Recientemente los medios bolivianos le dieron gran cobertura al humorista Pablo Fernández, por defender el «honor» patrio en la televisión argentina. Nosotres no nos comemos esa y te mostramos el rostro misógino, racista y clasista del dizque cómico.
Dina Huallpa
Antes de que lluevan las amenazas y las piedras, es necesario hacer algunas precisiones. Primero, hay que aclarar que la inminente victoria de la ultraderecha en Brasil no tiene que ver con una transformación abrupta de su sociedad, un cambio radical orientado hacia el odio y la discriminación de todo tipo. Lo de los brasileños es el destape de una construcción social antiquísima, con una imborrable impronta colonial, afianzada gracias a una reproducción cultural continúa del peor racismo, clasismo, misoginia y homofobia.
¿Qué tiene que ver esto con el humor? Pues, este, cuando es políticamente incorrecto, confronta estas estructuras de segregación e injusticias, las critica, las interpela, las pone en duda. Sin embargo, cuando busca la carcajada fácil a través del ataque velado hacia la subalternidad, funciona como refuerzo y replicador de estos sistemas de dominación. Es en este punto en el que el «humorista» cruceño Pablo Fernández y Jair Bolsonaro tienen tanto en común. Y es que ambos payasos, cada cual a su modo, representan un peligro inminente para la construcción de una sociedad más justa y menos excluyente.
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Esta reproducción de valores culturales negativos es realizada efectivamente por referentes sociales y creadores de opinión pública que, para nuestro pesar, desde hace mucho están concentrados en sets televisivos y alfombras rojas. En este sentido, lo que Pablo Fernández haga, el tipo de humor que construye y ofrece al público, no es un show humorístico inocuo, sino que funciona como un aparato ideológico basado en la ridiculización sistemática de collas, mujeres, trabajadoras del hogar, obreros, comunidad trans, entre muchos otros personajes.
Fernández lanza su artillería reaccionaria y ultraconservadora desde una posición cómoda y casi invulnerable, la de hombre blanco, clase alta, heterosexual, con gran influencia mediática, bajo un rostro de inocencia y bonhomía. Entonces, hablamos de un peligroso ejercicio de poder, una manera disimulada, pero violenta y avallasadora, de imponer una manera de concebir la organización del mundo y sus jerarquías.
De haber nacido en Brasil, e incluso siendo boliviano, las probabilidades de que el también actor y presentador televisivo cruceño funcione como pivote de la campaña de Bolsonaro son altas. Solo cabe observar el rol que intenta ocupar en la campaña contra la repostulación de Evo Morales, no cuestionando la ilegalidad del artilugio masista, sino valiéndose de su repertorio más burdo de discriminación y banalidad para reforzar prejuicios y generar aplausos entre los suyos.
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No obstante, no sería justo echarle todo el muerto al pobrecito de Fernández. Porque, aunque sus formas sean más agresivas y retrógradas, incluso tal vez haya que reconocer esa «honestidad», él solo viene de una larga tradición de cómicos bolivianos que construyeron sus carreras y famas a partir de valores de exclusión y conservadurismo. David Santalla, Jenny Serrano, Guery Sandoval, Cacho Mendieta (recientemente acusado de pedofilia), son distintos rostros de una misma forma de reproducir lo peor de la bolivianidad: mirarnos como una burda caricatura por ser mujeres, maricas, indias, cholas y pobres.
Si no queremos más Bolsonaros, acabemos con «los mismos» comediantes de siempre.