El aceptar y dejar de categorizar a una mujer que está lista para ser madre sin una pareja, sin depender emocionalmente, económicamente y socialmente de una figura masculina que brinde, a vista común, protección, es una circunstancia que hace libre al ser, sin miedo, repudio, ni exclusión.
Esta crónica fue parte del libro La Bolivia, una antología de crónica feminista, que incluye los tres textos ganadores y siete menciones especiales del Primer Premio Nacional de Crónica Feminista que lanzamos en 2019. Si te gusta nuestro trabajo y deseas colaborar con la creación de más y nuevos proyectos periodísticos puedes dejarnos un aporte en el Chanchito Muy Waso.
La tarde decaía taciturna detrás de los cerros que colindaban con el barrio Jerusalén ubicado en la zona Lajastambo de la ciudad de Sucre. Dicho barrio estaba de fiesta, pues hoy por la mañana se habían beneficiado con la entrega de viviendas sociales. Entre gustos y descontentos notorios, los vecinos recibieron las llaves de sus nuevos hogares.
A la hora del almuerzo, funcionarios e integrantes del barrio se sentaron alrededor de una mesa cuadriculada que delimitaba perfectamente el contorno del terreno pastoso. Entre vasos que iban y venían, y ch´allas efusivas, los pedidos de los dirigentes barriales se fueron notando con mayor fuerza. Pocos eran los que quedaban excluidos de la conversación “políticamente correcta” que mostraba intentos de convertirse en divulgación de un manifiesto. Entre los relegados, sin embargo, se armaban conversaciones paralelas con sentidos varios, entre ellas salió a relucir, de forma brillante, la temática familiar. La técnica, de profesión arquitecta, sentada al lado izquierdo de la banca y con su ágil intención dividida en dos, se dispuso a realizar preguntas relacionadas al proyecto entregado, a la encargada social; con ello, buscaba tocar la evaluación imparcial que ella suponía se había hecho.
Entretanto, Marcela A, responsable social, estaba acomodando su irreverente cabello; explicaba del proyecto, el procedimiento de la selección. La consigna de ayudar a los que más lo requerían, “ayudarnos entre nosotras”, había sido el motivo de que la selección mayoritaria fueran madres de toda edad, con una característica principal: eran madres fuertes, luchadoras, mujeres que les quisieron dar a sus hijos un lugar digno donde habitar. Mientras los infortunios de la vida habían derruido gran parte de sus sueños, uno se había cumplido ese día, lo noté en las miradas esperanzadas.
Los platos se enfilaban en la mesa. En cada uno de ellos, la porción de cerdo, atractiva a la vista, generosa y gentil al olfato, ocupaba la mayor parte del espacio; por debajo, contaba con la compañía de una ensalada roji-verdosa, un par de papas imillas de Ravelo y algo de llajua iba fusionada a la guacataya, como dos amantes en rencuentro.
Daban las 10 de la noche en el reloj de casa, colgado en la pared que quedaba detrás del sillón, simulando el desinterés por el tiempo. Como acostumbrábamos todas las noches, cada segundo abstraía frases nunca dichas. Mientras pasaba nuestra novela favorita por televisión, las preguntas hechas por causalidad generaban debates sin memoria, pasados unos minutos.
La primavera dictaba su presencia en el calendario, era fines del mes de octubre y la ciudad recorría su tránsito sin alerta de cambios. De repente, se oyó la puerta tocar, era Marcela que tenía los ojos entristecidos, como sucedía a menudo; sus manos parecían ramitas a punto de quebrantarse, estaba preocupantemente callada y traía la cena en una bolsa colgada en la mano derecha.
Puse la mesa, alimenté a los dominantes de la casa, que para entonces eran un trío canino y un cuarteto gatuno (cuyos maullidos alertaban a los vecinos de la hora de la cena). Nos sentamos para devorar las hamburguesas de la casera de la esquina, quien las preparaba con un sazón adictivo, al que denominaban “el paceño”.
Al momento de agradecer, Marcela se levantó y se dirigió a su habitación, actuando más reservada de lo normal. ¿Acaso había sucedido algo?
