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Nacimos libres y nos esclavizaron

Escrito porSara Molina Vargasy Rafaela Molina Vargas
02/03/2023
guardado en Mujeres y feminismos, Portada
Tiempo de lectura: 19 mins.
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Mujeres que viven bajo el sistema patriarcal. Imagen: Freepik

Mujeres que viven bajo el sistema patriarcal. Imagen: Freepik

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Esta crónica fue ganadora del segundo lugar de nuestro Primer Premio Nacional de Crónica Feminista (2019).

La autora describe como las mujeres viven el peso de las injusticias en su vida cotidiana. Hay algunas que además de llevar a cuestas el hecho de ser mujeres en un mundo de hombres cargan encima, en su piel, en sus cuerpos, cientos de años de colonialismo, racismo y marginación.


Esta crónica fue parte del libro La Bolivia, una antología de crónica feminista, que incluye los tres textos ganadores y siete menciones especiales del Primer Premio Nacional de Crónica Feminista que lanzamos en 2019. Si te gusta nuestro trabajo y deseas colaborar con la creación de más y nuevos proyectos periodísticos puedes dejarnos un aporte en el Chanchito Muy Waso.

“Escribe que nacimos libres y nos esclavizaron”, esas fueron las palabras de una esclava, una mujer negra en su lecho de muerte, a su hija, en una serie televisiva sobre la época de la independencia en Perú (serie El último bastión). Esa frase corta y sencilla se quedó grabada en mi memoria por todo lo que representa.

A partir de ella, quisiera escribir sobre tantas cosas importantes. Cosas de las que no se habla, sobre las que no se lee, pero que se viven. Para mi fortuna –o desventura, según se mire– no he vivido mucho de lo que ansío escribir.

Lo que he vivido y lo que puedo escribir viene desde la mirada de una mujer joven, mestiza, de clase media, en un país en desarrollo; un país de América Latina como otros, aún desgarrado por la colonización.

Lo que quiero contar son vivencias y hechos desde mi mirada. Y aunque lo hago sin pretensión de representar a nadie, me atrevo a asegurar que entre estas letras y recuerdos quizás más de una se sienta reflejada. Quiero contar experiencias sutiles, que con frecuencia pasan desapercibidas, pero que en realidad permiten configurar y reforzar un mundo en el que las mujeres aún no tenemos lugar.

Mi vida transcurrió tranquila en la ciudad de La Paz, con un papá y una mamá muy cariñosos y una hermana a la que adoro. A pesar de ello, no tardé en experimentar desde muy pequeña el peso del sistema patriarcal.

Cuando tenía tres o cuatro años, mi mamá me llevaba a esperar a mi hermana durante las clases de danza que pasaba en el colegio. La esperábamos en el patio. Yo siempre llevaba un tren de juguete, posiblemente mi juguete favorito de ese entonces. Una de esas tardes, jugaba animadamente y una señora conversaba con mi mamá. Luego de mirarme con insistencia, la señora preguntó: “¿Su hija solo juega con trenes? Pero es una niña, ¿no? No debería jugar con juguetes de niños”. La verdad no sé qué es lo que le respondió mi mamá, pero no la vi volver a conversar con esa mujer.

Sin embargo, me pregunto: ¿Y si esa señora hubiese sido mi mamá?

Seguro que no tendría el recuerdo de mi querido tren, quizás tampoco habría tenido un triciclo para transportarme alegremente por toda la casa. Definitivamente no habría podido ser parte de los campeonatos olímpicos de lucha libre sobre camas con mi hermana y menos descubrir la arquería y convertirla en una de mis actividades favoritas. Todas aquellas cosas que, con el tiempo, han establecido los lazos más fuertes entre muchas personas que aprecio o que incluso me han hecho lo que soy ahora, no habrían sucedido.

Toda mi ropa sería rosa, usaría solo vestiditos y no habría jugado con otra cosa que muñecas y quizás alguna cocinita, para simular cocinar “como buena mujercita”. Aunque hubiera tenido ganas de jugar fútbol, imaginar ser una reina guerrera o ganar una batalla campal con soldaditos, no lo habría podido hacer por ser “una señorita”.

