En 1968 integrantes del Grupo Ukamau vivieron una experiencia que transformĂł su forma de relacionarse con el pueblo. Dejaron atrás el paternalismo, para fundar una nueva forma de entender el sĂ©ptimo arte, una «teorĂa y práctica de un cine junto al pueblo»
Grupo Ukamau
Será Ăştil referirse a una situaciĂłn vivida, a una anĂ©cdota significativa ocurrida en los inicios de la filmaciĂłn de Yawar Mallku (Sangre de Condor), que puede dar gráficamente una ilustraciĂłn de los conflictos que se plantearon al grupo en sus intentos de acercamiento a la mayorĂa campesina del paĂs. Conflictos que por su fuerza y evidencia influyeron notablemente en las ideas que tenĂamos sobre el paĂs, que hasta antes de los contactos vivos estuvieron muy alejadas de la verdad porque se proyectaban desde una Ăłptica obnubilada por esquemas e ideas aplicables a otras realidades pero que, para ser aplicadas a la comprensiĂłn de la realidad boliviana, no podĂan partir sino de la subestimaciĂłn de las estructuras culturales vivas existentes.
A fines de 1968, los integrantes del equipo de cineastas, que no pasaban de nueve personas, llegaron hasta la lejana y altĂsima Comunidad de Kaata, distante 400 km de La Paz, de los cuales 15 debĂan ser sorteados a pie, subiendo una montaña con precipicios de 500 a 700 metros de profundidad. Parte del equipo se transportĂł en mulas y el resto a lomo de hombre. La gente llegĂł hasta las vecindades de la antigua comunidad, sudorosa, ansiosa, con el corazĂłn golpeteando fuertemente el pecho. Los que llegaban por vez primera tuvieron este dĂa la primera evidencia de lo que seria el trabajo que obligĂł a hacer ese camino muchas veces, algunas en noches de lluvia con diez y doce grados bajo cero. Para los habitantes de Kaata, la llegada de los cineastas resultĂł incomprensible y los llenĂł de inquietud. ÂżQuiĂ©n era esa gente tan rara, esos extranjeros de aspecto tan estrafalario, con esas máquinas tan extrañas? ÂżQuiĂ©nes eran esos blancos que se decĂan bolivianos pero que ni siquiera sabĂan hablar quechua? ÂżQuiĂ©nes esas mujeres con gorros de piel y pantalones? Y esos “gringos” bolivianos, sonrientes y obsequiosos, que violaban la paz de aldea y la milenaria quietud de Kaata, sĂłlo encontraron la hospitalidad de Marcelino Yanahuaya, el jefe de la comunidad (a quien le faltaban tres dĂas para dejar el cargo). El resto de la gente, incluida la mujer de Marcelino, demostrĂł una actitud de reserva y desconfianza. Marcelino Yanahuaya, como habĂa prometido, brindĂł espacio y protecciĂłn en su casa a los desconcertados cineastas que pronto advirtieron la animadversiĂłn que parecĂan tener los habitantes de Kaata. Con Marcelino habĂa una relaciĂłn anterior, estuvo en La Paz, habĂa visto Ukamau y recibiĂł en otras tres oportunidades la visita del director del grupo, que le habĂa propuesto hacer una pelĂcula en su comunidad y que, inclusive, pensaba lograr su participaciĂłn como uno de los protagonistas.
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Siempre habĂa mostrado un gran interĂ©s con la idea de hacer una pelĂcula en Kaata y este interĂ©s en ningĂşn momento se veĂa decaĂdo, sĂłlo que daba la impresiĂłn de que no tenĂa poder sobre la Comunidad, pues se encogĂa de hombros cuando se le preguntaba el porquĂ© de la actitud de los demás. El problema era otro, como se verá más adelante.
El guion estaba completamente elaborado locaciones ya elegidas y solo faltaba seleccionar al resto de los actores del lugar para comenzar los trabajos. Estaba previsto comenzar al dĂa siguiente de la llegada. Esa noche se encendiĂł el motor de luz y su espantable bochinche quitĂł, con seguridad, el sueño a más de un comunero, pues retumbĂł y crujiĂł hasta las tres de la madrugada. A las cinco, los campesinos dejaban sus casas y escalaban la montaña para llegar a sus sementeras o a las zonas de pastoreo de su ganado auquĂ©nido que se encontraba por encima de los cuatro mil metros. Durante ese primer dĂa -previsto ya para filmaciĂłn- no se vieron sino algunas mujeres que huĂan a las preguntas y escondĂan los rostros cuando se intentaba fotografiarlas. El jefe de producciĂłn se desplazaba de una casa a otra desesperado, y aunque era el Ăşnico que dominaba el quechua, no obtenĂa una sola respuesta.
