Tenemos la fortuna de poder leer, publicar y compartir un texto del reciente ganador del Premio Nacional de Novela sobre la criminalización de las clases populares y la protesta. Una preocupación que compartimos y un reclamo al que nos plegamos completamente.
Gabriel Mamani Magne
Mientras la crisis mundial producida por la pandemia exige un mayor grado de humanidad y sensibilidad, en Bolivia nos hemos enfrascado en un proceso de deshumanización del otro. Donde debiera haber solidaridad y empatía hoy abundan adjetivos que a estas alturas, para muchos, ya son sinónimos casi exactos.
“Salvajes”, “ignorantes”, “irresponsables”, “alteños”, “terroristas”, “masistas”, “hordas” son palabras usadas sin distinción y siempre en la misma dirección. Es decir, en contra de aquellas personas, en especial aymaras, que lanzan críticas al régimen actual. Todos están en la misma bola. Así pudo verse en las opiniones que surgieron luego del cacerolazo de la semana pasada.
En el ojo “demócrata”, los que protestaron eran “pobres masistas que tenían para petardos y no para comprarse un maple de huevos”. Caramba. Como si protestar fuera sinónimo de ser masista, como si estar en contra de Áñez te convirtiese automáticamente en pobre.
Toda crisis política, a su término, produce relatos. Luego de octubre de 2003, venció la narrativa que decía que el neoliberalismo había sido lo peor que le podía haber pasado a este país y que la democracia partidaria no servía. A su vez, al caer Evo, se empezó a diseminar un discurso –nada novedoso, por cierto– que animalizaba a los alteños y por extensión a todo lo que fuera tocado por lo aymara. Se trata de una narrativa todavía en pugna con otras, pero que va ganando cuerpo a medida que las crisis política y sanitaria avanzan en Bolivia.
Una muestra del potencial de este relato, que produce imaginarios fuertes, es esa idea de que los fallecidos en Senkata merecían la tumba “porque querían hacer explotar la planta de gas”. La animalización aquí opera con base en dos explicaciones: primero, a que “se supone que los alteños son tan ignorantes” que querían hacerse explotar a sí mismos; y, segundo, a que “su estupidez” los habría hecho merecedores de la muerte, por lo que no se debería derramar una lágrima por ellos.
Al igual que en noviembre de 2019, son tiempos en los que muchos buscan culpables. Se cimienta un relato en el que el único responsable de la propagación del virus es “la gente”. Lo interesante es que “esa gente” jamás incluye a uno mismo. Nos encaminamos a los tres mil infectados porque la gente no es responsable, porque la gente tiene malos hábitos, porque la gente no es higiénica, porque la gente no valora su vida. Ojo que cuando se habla de “la gente” solo se incluye a las personas provenientes de estratos populares, a quienes, por cierto, se les atribuye automáticamente una afinidad al MAS.
Es así que, al empezar la cuarentena, mientras en barrios de clase media como Miraflores la gente salía a la calle con bicicletas y monopatines cual día del peatón, la rabia del internauta se concentraba solo en las personas de barrios de El Alto o de laderas de La Paz.
La animalización no toca al mundo que empieza después de la Plaza del Estudiante, de la misma forma que la culpabilidad por el virus jamás recaerá en Europa: la mirada acusatoria y prejuiciosa –trumpista en otras palabras– se direcciona en culpar y estigmatizar a los chinos, pero jamás a los italianos o españoles, cuyas naciones, no está demás decirlo, fueron el punto de partida del contagio de muchos países latinoamericanos.
Así, el péndulo de la culpa se mueve entre el asiático que está al otro lado del mundo o los aymaras que salen a vender para poder sobrevivir. ¿La zona sur paceña? ¿Europa? Bien gracias. La salvajada irresponsable solo puede tener piel «amarilla» o cobriza.
El relato de Áñez
El Gobierno transitorio ayuda –en muchos casos de modo frontal, como en los famosos tuits de la Presidenta en los que habla de “hordas” y “salvajes”– a la estigmatización de los pobladores de ciertas zonas. El relato gubernamental del virus (y de casi cualquier problema que atraviesa el país) se apoya en la convicción –tan inamovible como el fanatismo religioso de la Mandataria– de que los responsables de la propagación del virus son o bien masistas o bien personas irresponsables alentadas por el MAS.
Sustentan su prejuicio a través de publicaciones desafortunadas en redes sociales (como la de ese pobre diablo que pidió que le inyectaran COVID-19) y al pétreo prejuicio que predomina las opiniones de aquellos internautas que se jactan de haber luchado en noviembre: que toda persona que tiene afinidad el Gobierno anterior es ignorante.
De ese modo, los 700 bolivianos varados en el municipio chileno de Colchane fueron acusados de ser masistas, cuyo «objetivo» era desestabilizar al Gobierno de Áñez (de hecho, el prejuicio gubernamental era tan grande que un ministro acusó de ser masista al alcalde de esa población).