Para ser honesta, gran parte de este recuerdo me lo contó mi mamá. A esa edad, yo no era consciente, en absoluto, de esa estructura armada hace siglos, que me juzgaba. Era feliz con mi tren de plástico, nada más. Esta clasificación y limitación de lo que no está bien para “una señorita”, pero que sí está bien para “un machito”, empieza en un momento como ese.

A medida que fui creciendo, empecé a sentir cada vez más la presión de mi entorno para ser una damita refinada, antes que una simple niña juguetona e incluso competitiva que solo se lanzaba a hacer travesuras.

Desde entonces, mis papás jugaron y juegan un rol importante. Él nunca deja de empujarme a tomar riesgos y ella solo se preocupa por mi bienestar.  Así que crecí fuerte, sin complejo de damisela en peligro y sintiéndome autosuficiente. Sin embargo, nunca dejé de notar y sentirme afectada por los detalles y acciones que nos siguen subordinando a un plano más ornamental o doméstico, ya sea en las reuniones familiares, en las discusiones y en el entorno en general.

¿Ejemplos fáciles? En las jugueterías los sectores se dividen –aunque no tengan letreros– en niñas, niños y bebés. ¿Cómo darse cuenta? Por un lado, los juguetes para niñas son rosados, fucsias o violetas: envoltura y todo. Y son cocinas, electrodomésticos, peluches, muñecas. Todo muy pinky.

En los últimos años he visto cierto progreso al ver en ese sector juguetes comúnmente categorizados “para hombrecitos”, como pistolas o ballestas (sí, también es discutible esto de las armas de juguete). Sin embargo, siguen siendo pistolas y ballestas rosas –con estrellas y flores– que dan risa. Esto de los juguetes da para más. ¿Por qué las muñecas son casi siempre altas, esbeltas, blancas? He leído sobre las Barbies con la apariencia de una mujer estadounidense promedio, pero aquí en este país del Tercer Mundo, no la he visto. ¿Asiáticas, morenas y negras? Sí las hay, pero como dice Lucía Mbomío en un vídeo de Buzzfeed LOLA, se las puede contar con los dedos, mientras se observan los escaparates de la tienda.

Con la emisión de algunas películas se han adherido un par o dos de muñecas de piel morena o negra, latinas o afroamericanas. Pero no es suficiente. Por otro lado, los juguetes para niños son azules, negros, verdes y grises. Autos, robots, armas, juguetes para armar, etc. Para bebés, la diferencia de juguetes suele ser menos notoria, aunque una no deja de notar los colores rosa y azul en los ajuares para “mujercita y varoncito” respectivamente. ¿Por qué encasillar así a las personas? ¿Y por qué desde tan corta edad? ¿Alguien me puede decir por qué?

Otro deleite es lo que ocurre en las cenas familiares. Mi hermana, muchas primas, amigas y yo estamos seguras de vivirlo. Desde que fuimos pequeñas hasta ahora. En los cumpleaños de mi abuelita, en las cenas de Navidad, las mujeres de la familia van de la cocina al comedor, de ahí a la sala y luego de vuelta a la cocina. Afanadas con todo: “invítale esto a tu papá”, “hay que decorar el plato así”, “pica más perejil”, “cuidado te quemes al sacar el queque del horno”, “pon las tazas en la mesa”, “faltan cuchillos, abuelita”, “hay regalos sin etiqueta”, “corta tú el panetón, yo lo arruiné el año pasado”, “ya le ofrecí aceitunas y no quiere”, “se acabaron los bocaditos, hay que aumentar más” y un largo etcétera.

¿Dónde están papás, tíos, primos? Pues en la sala, charlando, comentando sobre los proyectos nacionales, el último discurso del vicepresidente o las noticias de la mañana. Parece un escenario del siglo XX.

Debo admitir que algunas veces, cuando la fortuna nos sonríe un poquito, viene mi querido papá a preguntar si queremos ayuda. Imaginarán las cosas que nos dan ganas de responder. Usualmente solo reímos (total, ya está todo y aunque recién lo pregunte, es un avance que se le haya ocurrido colaborar) y le damos un par de tenedores para poner en la mesa.

