El escritor argentino Leopoldo Brizuela falleció ayer a los 55 años. Reseñamos la novela con la que se hizo con el XV Premio Alfaguara: Una misma noche.
Mijail Miranda Zapata
Una misma noche, novela del argentino Leopoldo Brizuela (La Plata, 1963), fue la ganadora del Premio Alfaguara en su XV entrega. La novela relata, en una misma voz, dos períodos históricos fundamentales de la memoria argentina, una por su inmediatez y otra por su trascendencia en el devenir de los años. El libro está compuesto por cuatro cuerpos, cada uno de los cuales abarca grandes esferas del intelecto y la psicología de los pueblos.
- Novela, muy relacionada a la experiencia propia del personaje, a los hechos que la circundan en distintos contextos que terminan siendo el mismo.
- Memoria, en el que aquella experiencia primigenia tienta un juego retórico en el que los límites del tiempo se diluyen para hacerse, otra vez, uno solo.
- Historia, compendio estructurado a manera de thriller policial. Imprescindible y necesario para comprender uno de los periodos históricos más humillantes de Argentina y Sudamérica toda.
- Sueño, corte a machete que interrumpe con violencia la construcción previa de la novela. Las indagaciones hechas sobre la argentinidad y el sujeto mismo se descomponen en un arrebato onírico intrascendente. Una inclusión forzada de los efluvios psicoanalíticos tan propios del río de La Plata, con una prosa edulcorada en exceso; una mala caricatura freudiana.
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Otra particularidad dentro la estructura del texto, quizás la más sobresaliente, es la separación por capítulos intitulados con las letras del alfabeto. Esto, respondiendo a la necesidad de la construcción de una lengua propia para nombrar aquellas cosas innombrables, aquellas que de tan obvias y dolorosas prefieren callarse.
Al concluir la lectura es inevitable recordar una frase oída en un trabajo menor del buen cineasta argentino Pablo Trapero, Elefante Blanco. En éste el protagonista, un “cura villero” que emula al Padre Mujica, recita la siguiente frase: “La violencia de hoy no es la de ayer, pero nuestro amor es el mismo; debería serlo”. Claro, con la salvedad de que en Brizuela los entes que acompañan los espíritus argentinos (¿latinoamericanos?) a través del tiempo son el miedo y la culpa, no el amor.
Así podría resumirse el argumento. Una misma noche ciñéndose a una y otra generación, inmutable, con el mismo silencio desgarrador, la misma indignación, el mismo adormecimiento. Y sí, el eje aparente sobre el que gira la narración es la violencia ejercida desde los aparatos de poder. Esos mismos que reprimen en nombre de la libertad, atropellan so pretexto de la seguridad y se perpetúan autoproclamándose imprescindibles.
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Pero hay más, aquello es solamente la superficie, la verdadera historia se teje dentro el personaje mismo. Leonardo Bazán, el protagonista –quizás un alter ego de Brizuela-, es un argentino cuya tipificación es indescifrable. Escritor, pianista, “negro”, hijo de un militar fascistoide riojano de bajo rango, kirchnerista, poseedor de una sensibilidad peculiar, capaz de lanzarse en un sacrificio mortal con el único afán de reconocerse en algún pedazo de su país, en algún rincón de esa memoria colectiva. Es este impulso primordial de saberse argentino lo que lo lleva a escribir una novela en la que pueda escribirse ARGENTINA con las letras de la memoria. Es también esta pulsación la que termina por delinear una peculiar forma de orfandad muy propia del argentino.
Con la irrupción de migrantes europeos hacia el río de La Plata desde finales del siglo XIX hasta casi la mitad del XX, un número considerable de obreros, artesanos, marineros y agricultores –la mayoría de ellos descastados, pobres y analfabetas- llegan al hemisferio sur para suplir la ausencia de mano de obra semicualificada. Este influjo en inicio intrascendente consolidó a largo plazo un tipo de identidad nacional. Y es que los barcos venidos del viejo continente traían consigo los gérmenes del fascismo y el antisemitismo que marcaría a fuego la historia mundial en la segunda gran guerra. Lo mismo sucedería con la historia misma de los rioplatenses.
Más allá de estas características que serían delineadas por un nacionalismo amorfo, por sus orígenes foráneos, representado desde la literatura por Hugo Wast y Manuel Gálvez a inicios de los 30, las indagaciones de Brizuela se encarnan en la acentuación progresiva de este espíritu racista y xenófobo que se expresa con mayor potencia en Videla y se extiende hasta nuestros días en la que la nueva burguesía prefiere ser asaltada por “argentinos”, antes que por “cabecitas”.
¿Cómo es que un pueblo cuyo árbol fundacional echa raíces en migraciones obreras y campesinas adopta una aversión patológica hacia los migrantes? ¿Cómo es que una generación de jóvenes luchadores, borrada de la historia por la dictadura, pudo parir hijos tan timoratos y conformistas? ¿Cómo es que madres, abuelas e hijos de desaparecidos hayan hecho de su recuerdo un museo, una pancarta, un discurso hueco?
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Son las contradicciones de un país que se condensa en la ciudad de La Plata, sus nuevos ricos, su lujosa paranoia, su temor hacia el orden establecido, su condescendencia con la injusticia, sus infaltables empleados bolivianos y paraguayos. Esos mismos, que como los abuelos y padres de esta burguesía floreciente, dejaron la marginalidad para hacerse protagonistas de la literatura, el cine, la estadística y por ende, la historia. Un país en el que la nostalgia y la tristeza por los recuerdos son palpables en el aire, en el que el dolor por los desaparecidos de tan presente se hace espectral, una nación con un vacío casi imposible de llenar y por eso mismo solo visto de vez en cuando, con ojos vidriosos, pero siempre a distancia.
El postulado de la novela resulta pretencioso. Tratar de resolver una contradicción histórica desde la literatura, sin mayores mediaciones que las de la anécdota -por más trascendente que ésta sea-, no puede sino ser un ejercicio descabellado. Pero la escritura de Brizuela se compromete consigo misma -con la escritura, la poesía y la historia-, en primera instancia, y con su país, luego. Llegando incluso más lejos porque cuestiona su escritura y por esto mismo se valida; guarda una convicción humanista potente. Con mucho tacto e inteligencia consigue arrimarse al lector, no con afanes proselitistas ni didácticos, sino hurgando en su memoria, más allá de nacionalidades y fronteras.
La humanidad es una sola, su memoria también. Una misma noche. Cabe subrayar que de aquel compromiso con lo local al chauvinismo miope –como aquel de las madres de plaza de mayo desalojando violentamente a manifestantes bolivianos de “su plaza”– no hay más que una delgada e imperceptible línea. Brizuela consigue quedarse tras ella, sabe reconocer la cualidad “migratoria” de su nación. Y así esboza otro hito fundamental en la construcción de la memoria de cualquier pueblo, se hace universal. El árbol de la tribu -diría Jesús Urzagasti- es todos, es uno.