorio, de jocheos y bravuconerías, de canciones y leyendas, de poesía y olvidos.

Aquella hacienda, cuyo nombre Sarah prefiere no mencionar, era grande, rodeada de árboles frondosos y una sonoridad compleja de tanta ave que la rondaba. Estaba escondida entre ríos y selva.

Solo se podía acceder a ella volando o navegando. Aunque en eso, desde entonces, el Beni no ha cambiado casi nada. Muchas de sus poblaciones siguen teniendo un difícil o casi imposible acceso. Sus pobres carreteras ofrecen viajes terribles, rocosos, arenosos, dejando sin cadera a los viajantes.

Como son comunidades usualmente rodeadas por ríos, es fácil que la población, ante la insistente lluvia que cae entre noviembre y febrero, quede prácticamente incomunicada, encerrada, sin poder salir. Presas y presos de los designios de la naturaleza y de la incompetencia de autoridades negligentes.

Así, Sarah, en ese islote, observada por el jaguar, solo podía ser rescatada a través del río. Su esposo había estado pescando para meter algo al estómago y no se percató de la presencia de aquel invitado.

Por escapar de un mal sueldo y el poco comer, Sarah conoció al tigre, al jaguar.

Lo vio: su pelaje, sus manchas, sus truculentos bostezos, su armonía selvática, su tranquilidad temeraria.

‘’Él se chipa ahí en las ramas de los árboles, ahí se protege, ahí duerme’’, me cuenta Sarah.

Por eso las inundaciones no lo matan, me explica.

Las inundaciones en Beni, cada año, como si no se pudiesen prevenir, como si fueran una obscena tradición, dejan damnificadas a miles de familias y dañan miles de hectáreas de cultivos.

La naturaleza en esta región es intempestiva, pero también lo es la holgazanería de sus autoridades. ¿No se podrá evitar el desastre?

Cuando el agua se va y el sol sale, uno casi nunca encuentra un arco iris. A falta de él, uno puede encontrarse con un cementerio salvaje, escombros de la fauna amazónica: extensos terrenos atiborrados de calaveras de vacas, gamas, urinas, jochis, tatús.

Pero casi nunca de jaguares. No los encuentran ahogados ni nada, me cuenta Sarah: ‘’él se chipa en las ramas de los árboles’’.

Santa Ana del Yacuma es una población de historias y leyendas, de excesos y valentías, de rumores y balazos, de silencios y amistades, de chivé y jolgorio, de jocheos y bravuconerías, de canciones y leyendas, de poesía y olvidos.

Teatro y cocina en Santa Ana del Yacuma

Yo conozco a Sarah muchos años después de su huida de la hacienda.

La veo.

Ella llega al curso que impartimos: teatro y cocina. Quiere aprender más sobre la cocina, quiere aprender a hacer mejores platos, técnicas culinarias y, sobre todo, curiosear. Le encanta curiosear.

Sobre eso del teatro no tiene idea y tampoco le interesa mucho. Aunque el taller está destinado a mujeres del mercado, aceptamos a otras mujeres que tengan alguna relación con la gastronomía. Ella ha sido cocinera de muchas casas, haciendas y ahora prepara, para venderlos después, queques, tortitas y cuñapés.

Es curiosa y menuda, como de metro y medio. Tiene más de cincuenta, aunque aparenta mayor edad. Aun así, es graciosa, jovial y supersticiosa.

Al hablar su acento es marcado, camba de pueblo, agradable, sin apuro, con sabiduría de campo. En sus palabras arrastra un seseo simpático y escurridizo que le da cierto toque especial. La distingue.

Entre sus manos casi siempre lleva la pequeña biblia de su iglesia. Sarah está orgullosa de ser evangélica y de haber conocido y re-conocido a Dios.

Movimas

La conozco en su pueblo, Santa Ana del Yacuma. El mítico pueblo del narcotráfico en Bolivia, sí. El pueblo del “Rey de la Cocaína”, sí.

Pero también cuna del historiador Antonio Carvalho, quien descubrió que el primer levantamiento por la gesta libertaria de lo que hoy es Beni fue liderado por un indígena moxeño llamado Pedro Muiba. Por eso, en la actualidad, gracias a don Antonio, Beni celebra un feriado más el 10 de noviembre.

Santa Ana del Yacuma tiene una personalidad penetrante e inquietante. Sus pobladores son personas amables y aguerridas. Aman la vida vaquera. Tienen el mejor chivé del Beni (una bebida tradicional con base en harina de yuca) y una tradición de excelentes aviadores.