Felizmente, a la hora de sentarnos a la mesa a compartir, todos conversamos de los temas que platicaban los varones en la sala. Por otro lado, y para ser justas, mi papá siempre se encarga del desayuno en casa y no tiene problemas en ir de compras o preparar lo que sabe.

Pasemos de algo transversal a algo más temporal, pero que abarcó gran parte de mi vida. Estudié en un colegio católico, en el que comencé a comprender la manera en que la religión percibe y conceptualiza a la mujer. Entendí la importancia de la educación, que debería ser laica, en nuestra forma de ver el mundo y a nosotras mismas. También aprendí de sororidad y cuán necesario se hace sostenernos entre nosotras. Sin embargo, ciertos recuerdos no tan gratos se mantienen vivos en mi memoria.

Uno de ellos no requiere de muchas palabras. Durante un viaje a Tarija, las chicas de la promoción, nos contaron a las de prepromoción que a duras penas habían conseguido tener equipo de fútbol.

Una chica dijo que la directora (que era monja) sostenía que el fútbol quitaba a las mujeres su “feminidad” y que había hecho una excepción a regañadientes con ellas. En ese momento, mis compañeras de curso y yo hallamos la explicación de por qué nunca entrenábamos ese deporte en la materia de Educación Física. La profesora nunca nos concedía ese deseo, pese a que casi todo mi curso le pedía que nos enseñase a jugar fútbol en vez de voleibol o básquetbol, que practicábamos todos los años. En cambio, los niños sí tenían sus equipos bien formados y en realidad tenían la posibilidad de elegir qué entrenar.

También, varias clases de Biología terminaron siendo espacios para validar prejuicios. En una de las ocasiones, cuando avanzábamos un tema acerca de trastornos mentales, una de las estudiantes que exponía dio la definición, entonces el profesor puntualizó que la homosexualidad encajaba en la misma. Varias manos se alzaron para refutar su afirmación, pero él dijo no querer generar polémica, solo que lo “pensemos”.

Una siguiente vez discutimos temas éticos y, claro, surgió el tema del aborto. La aproximación más profunda que hicimos sobre este tema estuvo relacionada con un feto de un par de semanas hablando con una voz lastimera y chillona que, cual santo mártir, perdonaba a su “madre” por abortarlo. No hubo espacio para la ciencia, ya que un “feto” con ese tiempo de desarrollo es en realidad un conjunto de células y que, incluso a las seis semanas, tiene el sistema nervioso de un camarón. Pero a la Biología que se lleva en colegios católicos, en realidad, le es más importante enseñar a juzgar a las mujeres.

La primera vez que escuché sobre una experiencia de aborto, real y cercana, estaba en el último año de secundaria. Estaba sentada un poco al fondo en el aula y me puse a conversar con mi compañera de al lado.

La veía un poco cabizbaja y le pregunté qué le pasaba. Me comenzó a contar, avergonzada, que hacía como un mes había abortado. Había tomado la decisión con su pareja. Ella todavía pensaba que era lo único que pudo hacer. Pero, aun así, tenía remordimientos, soñaba con frecuencia con bebés que lloraban al verla y se sentía culpable. Me di cuenta de cuánto sufría. Empecé a recordar las clases que nos daban sobre el tema y cómo, cuando surgían las mismas discusiones, la conclusión era tachar a las mujeres que abortaban de asesinas.

La vi salir de clases con lágrimas en los ojos varias veces. Nunca supe muy bien cómo apoyarla y no dejo de sentirme mal por ello. ¿De verdad una chica de 17 años merecía sentirse rechazada y considerarse a sí misma asesina? Escuchar su experiencia me hizo reflexionar sobre qué habría hecho yo en su lugar y qué era lo “correcto”.

También habría abortado, estaba segura de eso. La sola idea de pensar en tener un hije a esa edad, sin terminar ni la secundaria, con mil y un planes y sueños por delante se me hacía impensable. Entonces me surgía la duda, ¿estaba eso bien? ¿Era lo correcto? Ya no estaba tan segura.