Durante la tarde del primer dĂa se habĂa preocupado de difundir la noticia de la filmaciĂłn de la pelĂcula invitando a los interesados en trabajar a que se apersonaran en el campamento. El salario ofrecido era diez veces superior al que habitualmente pagaban los intermediados explotadores de la zona. TambiĂ©n habĂa hecho conocer que traĂan medicinas, inyecciones y que se iba a curar gratuitamente a las personas enfermas. Perplejos ante la general apatĂa de los comuneros los cineastas se preguntaban a quĂ© se debĂa esa situaciĂłn, quĂ© pudo provocar esa conducta, ese desinterĂ©s tan marcado y despectivo. Marcelino no explicaba nada, guardaba silencio o sonreĂa enigmáticamente ante nuestras conjeturas.
La situaciĂłn se agravĂł al amanecer del otro dĂa: el intendente de Charazani -poblaciĂłn vecina a la comunidad de Kaata compuesta por intermediados, tinterillos que vivĂan de los juicios que ellos mismos provocaban entre los campesinos y exlatifundistas convertidos en propietarios de camiones o minas- vino para prevenir a los campesinos sobre la presencia del grupo de cineastas que para Ă©l eran peligrosos comunistas que llegaban para robar y asesinar. DebĂan los campesinos expulsar a esa gente y librarse del terrible mal que les amenazaba por su parte, el intendente prometĂa gestionar ante las autoridades el envĂo de agentes para cooperar en la expulsiĂłn. Todo esto ocurrĂa a las seis de la mañana, en una reuniĂłn previamente convocada y que se efectuaba mientras los cineastas abrĂan reciĂ©n los ojos a ese dĂa que iba a depararles tan ingratas sorpresas.
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A las siete de la mañana, la comunidad ya estaba alborotada. Marcelino discutĂa con un grupo de hombres y la apatĂa del comienzo se tornĂł en abierta hostilidad demostrada, en especial, por las mujeres en quienes habĂa prendido más fuertemente la intriga interesada del intendente, a quien, como al resto de los habitantes de Charazani, no hacia la menor gracia la presencia de los cineastas y menos los altos salarios que ofrecĂan. Ese dĂa naturalmente, tampoco se pudo trabajar. Por la noche se sintieron gritos amenazantes exigiendo el abandono del lugar y varias pedradas hicieron impacto en la puerta de la casa de Marcelino, acusado de haberse vendido a los comunistas.
El grupo comprendiĂł que no podrĂa trabajar de ninguna manera si la situaciĂłn seguĂa evolucionando en ese sentido, que se ponĂa en peligro el prestigio de Marcelino Yanahuaya frente a su propia gente y que se hacia obligatoria y prudente la salida del lugar. Por lo tanto se decidiĂł hacer un Ăşltimo esfuerzo por encontrar una soluciĂłn. Se analizaron todos los pasos dados desde los primeros contactos iniciados seis meses atrás por el director, para intentar descubrir las fallas que hubieran malogrado la relaciĂłn con la comunidad. En algĂşn momento de estas discusiones de autocrĂtica, alguien dijo, -como quien despide toda posibilidad de esclarecimiento nacional: “Esto no se ve ni en coca”, que es una manera muy boliviana de establecer una negaciĂłn, un abandono impotente frente a lo que parece imposible de saberse.
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La frase quedĂł en el aire y de pronto las miradas se cruzaron significativamente. Se hablĂł con Marcelino: “Creemos, le dijeron los cineastas, que seria bueno que consultáramos al Yatiri. (Clarividente y tambiĂ©n guĂa de las ceremonias.). “Estamos dispuestos a ofrecer un Jaiwaco (Ceremonia de ofrenda y vaticinios) y a que se vea en la coca la suerte del grupo”. Marcelino celebrĂł la decisiĂłn, le pareciĂł acertada, feliz idea. Estaban dispuestos a abandonar la comunidad si el Yatiri establecĂa, en la complicada ceremonia del Jaiwaco, que las intenciones no eran correctas ni estaban sanamente inspiradas.
En verdad se habĂa llegado a la conclusiĂłn de que era indispensable dar una muestra de humildad proporcional a la prepotencia, al desparpajo, al paternalismo con que el grupo habĂa actuado hasta el momento en un medio en el que el respeto por personas y tradiciones era fundamental. Por lo tanto se habĂa aceptado de esta manera la idea de perder, puesto que no se tenĂan otras posibilidades de ganar que no fueran las de aceptar las reglas de un juego extraño, pero profundamente inherente al mundo que se trataba de contactar.