Entré a su habitación y el recuadro de atardecer amazónico que tenía colgado en frente de la puerta fue lo primero que vi; le pregunté que tenía. Evadió mi pregunta e indagó sobre el destino de la ropa que secaba en el tendedero, no le respondí y me dispuse a sentarme en la orilla de su cama. Insistí con mi pregunta; de repente, sus inmensos ojos color café se llenaron de lágrimas, el llanto era incontrolable. En aquel instante, tomó su celular y colocó su canción favorita de Silvio Rodríguez, era Sueño con serpientes. Sus ojos seguían vertiendo lágrimas abundantemente, supuse que las razones eran demasiadas para desatar tal actitud.
Me acosté a su lado y empezó a rememorar episodios de la vida que llevaba hasta ese día.
Con los 20 años que llevo a su lado, entendí que no es mujer de grandes reconocimientos, a pesar de que merece todos, incluso los inexistentes. Su aspecto regordete, o rechoncho como ella le dice, le sembró inseguridades a lo largo del tiempo, por miedo. No era cuestión de cobardía, simplemente de aquella oportunidad furtiva.
De pequeña, como es de suponer, como resultado de los cuentos “marquetinizados” de Disney, de las canciones idealizadas (al estilo Kantiano) y la imagen constante de reproducción de roles, había cavado un espacio en el pecho y la mente de apenas una wawa respecto cuáles tenían que ser sus expectativas de adulta “realizada”
El trabajo que llevaba, constantemente le generaba ataques de ira, frustración y duda. A pesar de ello, cada mañana al salir de su casa recorre las calles de la ciudad y pasillos de su oficina con la mente en otros, con la mente en ellos, en los otros, queriendo transformar al menos algo pequeño.
Estudió sociología, como todo estudiante de primer año, con la esperanza de cambiar el mundo. Además de haber egresado de ingeniería de sistemas, cuya tesis aguardaba en el computador; paradójicamente, esa carrera le costó la juventud.
Sus manos enseñaban miles de historias acalladas, de sus palmas, como palomas, se levantaban el esfuerzo y el coraje.
Durante su época de colegio, sus sueños fueron tornándose lejanos. La prohibición del maquillaje en casa, para no parecer una walaycha; la restricción de fiestas por las noches, para simular efectividad en la educación patriarcal; las ironías mal elaboradas hiriendo los últimos restos del amor propio adolescente que es tan quebrantable; las insinuaciones del embarazo adolescente, que desencadenarían el sepulto como individua y como mujer, y las tentativas de una transacción patrilineal, eran frecuentes y sellaban por completo la posibilidad de una relación juvenil consentida.
La primera etapa de la universidad se tornó para Marcela A., poco a poco y más infernal. La enfermedad del hermano mayor cayó sepultando su seguridad. El hábitat forjaba aún más su carácter por la tempestad que desataba y que se sentía en casa. Los barquinazos económicos de la familia, con un negocio nada fructífero que cubría solo el alimento, eran frecuentes y el único sueldo fijo de casa iba esfumándose poco a poco. Nuevamente, los sueños parecían bastante lejanos, ese fue el momento en que asumió una realidad diferente a la soñada, la envidia la tendía constantemente en rabia necia sobre la cama.
Lo perdido durante la primera etapa fue reincidente en la segunda etapa de la universidad con una peculiar característica, ahora se había convertido en madre de familia, en una familia en la que solo debía ser hija y hermana, derechos que también fueron olvidados por el entorno familiar que guiaría desde ese instante. Sin duda alguna, resolvía la cotidianidad de los problemas hogareños con la mayor eficacia que dictaba su mente, la cual trabajaba a triple turno.
La exquisitez de sus platos era digna de alabanza. La validación de su trabajo intelectual atraía a extraños y cercanos y finalmente la rapidez y efectividad en el trabajo la dejaban rendida en la cama, quedando dormida sin reflexión, ni angustia. Sin embargo, los sueños que tenía, seguían divisándose lejanos: la primera experiencia amorosa –desastrosa, como sucede en la mayoría de las relaciones– había sellado esta segunda etapa de la universidad. Pasado un tiempo, se levantó, irguió la cabeza, alejada de prejuicios y recuerdos cancerígenos en el pecho. Trazó nuevos caminos, esta vez sin fronteras de verdades absolutas.