¿Dependía la respuesta de si usó preservativo? Lo escuchaba con frecuencia: “Si fue tan irresponsable de tener sexo sin cuidarse, que se las arregle”. Pero, ¿tener un hije debería ser un castigo por una irresponsabilidad? ¿Una chica de 17 años o menos merece ver su vida hacerse añicos por que fue “irresponsable”? ¿Un niño o niña merece nacer obligadamente para que una mujer sea castigada por sus actos? Las respuestas lógicas a esas  preguntas eran rotundos “no”, pero también sabía lo fácil que era cargar el prejuicio, rechazo y culpa sobre la mujer o niña que tomaba esa decisión.

Años después, cuando estaba convencida y defendía fervientemente el aborto legal y gratuito como un derecho para la mujer, comprendí que había muchas más dimensiones que el remordimiento condicionado para una mujer que podía acceder al aborto.

Esa vez fue una amiga más cercana que me quedaba de la infancia. Recuerdo que estábamos sentadas en el banco de madera de una plaza en La Paz. Era un día soleado y muchas personas salían a disfrutar del calor. Nosotras estábamos justo frente a un carrusel y un par de juegos para niños. A esa distancia podíamos escuchar sus voces y sus estridentes risas. Conversábamos de nuestras vidas cuando, de pronto, mirando a un par de niños que se columpiaban ruidosamente, me dijo que tenía que contarme algo.

La miré con detenimiento y vi una expresión preocupada. Su menstruación se había retrasado, pensaba que podía estar embarazada e iría a hacerse la prueba esa tarde. No, no necesitaba que la acompañara, iría con el chico con el que salía. Le pregunté, esperando una respuesta inmediata y rotunda, qué pensaba hacer si resultaba que sí estaba embarazada. Para mi preocupación, ella dudó. Al parecer habían discutido del tema con su pareja, ella le había dicho que podría abortar y él, que era muy religioso, pensaba que deberían tener el hije. Le pregunté a mi amiga si se daba cuenta de lo que significaba hacerlo: dejar su carrera universitaria en “pausa”, gestar por nueve largos meses y ser responsable de un nuevo ser, empezar a trabajar para mantenerlo y básicamente renunciar a la mayoría de sus metas para dedicarse a ser madre y lograr sobrevivir con eso.

Me dijo que era consciente, pero seguía dubitativa.

Al día siguiente, cuando la llamé, supe que no estaba embarazada y que no había razón para preocuparse, pero sonaba triste. Había discutido con su pareja, él le dijo estar muy decepcionado porque ella hubiera considerado abortar. Desde entonces comenzaron los problemas entre ellos. ¿Debía sentirse mal por algo que quiso hacer? Nuestra sociedad nos lleva a eso; si no es nuestra familia, son nuestras propias parejas, incluso cuando somos nosotras quienes cargamos con la mayor parte de la responsabilidad y el costo. No es justo.

Justicia. Habría que hablar más sobre ese término.

Estas historias de mujeres jóvenes y su acercamiento al aborto, son de mujeres jóvenes de clase media, con recursos económico que les hubieran permitido pagarse un aborto y salir vivas para contarlo y enfrentarse al estigma. Pero es necesario recordar que la mayoría de las mujeres que abortan clandestinamente y mueren por hacerlo, en Bolivia, son pobres.

Cada día, dos niñas, adolescentes o mujeres adultas mueren a causa de un aborto clandestino o sus complicaciones. Mueren con el útero perforado al intentar abortar, desangrándose en un cuarto sucio e improvisado o por una infección generalizada sin ser atendidas.

Son como 650 mujeres muertas al año (Campohermoso & Solíz Solíz, 2017), el 13 % de las muertes maternas en el país, según un reporte del Ministerio de Salud de 2017. Tanto dolor podría evitarse si el aborto fuera legal y gratuito. Dos mujeres más acaban de morir hoy, mientras escribo esto, pero esta realidad sigue sin ser suficiente para cambiar las leyes.

Es interesante evidenciar cómo, a medida que una crece y aprende, se hace más observadora, más curiosa y así conoce más aún. En muchas ocasiones, es sorprendente cuando a cierta edad percibes claramente algo que siempre había estado ahí. Si mencionara todas aquellas cosas, presentes durante mucho tiempo, que percibí tardíamente, creo que me tomaría demasiado. Describiré una: la mujer y la ciencia.