Se definen movimas, porque devienen de la nación indígena Movima. La mayoría de las personas son mestizas, pero les encanta autoproclamarse así: movimas.

Alrededor de Santa Ana del Yacuma hay mucho curichi y laguna. Es fácil ver ranas, sapos y hasta lagartos.

Hacia adentro sus calles son bonitas y sencillas. Hay casas de todos tipos, un solo cajero del Banco Unión y, en la plaza principal, una estatua extraña, casi violenta.

En ella se ve a un indígena sentado con las piernas cruzadas. Detrás de él y hacia su derecha, un sacerdote sostiene firme una gran cruz. El cura acomoda su mano izquierda en la cabeza del indígena, como si lo evangelizara o como si acariciara una mascota.

Las malas lenguas mitifican a Santa Ana del Yacuma como una tierra sin ley: violenta, peligrosa, exactamente igual al lejano oeste. Pero nada de eso es tan cierto. Santa Ana del Yacuma es apacible y fiestera. Vive una vida tranquila, con algunos sobresaltos por culpa de la ilegalidad, es verdad. Pero no es la locación de ningún espagueti western.

Eso sí, sus clases sociales están muy estratificadas y hay diferencias muy grandes y notorias. Por un lado, casas con piscinas y avionetas reales usadas como adornos. O galleras donde se apuestan más de mil dólares por pelea. A la vez, casas de mujeres que no tienen revoque y en las que el piso sigue siendo de tierra.

‘’En este pueblo no se puede progresar’’, se lamenta Sarah. Por eso ella, a veces, piensa en irse, en marcharse. Ya sea con rumbo a Trinidad o Santa Cruz de la Sierra.

‘’Acá solo progresan los narcos o los ganaderos’’, dice. Da la impresión que no se equivoca.

Los microbuses

Sarah es curiosa.

Sarah nos ve.

Nos observa con sus pequeños ojitos saltadores. Seguramente es extraño que, de la nada, lleguen cuatro jóvenes, desde Santa Cruz de la Sierra, a dar un taller en el que hay que moverse excéntricamente, calentar el cuerpo para contar historias, leer poesía y cocinar. Y, a la vez, “emplatar” preparados de la tradición movima para que parezcan gourmet. O inventarnos historias para contar el origen de esos mismos platillos y crear recetas híbridas propias.

Sarah sonríe y pregunta cosas graciosas. Le interesa saber más sobre la ciudad de Santa Cruz.  Ha estado en la capital cruceña dos veces. En una de esas, la asaltó la misma “amiga” que la llevó.

Conoce muy poco de la ciudad: el Plan 3000, el mercado la Ramada y el mercado Los Pozos.

Claro, la idea de vacaciones, de paseo, de turismo, no existe en la vida de Sarah. Solo existe el trabajo. El negocio. Vivir para trabajar es la ley de Sarah desde sus diecinueve años.

Sin embargo, cuenta con mucho orgullo que aprendió a viajar en los microbuses del transporte público. Cuando lo cuenta, sonríe victoriosa mientras bate en la olla el arroz para preparar un rico gallinazo.

Sarah me ve.

Me pregunta si es cierto que en un restaurante de comida rápida encontraron un dedo humano. Le digo que, al parecer, sí. Que según las noticas es cierto. Asiente con la cabeza y me comenta que ella ya había escuchado que en Santa Cruz se estaban comiendo personas. Me hace reír y carcajeo. “Verdá es”, me asegura. “Bueno, así me han contau”, se retracta.

Y sus ojos escarban mi expresión, observándome con astucia y cautela.

Sarah y ellos

Sarah es sola.

Tiene dos hijos y ha dejado a dos esposos.

Desde niña fue desobediente. Una vez su madre la mandó a cosechar y recoger cebollas, pero Sarah —pequeña y desobediente— no fue. No quiso ir

Su madre enfurecida intentó castigarla, pero ella no se dejó. “No me dejé chicotear”, se ríe. Y su madre alterada le gritó:

—¡Me la vas a pagar! Me la vas a pagar cuando tengás tu macho…

Sarah detiene brevemente su anécdota para sonreír un poco pudorosa. “Porque así se decía antes, ¿no?”, corrige, y continúa la historia.

—¡Me la vas a pagar cuando tengás tu macho!

—Bah, si me pega, me voy, lo dejo— replicó Sarah.

‘’Y la palabra se cumplió’’, menciona profética.