Según esa narrativa, cualquier inconformidad con el actual Gobierno solo puede producirse por gente afín a Evo que atiza a las masas poco preparadas. ¿En verdad piensan que la gente que viola la cuarentena lo hace por influencia de un youtuber imbécil y no por necesidad? Dentro del actual Ejecutivo, encabezado por un séquito de ministros dedicados a amenazar más que a buscar paz en medio de tanta polarización, no existe la chance de que surja inconformidad a partir del criterio propio de la gente. El pueblo, según ellos, no tiene el suficiente raciocinio para efectuar sus propias protestas.
Áñez y los suyos apelan al miedo. Más que una búsqueda de consenso y concienciación, se apoyan en el miedo y en una actitud policial para la que todo el mundo es visto como enfermo: vigilar y castigar.
Somos tratados como infectados si violamos la cuarentena (se nos acusa de atentar contra la salud pública), pero no somos vistos como infectados si queremos hacernos una prueba al instante. Según el relato oficial, el descontrol del virus en Bolivia se debe solo o a la indisciplina de “la gente” o a las malas políticas de salud de sus predecesores. Nunca a la ineficacia de la gestión de los gobernantes actuales. Los culpables siempre son los otros. Basta oír las declaraciones del ministro Murillo para entender por dónde se decanta la narrativa del poder sobre la pandemia. Su tufo amenazante y su vocación disciplinadora asustan tanto como la pasividad con la que la ciudadanía acepta las amenazas y calla ante los arrestos apresurados. Ni siquiera en los casos de feminicidio hay tanta celeridad como para quienes violan la cuarentena.
La ecuación
Las redes sociales son la pantalla perfecta para diseminar la estigmatización y cimentar un discurso de odio que, si bien se arrastra desde hace al menos dos siglos, hoy por hoy, debido al avance tecnológico y la llegada al poder de grupos conservadores que legitiman el racismo y la xenofobia, se expande con celeridad y genera imaginarios fijos que son tomados por verdades. El virus limita el mundo a lo que vemos en una pantalla plana.
Martín Caparrós ya lo escribió en un artículo: el mundo de hoy es plano. Nuestra concepción y nuestra principal fuente de aprendizaje, incluso antes de la pandemia, se rige por lo que los algoritmos de la pantalla full hd y touch de nuestro teléfono nos ponen frente a los ojos. Esta suerte de terraplanismo involuntario reduce nuestra apertura a lo que Facebook quiere que veamos y a las opiniones de gente que piensa como nosotros.
Una foto de comerciantes vendiendo en El Alto basta para que la masa virtual estigmatice a a sus habitantes, obviando el hecho de que muchas juntas vecinales se han organizado para coordinar acciones y controlar el comercio y que dicha ciudad, así como cualquier otro municipio, es mucho más grande que los dos o tres barrios que aparecen en las noticias.
La ecuación «racismo más redes sociales más pandemia» crea la figura de un enemigo común, un responsable único de la situación por la que atravesamos. Y ese responsable, en la tabla de pigmento, siempre se aproxima más al cobre.
No importa que el Gobierno haya tenido casi cincuenta días de cuarentena para prepararse y que aun así nos pida aguantar más porque no estamos preparados. No importa que El Alto, ciudad aymara por antonomasia, tenga menos infectados que la ciudad de La Paz. No importa que en barrios de clase media como Miraflores o Sopocachi haya personas que aprovechan el paseo del perro para estirar las piernas. No importa que allegados al Gobierno actual admitan haber hecho mal uso de bienes estatales… quien paga la condena –de hambre, de estigma, de cárcel– es el pobre, aquella persona que se ve obligada a salir, ya sea porque no le alcanza para el delivery, ya sea porque debe vender para pagar el alquiler o porque su trabajo así lo exige, como sucede con los trabajadores de La Paz Limpia o de la misma Policía, que deben cumplir su deber no por heroísmo, sino porque de eso depende su salario mensual.
Criticar la estigmatización no es romantizar a un sector determinado, como abogan muchos que intentan justificar un racismo hoy por hoy legitimado –o al menos no cuestionado– por el gobierno central. Y aunque no es mentira que hay violaciones frecuentes a la cuarentena (por parte de pobladores de todos los estratos sociales), pretender transferir toda la culpabilidad al pueblo es despojar al Estado de su ración de responsabilidades, que en estos momentos es grande y, en muchos casos, de su exclusividad.
Atravesamos un momento difícil, único en la historia del mundo. Resulta paradójico que, en el intento de salvar vidas humanas, estemos perdiendo la humanidad al animalizar a ciertos sectores. La paradoja se hace más cruel si recordamos como una buena parte de “los civilizados” –esos que tildan de ignorantes a todos los que critican el régimen de Áñez– se lavan la boca con Jesucristo y celebran el sobrevuelo de más de diez mil dólares de un helicóptero que rociaba agua común hecha pasar por bendita.
“Ignorantes terroristas”, suelen decir muchos de los que vieron con buenos ojos aquel acto, olvidando que el supuesto hijo de su dios también fue arrestado, injustamente, por sedición.