Se había alejado de la transitoriedad citadina, recorriendo realidades nunca presentes en el ideal social de las urbes y ciudades. El trabajo que llevaba le obligó a sentir desde el frío que calaba sus huesos, añorando su casa, hasta los rayos prófugos de las calientes tierras del chaco chuquisaqueño. Todo ello mientras realizaba las visitas regulares a proyectos de viviendas sociales en el área rural.
Había comprendido, con una lectura típicamente suya, la relatividad de los problemas y desde entonces aprendió a clasificarlos según las necesidades. Aquella sensación de sentir correr sangre dentro sí misma y los órganos cumpliendo su misión, en reiteradas veces habían sembrado dudas en sí, como me comenta hasta hoy, acerca del origen de la vida y cómo todo ello iba relacionado a su sueño
Ya daban las 12 de medianoche y el noticiario que pasaba en Unitel interrumpió las confesiones divulgadas a través de su mirada. Nuevamente, se había reportado un feminicidio. Las causas no despiertan el interés colectivo; siempre y cuando la consecuencia sea la muerte, con morbosa atracción se procede a describir por los medios y a replicar en lo común, si fue descuartizamiento, ahorcamiento, acuchillamiento, enseñamiento, asfixia mecánica o natural (como si existiese diferencia en el resultado) y como si no fuese suficiente, construimos con la habilidad narrativa propia de la metafísica boliviana, profecías sobre el destino de los hijos de la víctima, incluso satanizándola si creemos que las causas fueron “provocadas”. Y de repente, en una pausa tenaz entre propagandas, Marcela agacha la cabeza y señala metafóricamente la llegada de un nuevo ser a una familia. Ingenuamente, jodí la indirecta. Levantó la cabeza y la volvió a agachar una y otra vez, y en el vaivén del acto confesó estar embarazada, se echó a llorar nuevamente como al principio. El foco color blanquecino que colgaba del techo era testigo de todo el panorama. La explicación que me dio a continuación de la confesión marcaba el acto más profundo de rebeldía contemporánea.
Y entonces empezó con una incógnita, ¿realmente el cuerpo de nosotras las mujeres es nuestro o es la sociedad quien lo manipula? No entendía el sentido de su pregunta, hasta que continuó. Las lágrimas se habían secado poco a poco en su rostro, sus ojos ya no rebotaban jugando k´ajcha, estaban fijos y su boca ya no se estremecía. De repente y de la nada señalaba que el aborto es el pedido de justicia social que la historia nos debe a las mujeres y puso en mesa de debate la propiedad y pertinencia del cuerpo fuera de concepciones moralistas, neocoloniales y conservadoras, del mismo modo, la libertad individual respecto del origen de la vida y así lo había hecho. Había generado vida sin la necesidad incluso de la biología masculina, una decisión externa a la concepción de familia nuclear, llevar vida dentro suyo contra una sociedad que la primera consulta que realizan cuando ven a una mujer en estado de gestación es si ya se casó o si el padre está feliz con el embarazo. Lo que ella denominó totalmente extraño y antinatura significó un acto de desestructuración, no solamente de un esquema patriarcal, sino de un sistema donde se asume que el origen de la vida debe ser dentro de una dualidad, un binarismo permanente. Adquirió la libertad de decisión, a pesar de las constantes críticas del entorno cercano, de amigas que no tuvieron reparo en señalarla como egoísta y anormal, actos que la llevaron a querer simular historias de mil y una fantasías.
En la sociedad boliviana es común observar familias formadas a la fuerza, por compromiso o apariencia, soportando abusos por una estabilidad emocional inexistente y finalmente, dar el visto bueno y naturalizar el abandono continuo de engendradores que no quieren ser padres. El aceptar y dejar de categorizar a una mujer que está lista para ser madre sin una pareja, sin depender emocionalmente, económicamente y socialmente de una figura masculina que brinde, a vista común, protección, es una circunstancia que hace libre al ser, sin miedo, repudio, ni exclusión.
