Seguimos compartiendo materiales de la cobertura colaborativa al 8M. Esta vez les dejamos una experiencia vivida y escrita desde Oruro. ¡Bolivia es feminista!
Conny Alegría Huanca Gutiérrez
Ahora que escribo contándoles esto, deben saber que toda la familia está indignada con mi madre por no «formarnos» bien. Porque la familia es «sagrada» y porque el nombre de los golpeadores, mucho menos si llevan nuestro apellido, no se deben manchar.
Lo primero que pongo es un guardapolvo blanco de escuela. Es blanco pero está manchado, contaminado, ensuciado por la violencia machista. Es como el de Jhoselin Calani, que murió después de haber sido violada por una manada patriarcal.
Nunca antes había participado de una movilización por el 8M. Tampoco puedo asistir a los pocos encuentros o reuniones que hay en Oruro, porque no tengo tiempo: mi jornada laboral excede las ocho horas. Pero eso no me impide leer algunos libros, compartir criterios por WhatsApp con alguna amiga o poner ideas en debate con mi hermana.
Así me decidí a hacer una intervención de protesta el lunes 8 de marzo, en respuesta a la inacción de las autoridades frente a las agendas feministas. Ellos, desde el poder, tenían planeada, hipócritamente, una «marcha con banda», de seguro encabezada con gente que trabaja en el aparato estatal.
Saco un largo vestido naranja y unas trenzas cortadas, como las de aquella mujer a la que le raparon la cabeza como castigo por desobecer a su iglesia y su esposo. Extiendo los cabellos entrelazados a lo largo de las gradas del quiosco central de la plaza 10 de febrero.
Este lunes comenzó temprano. Dejé mi almuerzo listo, así como mis demás responsabilidades. Salí cargando una mochila grande, en complicidad con mi hermana, sin explicarle mucho a mi mamá. No siempre me apoya, pero, aún así, no cuestiona mis decisiones.
Fuimos en dirección a la plaza principal, pero, al parecer, todos tenían algo por qué protestar ese día: las calles estaban llenas gente. Sin importar nada me instalo y comienzo a intervenir el espacio público. Parecía un puesto de venta, con las cosas repartidas alrededor del piso, pero era un punto de protesta.
Jalo una pollera ensangrentada. Es de mi madre, de aquel día en el que su hermano, mi tío, la golpeó hasta abrirle una herida en la ceja. También nos golpeó, a mi hermana y a mí, por intentar defenderla. La saqué de casa a escondidas, a mi madre no le gusta hablar de esto.
Las marchas no tardaron en llegar. Con banda y globos lilas las instituciones entraron todas rimbonbantes. Al final de la marcha había un grupo de chicas autoconvocadas. Entraron gritando con mucha fuerza y se acomodaron a nuestro lado, gritando consignas y estribillos feministas.
Las personas que pasaban por nuestra intervención se quedaban leyendo los carteles, viendo la ropa, algunos se iban tristes, algunos nos preguntaban quiénes éramos, otros, entre hombres y mujeres, nos preguntaban qué podían hacer si habían sufrido algún tipo de agresión. Nosotras no sabíamos qué decirles, porque eso mismo es lo que nosotras buscábamos, respuestas de las autoridades, de alguien.
Robé un buso de lana rojo de mi hermano menor. Lo acomodo en nuestra intervención por todos esos niños y niñas que fueron vejados y abusados por personas en las que confiaban.
De a poco, los medios comenzaron a aglomerarse cerca nuestro y las chicas que encabezaban la marcha compartían sus opinione. Mi hermana y yo nos apartamos, porque ser figura siempre es lo de menos.
No faltó el policía de un rango alto que trató de convencerlas de que en la Policía no tienen la culpa de nada y que se necesita más dinero, según ellos, para plataformas de psicólogos y trabajadores sociales, para una institución establecida y formada en la violencia.
El grupo de chicas creo que era un grupo de amigas por lo que nos mantuvieron un tanto al margen. No sé si esta división sea buena para poder tejer una red de ideas para construir, no pudimos intercambiar más que un sentido de denuncia hacia las autoridades. Me quedé con ansias de más, de más predisposición a unirnos, de más análisis.
Finalmente, acomodo un vestido rojo, de gala, como los que usan en los concursos de belleza. Lleva cruzada una banda que dice: «Miss cosificacion». Va por todas esas mujeres jóvenes a las se violenta con estereotipos.
Es un buen comienzo para un movimiento que estuvo dormido e invisibilizado por mucho tiempo en Oruro.
Nos quedamos todo el día, aunque ese no fue el plan inicial. Llamé a mis amigas, que se unieron con papitas y snacks para compartir. Ahí, entre todas, siempre junto a mi hermana, tomamos valor para denunciar al tío golpeador y publicamos fotos de su nombre con el subtítulo de AGRESOR. No importó que ahí no hubiese ningún juez ni un fiscal, el hecho era sacar esa vergüenza de víctima y transformarlo en valor, en sed de lucha.
Una biblia, un cuchillo, un palo y una pistola de juguete, herramientas de disciplinamiento y silenciamiento violentos, acompañan nuestra intervención de denuncia y protesta. Ya no nos callarán.
Me vino a la cabeza una frase de María Galindo, cuando la censuraron en Página Siete:
«Me cortaron la lengua tantas veces y tantas veces me vuelve a crecer y me seguirá volviendo a crecer», me dije a mí misma
¡No me callará nadie, nunca más!