En el fondo, lo que pasaba era que se habĂa juzgado a esa comunidad de hombres con los esquemas con que se juzgaban las relaciones de hombres y grupos dentro de la sociedad burguesa. Se habĂa pensado que movilizando a un hombre influyente y poderoso se podrĂa mover al resto de los hombres, a los que se juzgaba dependientes verticalmente del primero. No se comprendĂa, hasta ese momento, que los indios daban prioridad a los intereses de la colectividad sobre los intereses personales. No se comprendĂa que para ellos, como para sus antepasados, lo que no era bueno para todos no podĂa ser bueno para uno, y que, finalmente, como dice RenĂ© Zavaleta Mercado, los indios se piensan primero como colectividad y despuĂ©s como individuos.
Fue por esta misma razĂłn que la actitud del grupo, al someterse al veredicto de la ceremonia del Jaiwaco -que se desarrollada en presencia y bajo la vigilancia de todos los miembros de la comunidad de Kaata-, era la mejor manera de rendir no sĂłlo un desagravio a la comunidad sino de lograr la participaciĂłn colectiva de la misma en la decisiĂłn sobre el destino del trabajo que el grupo proponĂa realizar, y en la realizaciĂłn del mismo… si todo marchaba bien. Y en caso de que todo saliera mal y no quedara otro remedio que abandonar la zona, se habrĂa obtenido, al menos, un conocimiento que permitirĂa fallar menos en las relaciones y trabajar con otros grupos, sin necesidad de someterse al peligroso juego del azar. Esa noche, despuĂ©s de seis horas de tremenda tensiĂłn, durante las cuales no era posible dormir o distraerse, porque los ojos de los trescientos campesinos estaban fijos en todos y en cada uno de los integrantes del grupo, atentos a cualquier flaqueza, el Yatiri examinĂł las hojas de la coca y declarĂł enfáticamente que la presencia del grupo allĂ estaba inspirada por el bien y no por el mal. Nada pudieron contra ese veredicto ni las intrigas y amenazas del intendente, ni la ancestral desconfianza de los indios hacia blancos y mestizas.
El grupo fue aceptado y pronto sus integrantes sintieron que antiguas barreras de incomunicaciĂłn desaparecĂan en abrazos y manifestaciones de verdadera cordialidad. El campamento se llenĂł de voluntarios para el trabajo y tambiĂ©n de enfermos, niños terriblemente desnutridos, madres sin leche, jĂłvenes tuberculosos. AllĂ no habĂa asomado un mĂ©dico nunca. Tiempo despuĂ©s, cuando se discutĂa cĂłmo hacer un cine de movilizaciĂłn testimonial, vivo y verdadero, sin ficciones ni personajes mediadores, con el pueblo como protagonista, en actos de participaciĂłn creativa, para lograr obras que se proyecten del pueblo al pueblo, se pensĂł que allĂ, en ese momento, en esa oportunidad irrepetible, tendrá que haberse filmado, no la pelĂcula que se llevĂł en el guiĂłn sino la pelĂcula de esa experiencia, por su significaciĂłn y contenido. A la luz de ese tipo de experiencias el grupo llegĂł a cuestionar todo el cine que hacĂa y que planeaba hacer al descubrir en quĂ© manera ese cine estaba y está impregnado por las concepciones de la vida y de la realidad propias de la clase social de la que habĂa surgido; a comprender tambiĂ©n la distancia que habrĂa de recorrer el cine boliviano para llevar implĂcito el espĂritu cultural y la visiĂłn del mundo que posee su pueblo. A ese espĂritu anhela integrarse, despojándose de todo el oropel inĂştil, de toda la incongruencia de una cultura impuesta por la fuerza y que ha sido y es la negaciĂłn de la autĂ©ntica cultura y el vehĂculo de la deformaciĂłn del ser nacional.
Por eso es justo pensar que la consecución de un lenguaje nuevo, liberado y liberador, no puede nacer sino de la penetración, de la investigación y de la integración a la cultura popular que esta viva y es dinámica. Un proceso de movilización no existe ni se realiza sino en la práctica de la activación dinámica del pueblo. Con el cine debe ocurrir lo mismo. Si no ocurre es porque no hay reciprocidad, significa que hay oposición, es decir conflicto ideológico. Porque lo que el artista da al pueblo debe ser, nada menos, lo que el artista recibe del pueblo.