Un año después de todo lo acaecido, Marcela A. se sentó en frente mío, con su pequeña entre brazos. Ahora todo había cambiado, ella había cambiado, los días eran diferentes, para entonces ni su familia, ni el país eran los mismos. Durante los últimos meses dentro de su fuente de trabajo se habían llevado cambios extremadamente fortuitos, volvió a recordar aquel hilo de la vida que se recorre y al final se suelta por la falta de extensión. Nada era lo mismo.
Me comentó que los últimos veinte días fueron cruciales para su desenvolvimiento espiritual, evidentemente –las ciudades estaban paralizadas– eran días de tensión, mañanas minadas de dudas noticiarias y para colmo, las fake news llevaban el rol protagónico de los últimos sucesos políticos en el país. Los aires de resentimiento y decisiones viscerales ponían orden a la expectativa cotidiana y ella seguía allí. Me confesó, como muchos otros días, su posición acerca de la situación actual, no le faltaban lágrimas de impotencia, rabia e incertidumbre.
Irónicamente, los días en la ciudad iban tornando a la “normalidad”; la apatía y el desinterés eran notorios en gran parte de la población. Mientras me dirigía a casa, notaba la inmensidad de la realidad boliviana, la diversidad procesual de actividades, los visones del mundo, de la vida, del amor; las visiones de hacer patria y serla; de ser identidad, no serla o negarla. Marcela A. me esperaba en casa, la encontré lanzando insultos desesperadamente tras las percepciones de las últimas noticias; no pude decir nada más que esperaba que todo estuviera bien, pero no era así, era el 17 de noviembre de 2019, un día que nunca borraré de mi memoria. Ella estaba destrozada, mientras tenía el celular en la mano estaba llorando tanto que tuve la sensación de que no le quedaría ni una gota para más tarde. Decidí apagar el televisor y fundirla en un abrazo, lanzando esperanzas de “estabilidad social” –ni yo me creía ese cuento–, decidió levantarse y dirigirse a lavarse la cara y de repente sus reflexiones entrecortadas partieron mi corazón, ¿por qué nos hacemos daño entre nosotrxs? ¿los intereses priman más que la humanidad? ¿Por qué categorizar aquello que ni vimos, ni vivimos? Las dudas me agobiaron toda la noche y quizá lo hagan por toda mi vida.
Tres días más tarde, el 20 de noviembre, presencié un momento que nunca pensé que vería, al menos en los siguientes años, eran tres helicópteros que pasaron por encima de mi casa rumbo al ex Aeropuerto Juana Azurduy de Padilla. Papá sintió terror, se puso contra la pared, como tratando de ocultarse, no le dijimos nada, lo sabíamos todo. Había sido dirigente estudiantil contestatario durante la dictadura de García Meza y aquellas huellas al parecer están frescas. Marcela abrazó con fuerza insistente a su pequeña, pues sí, nos habíamos asustado “grave”. La noche del día siguiente nos dolió y llevo al límite de lo comprensible nuestro terror cuando se habló de ocho muertos en la ciudad de El Alto; ya no podíamos ni con nuestros cuerpos, tampoco con el miedo. Mamá vivía en la zona de Río Seco en El Alto. Junto con Marcela, nos gusta visitar la ciudad a menudo, indagar su dinámica, sumergirnos en la idiosincrasia alteña, ver el movimiento, sonreír hacia el Mururata y Chacaltaya. Pero ese no era un día de alegrías, mamá también estaba aterrada, nos llamaba constantemente para preguntarnos por nuestra estabilidad y por el audio de la llamada se escuchaban los potentes motores de los helicópteros; entendí su miedo, al igual que papá había crecido en Catavi, un centro minero golpeado por los constantes golpes de estado de los años 60 y 70, además del inminente fracaso de la democracia pactada y el neoliberalismo. Sintió de nuevo aquel miedo desesperado de aquella pequeña niña hija de minero.
Para rematar nuestra lógica caprichosa, mientras los intelectuales de escritorio se limpiaban la boca creyendo en su verdad absoluta, Marcela y mil personas más, en la simpleza de su conocimiento, en la extrañeza de sus emociones, en la rabia de sus disconformes cuerpos, en el empute de su agitado corazón, empezaron a ver fuera de lo delimitado por las fronteras. Pensaron desde sí, idearon a lo lejos.