“Porque no tuve uno, tuve dos. Y no aguanté que me den siquiera un puñete o algo…’’, celebra Sarah. “No había perdón ni que nada. Un poco rebelde he sido’’, confiesa con cierto aire melancólico y risueño.

Sarah sonríe así: medio triste, medio graciosa. Su picardía es propia de esas personas que han tenido que callar. A veces cuenta algo y rectifica, no busca tener la verdad, su lengua le gana al pudor, para alegría del interlocutor.

Su primer marido fue un mujeriego.

Se “enmaridó”, como dice ella, a los diecinueve años. Y malvivió con él, triste y con muchas carencias, durante un buen tiempo. Era un tipo aburrido, desganado, que se creía superior y que, incluso, quiso golpearla. “Por eso lo dejé”, relata.

“Prefiero ser cocinera a que alguien me maltrate”, vuelve a sonreír y se acuerda de sus picardías.

Una noche nos narra que, en aquella hacienda de la que huyó, llegaron unos colombianos a comer. Era normal que, a esa hacienda, llegara gente y que se marchara pronto.

El trabajo de Sarah era cocinarles a los peones, vaqueros y a esos intermitentes viajeros. Gringos, colombianos, collas, brasileros; de todo un poco.

Sarah siempre se lucía con su menú, los trabajadores y visitantes la apreciaban por sus exquisitos platos, tanto así que, en un momento en el que su esposo quiso propasarse con ella, maltratarla, los colombianos lo detuvieron y le pegaron. Y le advirtieron que no se meta con ella.

Sarah dice que ella estaba chocha. Y sigue chocha con la situación, con la historia que repite tan alegre y triunfante que nos hace reír a todos. Y ella se ríe más, recordando a su esposo —ese golpeador— temeroso, humillado, moreteado, en el piso, patético y derrotado.

Su segundo marido también fue mujeriego. ¡Qué novedad!

Y, por eso, también lo dejó.

Le duele haberlo dejado porque, dice, no pudo cumplir el ideal de ser como sus padres, quienes vivieron juntos “hasta el final”.

Sarah tiene once hermanos, todos de los mismos padres y madres. Sarah se lamenta de que ninguno pudo mantener un solo matrimonio. Todos se han divorciado, separado, cambiado de marido, de esposa. Todos.

“Ninguno se salvó”, sentencia.

—La más fiel, que dijo que iba a ser fiel hasta el final y que no iba a cambiar de esposo por nada… se le murió el marido. Tuvo que buscarse otro, pues.

Sarah sigue con la letanía: a otra de sus hermanas, el esposo la dejó. Un cambista que hizo malos negocios y antes de que lo metan preso ‘’peló’’ y nunca más regresó. A otra, el marido la engañó en Trinidad y, supone Sarah, su hermana por venganza se buscó un militar que ahora es su nuevo esposo. A otra, de tanto cambiar de esposo, le hicieron brujería. La brujería fue un cáncer que terminó con ella matándola en un hospital.

‘’Ninguna se ha salvado de cambiar de esposo’’, repite, ‘’A una su esposo la dejó, se fugó y no se sabe dónde está. Ella es la única hermana que sigue sin marido ahurita, sola. Pero eso sí, ya ha tenido sus cortejitos’’.

El tigre/jaguar vio a Sarah. Lentamente movió su cabeza, con ese ritmo felino, propio de un cazador nato, y sonrió.

Foto: Jorge Calero

Las miradas de Sarah, una crónica desde Santa Ana del Yacuma

Un jaguar (Panthera onca) en el río Piquiri, Brasil. Foto: Charles J. Sharp/Wikipedia

Las miradas de Sarah, una crónica desde Santa Ana del Yacuma

Ilustración generada por Adobe Firefly

Sarah y el tigre

Sarah vio al tigre.

Su esposo llegó hasta ella y la encontró tan campante mirando el árbol ese. Él sí se asustó. Lamentó no haber llevado consigo la escopeta de salón con la que salía a cazar.

Pero Sarah vio algo en el tigre que el marido no. ¿Paz? Sarah sabía que el tigre no atacaría. Sí, la había asustado, es imposible que eso no sucediera. Pero algo en ella sabía que ese tigre se iría en cualquier momento.

Sarah observó riendo a su esposo. Él le respondió diciéndole algo feo, pero Sarah no se lo recriminó. Guardó algo dentro de su corazón, de su memoria.

Ahora tenía a ese tigre/jaguar en su memoria.