A pesar de la deficiente formación que tuve en biología en mi colegio, decidí estudiarla como carrera universitaria. Es decir, elegí una carrera científica. Tiempo después de comenzar, empecé a notar que la ciencia es otro de esos campos en los que hay pocas mujeres.

Hay muchos artículos que inician con “cuando nos mencionan la palabra ciencia, la mayoría de nosotros imagina a un hombre con bata y gafas de protección, sosteniendo un tubo de ensayo o mezclando sustancias de vivos colores…” Quisiera comenzar diciendo algo diferente.

Las mujeres, así como en la mente colectiva, siguen siendo invisibilizadas en el campo científico de la mayoría de los países. Aún recuerdo cuando hacía fila para entrar a rendir el examen de dispensación para la universidad.

Ese día era la prueba para toda la Facultad de Ciencias Puras y Naturales. Llegó hasta mí, parte de una conversación. Una voz de chico comentó en tono de sorpresa: “Hay varias chicas, ¿no? ¿Para qué carrera serán?”. Su compañero respondió: “Sí, hay hartas. Deben de ser de Biología”.

En ese instante solo pensé que era una pena que la gran cantidad de chicas fuera novedad. Más tarde, pensé que ese pedazo de charla había sido bastante informativo. Aparentemente, no era la primera vez que los muchachos se postulaban y parecía que había más mujeres interesadas en entrar a una carrera científica que la vez anterior en la que estaban ellos. Eso me pareció buenísimo. En segundo lugar, la pregunta de a qué carrera querían entrar también indica que aún dentro de la ciencia, se espera mayor o menor presencia de mujeres en determinadas ramas científicas, respecto de otras. Eso sigue siendo una pena.

Otro aspecto interesante está en algo que me contó mi papá, que es ingeniero e imparte una materia en la universidad. Recuerdo que afirmó que cada vez hay más mujeres, aunque aún son minoría. Además, aseguró que ellas son en general mejores estudiantes, se esfuerzan más y son más responsables. Mi hermana manifestó que lo mismo aseveraba un docente suyo y sugirió que justamente porque se  limita más a las mujeres y se espera poco de ellas, es que nos tenemos que esforzar más para lograr el mismo respeto y reconocimiento que se les confiere casi automáticamente a los hombres.

En otras carreras, el machismo es más fuerte. Una amiga de Ciencias Políticas se quejó de que los chicos de su carrera decían “¿qué hacen mujeres aquí? ¡Váyanse! ¡Su lugar es la cocina! ¡No sirven para esto!” y cosas similares.

Otra vez pregunto: ¿parecen agresiones del siglo pasado? Sí, parecen del siglo pasado. ¿Ocurren en la actualidad? Ocurren en la actualidad y con más frecuencia de la que imaginamos.

Y es que la política es otro de los ámbitos que todavía está “reservado” a los hombres. Ellos siguen siendo los más capaces y formados para discutir estos temas, para comentar con perspicacia la coyuntura socioeconómica y para analizar las opciones y las posibilidades del país. Sentí esta sutil normalización en algunas reuniones familiares.

Nunca se nos impidió hablar, pero sí existía un tácito convencimiento de que eran los hombres quienes mejor sabían o discutían del tema. Incluso mi primo, con el que casi no tengo diferencia de edad. Sin embargo, no se esperaba que una contradicción o un análisis más acertado surgiera de las mujeres, en especial de las jóvenes de la familia, de las nietas. De todas formas, siempre valoré que mis opiniones se tomaran en cuenta, aunque con algo de asombro, también con complacencia y alegría de parte de mi abuelita y mis papás.

No obstante, esa sensación de que una está entrando en “territorio ajeno” no la sentí solo entre personas mayores. La percibí también con compañeros de mi edad. En una de esas ocasiones recuerdo que estaba sentada en un banco del bonito jardín del campus de la universidad donde estudié. Comía un chocolate mientras disfrutaba la calma del paisaje. Entonces un compañero mío entró al jardín, me vio y comenzó a acercarse. Nos saludamos y se sentó a mi lado.

