¿Una virtualidad envenenada y contaminada está configurando nuestra cotidianidad post confinamiento? De alguna forma sí, pero también están los tejidos de solidaridad y esperanza que se trenzan desde abajo: un horizonte político de convivencia basado en el apoyo y el cuidado mutuo.
Valeria Canelas
Entre la bruma del principio de la pandemia -la experiencia del afuera súbitamente en suspenso- era difícil descifrar algunos lenguajes y algunas imágenes que iban surgiendo. De pronto, más que nunca, nuestra experiencia se encontraba mediada por las fotografías y los vídeos que nos decían que eso era el afuera: calles vacías, «desfiles» militares, mascarillas, ambulancias, ataúdes.
Y ahora, como si la bruma comenzara a disiparse, surgen monstruos. Militares ocupando parlamentos y ministerios, como si no les bastara el monopolio que han tenido este tiempo del espacio público.
Suspendida nuestra experiencia del afuera, a veces da la impresión que la virtualidad crispada ha reemplazado la convivencia, envenenándola irremediablemente con hashtags cuidadosamente pensados para que salgamos de todo esto convertidos en vectores de odio.
Da la impresión que la virtualidad envenenada es la que está configurando la convivencia que vendrá. Por supuesto, esto da mucho miedo.
En la distopía que nos ha tocado vivir, aparentemente las máquinas que acabarán con nosotros no se parecen a los robots que desde la ficción habíamos imaginado. En realidad, esas herramientas construidas mediante tecnología humana que parecen volcarse contra sus «creadores» son granjas de bots. Simulacros movilizados por algoritmos que condicionan nuestro ánimo e intentan trazar un mapa político enajenado por el desprecio.
Los replicantes son imágenes de stock que en ocasiones ni siquiera pertenecen a rostros reales. Retuiteantes de un lenguaje/consigna que prolifera en el espacio virtual y busca condicionar nuestros discursos.
No podemos terminar hablando el lenguaje/bulo del bot y, sin embargo, a veces resulta difícil no hacerlo mientras buscamos estrategias de respuesta, de defensa, de desmentido. La verdad y la mentira, al igual que las personas reales y los bots, a veces son indistinguibles en el universo Twitter. Y quizás contra eso simplemente no haya nada que hacer.
En ocasiones, es imposible distinguir un troll real -es decir, una persona encerrada en su casa supurando odio y frustración- de un bot almacenado en un servidor que se encuentra en Rusia, Bangladesh o Estados Unidos. Además, da la impresión que saberlo, tener conocimiento de ese aspecto perverso de las redes sociales, no nos protege contra la crispación -esta sí totalmente real- que esto genera.
Este escalofriante panorama virtual no es nuevo, pero habiendo quedado en suspenso el espacio público por la pandemia, da la impresión que la virtualidad envenenada es la que está configurando la convivencia que vendrá. Por supuesto, esto da mucho miedo.
Y, sin embargo, también -o quizás sobre todo- están las redes vecinales, que sin la grandilocuencia exaltada de quién se deja llevar por el odio, llevan trazando una verdadera cartografía de la solidaridad y los cuidados desde que comenzó el confinamiento. Y esto, que también es espacio público y también es calle, no hay hashtag que sea realmente capaz de contenerlo, porque la virtualidad se ve desbordada por los cuerpos atravesados por las durísimas consecuencias del confinamiento.
Y porque, de igual forma, los distintos mapas que hemos visto en las redes y que reflejan las iniciativas vecinales que han surgido en el mundo, emocionan por todo eso que los excede y que intuimos en ellos: miradas de agradecimiento, lágrimas de cansancio y de alegría, sonrisas que arrugan mascarillas, conversaciones y momentos de aprendizaje mientras se reparte comida o simplemente se comparten miedos y esperanzas entre vecinas.
Organizar la solidaridad y los cuidados requiere mucho más trabajo que pagar y programar jaurías de bots para que diseminen odio. Pero, sobre todo, tejer una red de solidaridad, en medio de un confinamiento traumático que empuja al aislamiento, al egoísmo y al miedo, implica construir un horizonte político de convivencia basado en el apoyo y el cuidado mutuo. Y a este desborde de la solidaridad no hay algoritmo que pueda condicionarlo, preverlo, dirigirlo.
Estos días, en los que asomarse a ese sucedáneo del espacio público que son las redes sociales produce mucho miedo, es importante encontrar imágenes y lenguajes que contengan la dignidad que los hashtags del odio pretenden ocultar.
Porque sí, como dice Zurita, «la vida es muy hermosa, incluso ahora».