No sé si esa Sarah —la que capturó al tigre con sus ojos— presentía que la Sarah que me cuenta la historia ama contar historias. Habla desordenadamente, saltando de un tema a otro. Viajando a través del tiempo sin pesares ni máquinas. No sé si esa Sarah sabría que la victoria de su historia no es domar al tigre, sino contemplarlo sin mayor histeria ni preámbulo ni violencia.

Sarah cuenta que, antes de que el tigre hiciera algo, una pequeña embarcación pasó por allí. Entonces, ella y su marido, decidieron volver a la hacienda del narcotraficante.

Allí, antes de que pudiese tomar otros rumbos, aún pasarían muchas cosas: Sarah vio que los aviones caían. Vio morir a su propio jefe, el gran narcotraficante. Lo vio caer, como un pájaro negro de mal agüero, desde el cielo. No lo lloraría, pero le dolería.

También vio a Dios. O, al menos, sintió lo que ella llama un Dios Vivo.

Sarah y su Dios

Sarah vio a Dios.

Su marido, ese primero que procreó con ella dos hijos, era un tipo cruel.

‘’No decía ni gracias a Dios por la comida’’, es más, era capaz de botarla solo por rabia. Y ella, ella empezó a comportarse como él. Comenzó a ser cruel, desalmada, no le importaba la gente.

“Fue un golpe mortal lo que me hizo ver a Dios”, cuenta. Sarah es sincera, no trata de convencernos de nada. Solo le gusta contar historias.

Su marido era cruel y ella replicaba ese carácter. Imitaba el odio, la rabia, sostenía una guerra de gritos y discusiones. De esas que de encontrones acaban en golpes.

Aunque Sarah nos había dicho que ella nunca aguantó ni un puñete, al momento su historia cambia y, en realidad, su esposo fue más que violento.

Un día, el primero de sus hijos apareció con el cabello cimbado. Era cimbao de mano de persona, asegura Sarah. Varias cimbas desde la superficie misma del cuero cabelludo.

“Era por tanto pelear… el diablo estaba con nosotros”.

Eso le dijo a su esposo. Le pidió ya no discutir ni pelear. Pidió paz. Debió asustarla ver al pequeño con sus cabellitos trenzados como crines de caballo. Pero el esposo ignoró la advertencia y la correteó por la hacienda para golpearla.

Al escapar, ella se resbaló. ‘’Acá me maja’’, pensó, pero el tipo no le hizo nada. Solo la dejó botada. Quizás a manera de ejercer terror. Al otro día, el niño volvió a estar cimbado.

El diablo tiene unos dedos habilidosos. Peina al viento y a las desgracias.

Otra tarde, mientras Sarah cocinaba, llegaron un peón con su esposa. Una mujer que, según cuenta Sarah, nunca le ayudaba a cocinar y que siempre aparecía para comer. Sarah, al verlos, renegó y pensó en no invitarles nada. “Porque de estos su maña es llegar doce en punto. Y ni ayudan”, pensó Sarah.

Pero se arrepiente. Calla y se arrepiente. Sus pequeñas maldades las quiere transformar en lecciones para quienes la escuchamos. Sarah es noble.

“En esos momentos la maldad a uno le nace”, sigue contando. “Le crece como una fruta a un árbol”. Hace una pausa para repetir que se arrepiente, para dar una moraleja de servicio, para hacer énfasis en la bondad. Luego prosigue a explicar cómo esos pensamientos la condujeron hasta el Golpe Mortal.

Después de rabiar contra aquel peón y su esposa, Sarah dejó la olla hirviendo. Caminó hacia una tabla que ponían cerca de la entrada de la casa para que no entren víboras.

Era una casa de campo hecha de tablas. Algunas de ellas sueltas y temblorosas. El viento del sur las había llenado de polvo.

La olla hervía y, de pronto, una de aquellas tablas mal puestas cayó sobre su cabeza.

‘’Quedé bañadinga en sangre’’. La cabeza se le rompió y un líquido carmesí y viscoso empezó a chorrearle por todo el cuerpo.

La desesperación la dominó, la poseyó, comenzó a manipularla como a un títere. Sarah empezó a “corretear como loca”.

Corrió hasta la pista donde aterrizaban avionetas y giró en círculos, como un perrito que persigue su cola. Quizás peor, como una gallina antes de morir.

Empapada en sangre, con los ojos quebrados en lágrimas, con un shock nervioso dominándole el cuerpo, Sarah corría en círculos pensando en el fin. Mientras, su cabeza manaba el líquido rojo y caliente.