Comenzamos a conversar y a comentar la coyuntura nacional. Fácilmente llegamos a hablar de la realidad latinoamericana y de las perspectivas que existen para construir un mejor país y continente, desde puntos de vista ideológicos. Cuando la conversación viró hacia esos temas noté un ligero cambio en su actitud. Ante ciertas afirmaciones mías, una sonrisa entre burlona y aprobadora se le dibujaba en el rostro, luego venía una reformulación de la idea que acababa de plantear.

Entonces empezó a citar escritores que había leído y que me recomendaba. Intentaba explicarme todo como haciendo un esfuerzo para que lo entendiera. Parecía querer impresionarme o mostrar que sabía mucho más que yo. No notaba que yo también había leído algunos autores de los que mencionaba. Respondí a algunas de sus ideas indicando otro par de autores de enfoque algo diferente y pareció sorprendido, sonrió y seguimos la discusión.

Mientras tanto, comencé a analizar qué fue lo que desencadenó ese comportamiento. ¿Una mujer hablando de política? ¿Una mujer que lo contradice y parece haber leído tantos libros como él? ¿Una mujer con una posición ideológica formada? ¿Una mujer entrando en un área que consciente o inconscientemente piensa que no le corresponde? Creo que de todo un poco.

***

Conservo las fotografías y recuerdos de los viajes de vacaciones que hice con mi familia.  Una de ellas en particular.

Imaginen a una familia paseando por las calles de Cartagena. Turistas, a juzgar por cómo escudriñan con emoción cada piedra de cada edificio, por cómo observan todo a su alrededor. Van camino a la Plaza del Reloj, y pasan por un callejón iluminado y transitado con regularidad.

Yo soy parte de esa familia. Camino al lado de mis papás y mi hermana, observando las fachadas de las casas que expresan años de historia, trabajo y arte. Estoy tan impresionada con toda aquella sublime creación humana que casi ignoro la colonización y lucha que también reflejan. Tan absorta voy, que casi no veo a una señora, sentada en el suelo, pidiendo limosna. Bajo los ojos avergonzada al pensar que estoy disfrutando unas maravillosas vacaciones cuando hay personas que solo quieren disfrutar un maravilloso pan. Y escuché decir a la señora: “Niña, por favor. Niña blanca”.

La verdad es que me quedé fría, aunque me seguí moviendo. Había algo pesado y sucio que se había implantado dentro mío. O más bien, algo que había estado ahí siempre, pero nunca lo había notado. Jamás antes me había sentido así. Jamás me había sentido parte del grupo opresor.

Frente a eso, todas las tristezas que yo había vivido, todas las dificultades que había experimentado en mi vida, no eran nada. Antes de escuchar esas palabras, era consciente de eso, en parte. Pero luego de ellas, lo era mucho más: era una niña feliz, de una familia sin carencias económicas, sin verdaderas preocupaciones y, además, “blanca”.

Por supuesto, no es realmente así, tan perfecto. Pero, para una mujer que quizás solo ha conocido la pobreza, el hambre, el abuso, el machismo crudo y el racismo más puro, pues lo que yo era y tenía… es lo mejor.

***

En un mundo de desigualdades crudas y desgarradoras, las mujeres somos quienes más soportamos el peso de las injusticias de esta sociedad. Pero incluso entre las mujeres, en especial en América Latina, hay algunas que además de llevar a cuestas el hecho de ser mujeres en un mundo de hombres cargan encima, en su piel, en sus cuerpos, cientos de años de colonialismo, racismo y marginación.

Son esas mujeres las que siguen luchando por un espacio, una voz y el mismo reconocimiento en esta sociedad. Aunque todas tengamos sangre indígena o negra, sangre quechua y aymara en mi caso, no todas sufrimos estas injusticias con la misma intensidad. Por eso, además de luchar vehementemente contra la violencia y opresión histórica y sistemática hacia las mujeres, debemos también reconocer el lugar desde donde hablamos y el grado de privilegio que tenemos. La lucha por una sociedad más justa y equitativa no es solo una y se construye desde diferentes contextos, desde diferentes miradas, desde diferentes colores de piel y desde diferentes cuerpos.

Etiquetas: FeminismoPatriarcadoPrimer Concurso Nacional de Crónica FeministaViolencia patriarcal y machista
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