La escritora, comunicadora y diseñadora gráfica alteña Quya Reyna acaba de publicar su primer libro. Los hijos de Goni es una colección de nueve crónicas, nueve «relatos cortos que salen de las entrañas de la ciudad de El Alto».
La publicación lleva el sello de la editorial Sobras Selectas.
Las reglas en la casa eran muy singulares. Por ejemplo, nunca debíamos sacar la lengua para ofender a otros. Ese era el peor agravio que un niño podría hacer, como si fuera la alerta de que el infante se convertiría en un drogadicto o en un delincuente en el futuro. Nuestra reputación dependía de cuántas veces exponíamos la lengua.
Qué lejos estaba la casa del colegio, muy lejos. Adela, a quien llamábamos «mami» de cariño, nos repetía que no debíamos aceptar dulces de extraños ni acercarnos a ellos en todo el tramo a ser recorrido, mínimo, cinco días por semana. Gran problema al principio porque, para el primer día de colegio, todos eran extraños.
Había una cantidad de reglas y normas que seguir en casa, dentro y fuera de ella, de niños y después de niños. Todas determinadas bajo la mirada precavida de mamá y el complejo de «sargento» que tenía papá. Todas interesantes, con una historia que contar, todas, aunque una era la que más me gustaba.
Lo que en casa pasaba es que muchas cosas que comprábamos tenían un final, se acababan. El objetivo era que esas cosas durasen lo máximo, que ese final sea muy muy lejano, como cuando usábamos el champú. Comprábamos los más baratos, los que costaban veinte centavos, esos que te los tragabas al abrirlos y venían en bolsitas rectangulares de plástico grueso; un champú para personas que no requerían instrucciones de uso; no había nada más en los empaques que una palabra: manzanilla, huevo, motacú. Unas gotas eran suficientes. La misma bolsita debía alcanzar para cinco cueros cabelludos y algunas axilas sudorosas.
La ropa, los zapatos, la comida, los útiles… Todo tenía que ser usado, reciclado y reusado, explotando al máximo sus funciones. En el mundo no hay ambientalista más grande que el pobre. Creo que un hippie comelechugas, hacedordecompost, pintordeflorerosenbotellaspet no escribiría fuera de los márgenes de un cuaderno en letras pequeñas para que le dure casi dos años.
Una noche, mientras comíamos, alguien dejó unas papas sobrando en el plato, y es que esa era una ofensa a nuestras «tradiciones de pobreza». La regla de casa era que después del almuerzo, cena, o en cualquier comida, los platos debían quedar limpios. No hablo de ir a lavarlos inmediatamente con jabón ni nada de eso. Es que no debíamos sobrar ningún grano de arroz, para nada. La más pequeña migaja en el piso era un insulto. La mínima gota de teicito en la taza era una ofensa. El plato con una sobra de verduras o media papa significaba la decepción de mi padre para con sus hijos.
La papa es sa-gra-da, decía mi papá, ya que tenerla en el plato era el resultado del trabajo arduo de la cosecha de mi familia en el campo. Sobrar una era totalmente intolerable. Papá vio esos restos e inmediatamente gritó: Pero ¡qué se creen ustedes para sobrar la comida! ¿Se creen hijos de Goni? ¡Váyanse a vivir con Goni!
Y fue la frase que se me quedó en la cabeza, hasta ahora.
¿Qué significaba ser hijo de Goni?