Tal vez, entremedio de la histeria, recordó los ojos grandes y redondos del jaguar. O a su padre ordeñando leche para hacer queso. O al más pequeño de sus hijos, cimbadingo. Quizás rememoró el puño de su esposo majándola. Tal vez el sabor quiabó del jochi pintao (Cuniculus paca).

En ese momento la calmaron.

Llamaron, a través de la radio, por una avioneta para llevarla al médico, pero ningún aviador se atrevía a pilotear. El mismo viento del sur que había llenado de polvo las tablas, ahora mismo sacudía cielos y nubes. Nadie podría volar en esas circunstancias.

La sangre seguía manando por la herida. Probaron ponerle Específico, un compuesto veterinario que también utilizaban como remedio para la mordedura de víboras. Pero no tuvo ningún efecto. Probaron con sal y tampoco.

Nada detenía a la sangre recorriendo el cuerpo de Sarah, nada detenía el camino hacia su muerte.

En su cama, esperando quién sabe qué, Sarah pensó en Dios. O lo vio. “Nos acordábamos de todo: de la avioneta, de todos los remedios caseros, pero nadie se acordó de Dios”, cuenta (lo escribo así, en mayúscula, porque el dios de Sarah se viste con mayúsculas).

Se arrodilló en la esquina de su cama, estiró sus brazos al cielo y levantó la cabeza, esperando que la alzaran como a un bebé.

Dijo: “me voy a morir, entonces perdón”.

Allí pidió por su vida. Y pidió perdón por aquellos que ella consideraba pecados. Que ella aún considera pecados. Brazos arriba. Cabeza erguida. Sarah observando más allá del techo, de las nubes y de los fantasmas.

Sarah miraba algo más allá.

Entonces reaccionó. ‘’Mis hijos. Por mis hijos dame vida por favor, quién va a ver por ellos’’. Le explicó al señor de arriba que, según parece, veía directamente. Le suplicó y así fue. Así lo cuenta. Así lo cree.

Entonces esos ojos —saltarines, bailadores, curiosos, siempre dispuestos a ver más allá— saltaron desde la muerte, desde el cielo, desde el regazo de dios (su Dios), y bajaron hasta la tierra, aterrizaron en su cuarto. Fugazmente, como un aerolito que se rompe en la tierra causando un cráter. Y esos dos meteoritos que son sus ojos divisaron un remedio: ampicilina.

Sarah vio la ampicilina.

Abrió sus ojos y vio una ampolla de ampicilina en la que nadie había reparado. Veloz la tomó y se la puso. La herida se cerró y la hemorragia se detuvo.

“Y no fue más, zás”, dice Sarah y mueve su cabeza, reafirmando la moraleja.

Ahí mismo se dio cuenta que debía dejar a su esposo. La crueldad y la maldad son contagiosas, dañinas. Ella lo sabe: es mujer de campo, de hierbas y frutales.

Al otro día, temprano, la avioneta llegó y la llevaron al médico. Él le curó la herida. Sarah estuvo cuatro meses recuperándose. Luego entró a la iglesia y lo demás.

Así vio a Dios.

Lo vio como al tigre, en medio del peligro. Sereno, armonioso en el conflicto, esperándola, ¿para devorarla?

Pero ella no les teme. Ni al tigre ni a Dios. Hizo las paces y el infierno no la asusta. No. No teme a ese Dios que duerme en una gruesa rama de un árbol mientras la observa. No. ¿Por qué temerle?

Sarah se ríe.

Nos mira.

Sarah dice que ella se identifica con un perico. Sarah le dice perico, como los cambas de antes, al oso perezoso.

—Soy así, tranquilita, mansa. No respondo palabra. El perico está ahí nomás, quietingo. Por eso soy yo. Anda despacito el perico. Aunque yo no, yo sí ando fuertecito.

Sonríe Sarah.

¡Compártelo!

Más sobre el premio

Glenda Yáñez, diseñadora de moda para cholas y dueña del local The Chola en la ciudad de La Paz.

Al margen de la moda

En los últimos años la imagen de la chola parece estar de moda. Locales, negocios, artistas y personas mediáticas adoptan su nombre, vestimenta y estética, lo que muchas veces es interpretado como un “acercamiento cultural”. Sin embargo, ¿esto significa que la brecha cultural, racial y de género, que históricamente divide a la sociedad boliviana, se ha reducido realmente?

Leer más >