Discursivamente, el paceño es fiel al perfil que había presentado con Zona Sur. Aunque su último trabajo presenta muchas más posibilidades de lectura y goce, Valdivia, como director y guionista, sigue siendo muy pretencioso. Defecto que le juega en contra especialmente al momento de escribir.
@mijail_kbx
¿Cómo vemos el mundo? ¿Qué tan capaces somos de asumir la invalidez de nuestras certezas en el otro? ¿Es posible mirar desde el lado opuesto al nuestro? ¿Las distintas miradas sobre la concepción de la vida y sus formas resultan siempre antagónicas? Son preguntas que el cineasta boliviano Juan Carlos Valdivia se plantea en Ivy Maraey. Y lo hace sobre una especie de mandala visual y sonoro; incertidumbre y belleza.
Los elementos básicos de la creación se conjugan en planos que resultan imposibles de individualizar. El desierto, cual huella dactilar de un ser inmenso, inmensurable; códigos de algún escondido secreto. Un hombre pez, miles de burbujas multiplicándose afanosas. Voces, surcos en la piel, memoria, el iris humano, sus colores, sus misterios. Árboles, oscuridad, haces luminosos. Qué pequeña queda la pregunta del “¿quién soy?”. No somos más que un rastro. Habría que plantearse, más bien, “qué siento y cómo lo hago”. ¿Cómo me veo, escucho y vivo? ¿Cómo se ve el resto en mí? Quizá esos hayan sido puntos de partida para el realizador paceño. Esos son los primeros minutos de Yvy Maraey (Tierra sin mal).
Siendo concretos, el filme es una respuesta, una de las tantas, una de las necesarias, al viejo, pomposo y desaliñado conflicto de la identidad nacional. Aunque parte de tópicos desgastados en el tramo más tedioso y farseado del metraje, con los minutos se afianza un nuevo ser que termina constituyéndose en un corpus independiente, insolente y original.
Este “cuerpo” resulta ser una respuesta natural y urgente a los obsoletos y sobrevalorados postulados que han venido marcando el debate y las conciencias. Valdivia no propone un discursillo de integración, tolerancia o complementariedad. No hay condescendencias, la búsqueda de la identidad es una, la propia.
Curiosamente, el protagonista de esa travesía, el que quiere encontrarse, es el único personaje con licencia para ser indulgente consigo mismo. Cuestiona su vida, sus formas, su trabajo, su percepción del otro, fragmentos. Nunca llega a indagarse como sujeto. Juega a desestabilizar su mundo, pero nunca lo hace. Es una deuda del personaje, el cineasta Andrés Caballero, encarnado por el mismo director y su posible alter ego, aunque tal vez haya funciionado como catarsis, sublimación o redención para su creador. El arte es un simulacro de deidades.
Otro de los méritos es que se incomodan modelos que en nuestro país, irónicamente, parecen irrebatibles. Valdivia se ofrece como el jailón que remueve los cimientos de las estructuras sobre las que se han construido las ideas de identidad. Interpela los discursos que las han validado, en algunos casos con total arbitrariedad, ya sea desde la teoría social o política, la literatura o el cine. Andrés Caballero dice, en alguno de sus monólogos, que el indio lee los libros que el “blanco” ha escrito para poder reconocerse. Uno puede estar de acuerdo o no, pero alguien tuvo el valor de decirlo cuando era imprescindible. ¿Cuántas cosas faltan por desmitificar? ¿Cuántos tótems deben caer? ¿Hasta cuándo seguirán ruborizándonos nuestros nombres: clasemediero, indio, chola, k’ara?
Ese tejido de elucubraciones, interrogantes y algunas conjeturas se valida bajo una puesta en escena casi “performática”. El autor y dueño de la obra experimentándola desde dentro. Con artificios, claro, pero con una pesada carga vivencial, que trasciende la proyección. Que irrita, duele y conmueve por su “veracidad”. Un recurso tan útil en los reality shows, como en los happenings y performances de arte contemporáneo.
Discursivamente, el paceño es fiel al perfil que había presentado con Zona Sur. Aunque su último trabajo presente muchas más posibilidades de lectura y goce, Valdivia, como director y guionista, sigue siendo muy pretencioso. Defecto que le juega en contra especialmente al momento de escribir. Los parlamentos del personaje interpretado por él se tornan reiterativos y abrumadores. Ráfagas de reflexiones que en un instante alimentan al espectador y al siguiente lo confunden. Magma mental que más que responder a necesidades narrativas o estéticas, parece estar justificada por un capricho creativo. En términos crudos: una búsqueda innecesaria de protagonismo.
No obstante, la construcción cinematográfica de una voz ramificándose en otras tantas y volviendo a sí misma es irreprochable. Hay planos tan bien logrados, entre ellos especialmente algunas elipsis y otros planos secuencia, que condensan todo la magia que subyace al objeto del largometraje. Unos cuantos minutos, incluso segundos, son motivo suficiente y justificado para asistir a las salas y ser esquilmado por los multicines (N. del E. Este texto fue publicado tras el estreno de la cinta en 2013).
A muchos esta cinta les parecerá inexpugnable, uno de los mejores productos cinematográficos de los últimos 20 años. El nombre de Valdivia se inscribirá una vez más en la historia del cine boliviano. Imposible rebatirlo, innecesario. Pero, hay algo más. Algo que se esconde en los silencios, en las lenguas desconocidas, en los susurros musicales, en las imágenes vedadas. La tierra sin mal es la de las emociones y sensaciones, en ese orden. Es el territorio que se habita de adentro hacia fuera. Rotunda o parcialmente, bien o mal, dependiendo del observador, el paceño ha logrado acercarnos a esas inasibles geografías.
Una queja recurrente en la producción local es la precariedad técnica. En ese ámbito, esta entrega es absolutamente profesional. Por otro lado, debe agradecerse la revelación de uno de los mejores actores naturales vistos en la última década, Elio Ortiz. La musicalización (bajo la batuta de Cergio Prudencio) y la construcción sonora son exquisitas.
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Lo más loable podría ser la fotografía, a cargo del norteamericano Paul de Lumen, que también colaboró en Zona Sur, con una paleta rústica y luminosa contrastando con sombras y perfiles apenas marcados, el diseño de atmósferas casi oníricas, el preciosismo en paisajes y detalles. Pero, nada se conseguiría sin el impecable trabajo de montaje: coherente, eficaz y estéticamente invaluable. Es un trabajo que merece ser visto en pantalla grande.
Como apunte final, sin querer caer en el romanticismo folclórico, ni en la perorata hippie, es fascinante ver los secretos que esconde nuestro país. Más allá de ideologías, equipos de fútbol, banderas, nacionalidades y quién sabe cuántas mezquindades más, hay un espíritu que late bajo nuestros pies, que habla y sueña. Ojalá seamos capaces de oírlo alguna vez. Ojalá tampoco olvidemos a esos abuelos que evitaron el fin del mundo, como bien acaban por decir en Yvy Maraey. ¿Seremos capaces de ser esa memoria?