El/la ganadorx del Premio Nacional de Poesía 2017 escribe con su punzante prosa, a propósito de ‘Nación marica’ de Juan Pablo Sutherland, un llamado urgente a «decir nosotras», las maricas, las indias, las cholas y todas nuestras identidades atravesadas, en un tiempo amenazado y militarizado.
Cesar Antezana/Flavia Lima
Detesto los discursos “políticamente correctos”. Debo decirlo desde el inicio y sin temor alguno, pues mis amigxs de Muy Waso comparten conmigo esta particularidad. Ellxs se empeñan en darle un barniz brillante de “tolerancia” a nuestras relaciones, simulando civilidad o alguna otra cosa “progre” de moda en ciertos círculos sociales (de pronto, todo el mundo busca ansiosamente hacer alarde de civilidad).
Detesto lo políticamente correcto, porque presiento que es la forma más sutil que tiene el poder, su administración, para vaciar de contenido la disidencia. Cualquier disidencia. Esta idea está tratada de forma muy precisa en la icónica Nación Marica, de Juan Pablo Sutherland, que visitó La Paz este año -antes de la cuarentena, obvio- en el marco de la maestría de literatura de la Universidad Mayor de San Andrés.
Estas notas están insertas en dicha experiencia.
El «nacimiento»
Michel Foucault abrió la posibilidad (ante la necesidad o el deseo de pensar más allá del marxismo… puto francés), de “leer” de otro modo el pernicioso círculo de la dominación. Describirá con precisión las “sociedades disciplinarias”, fenómenos de la Modernidad, ansiosos aparatos burocráticos que, desde el XVIII, se empecinan –ya en el poder- en nombrar, clasificar y ordenar, para producir sentidos y sujetar mejor los cuerpos a la autoridad/racional: “biopolítica”, que le dicen.
A la larga, resultará imposible pensar estas sociedades sin el Estado moderno (el “monstruo frío” nietzscheano): separación, jerarquización y dominación por excelencia. Mucha literatura ha corrido sobre el tema, pero quisiera detenerme un poco sobre un asunto. En Latinoamérica, el nacimiento y la conformación de nuestras naciones “modernas” constituyó un sujeto político ideal, homogéneo, eminentemente masculino, blanco y heterosexual: el ciudadano. En un juego perverso de inclusión-exclusión/invisibilización, se construyen entonces aparatos políticos, andamiajes ideológicos, compendios legislativos, manuales procedimentales y por supuesto, mucha literatura, para sostener estos nacientes proyectos nacionales.
No hace falta siquiera (pero igual lo voy a hacer) recordar novelas como Martín Rivas de Alberto Blest Gana o Juan de la Rosa de Nataniel Aguirre, o El matadero, relato de Esteban Echeverría para constatarlo. En todas ellas lo femenino resulta apenas un adorno inerte y pasivo (estoico y depositario de la pureza en el mejor de los casos), como las masas de indios en Juan de la Rosa, carne de cañón sin una agencia muy clara. Incluso en los trabajos de Echeverría y Blest Gana hay una evidente construcción del héroe nacional en negación, no solo con lo femenino, sino también con lo diverso, sexualmente hablando. La última escena en El Matadero es absolutamente explícita en este sentido.
Los autores, todos parte de las élites, “letrados” (una categoría fundamental en nuestro continente), ejercieron además una profusa actividad política en sus respectivos países, siendo completamente conscientes del papel que la historia exigía de ellos entonces. Sus libros conforman nuestros imaginarios hasta el día de hoy, atravesándonos de jerarquizaciones como la clase social, la pertenencia a un grupo indígena o la misma orientación sexual. Recordemos, de paso, que Sutherland reflexiona acerca de lo eminentemente político que es el asunto sexual para los que tienen el poder. Elementos como la virilidad del que forja la patria, su valentía y arrojo, entre otras cosas. nos construyen una escala de valores muy precisa.
En fin, esta modernidad inacabada, estas conformaciones sociales incompletas, nuestros países fallidos, fueron cuestionados por diversos movimientos en su historia: los feminismos y las diversidades sexuales, entre ellos.
Estos discursos/movimientos/etc. presentan una ética política común y el deseo de reconstruir los imaginarios de nuestras identidades, para transformar la “realidad”.
En un vuelco epistemológico maravilloso, los feminismos y las diversidades sexuales plantean (desde distintos lugares y con sus propias agendas, por supuesto), la acción y reflexión política desde un otro espacio: el de los cuerpos de los explotados y las explotadas, de los dominados y las dominadas, de los discriminados y las discriminadas, de los invisibilizados y las invisibilizadas.
Serán los cuerpos y sus necesidades materiales, sus subjetividades y sus contextos inmediatos, los presupuestos indispensables para la acción y para la reflexión.
En su texto Tecnologías del cuerpo, Javier Guerrero se plantea la materialidad del cuerpo como un eje fundamental de sus lecturas. Entiende el cuerpo como lo hace Jean-Luc Nancy, como una urgencia, como “nuestra angustia puesta al desnudo”. Esta radicalidad resulta aún más evidente cuando se afirmara: “los cuerpos son el acto mismo de la existencia: son el ser”.
Por otro lado, el poema “Matan a un marica” de Néstor Perlongher, le ayuda a Gabriel Giorgi a reflexionar la indefensión material, concreta, insuperable de la “loca”. Imagina estos cuerpos que son desprovistos de derechos, despojados de subjetividad y trabaja esto con material teórico del filósofo italiano Giorgio Agamben, el que llegará a la horrorosa conclusión de que el asesinato de estos cuerpos no resulta ser homicidio, porque son eso, son “vida desnuda”: pura sustancia biopolítica.
Cada sociedad ejerce su derecho soberano de suprimir esas vidas inservibles y nuestras sociedades se ensañan con estos cuerpos disidentes: vidas inhumanas y por ello demasiado humanas. “Este es el retorno del cuerpo como carne”.
Recordemos, de paso, que este retorno virulento a la corporalidad tiene algunos antecedentes en el vuelco propuesto por la teología de la liberación y la pedagogía del oprimido en nuestro continente.
La posibilidad de conocimiento, la acción y la reflexión, ya no van necesariamente desde arriba hacia abajo, de la teoría a la práctica, del norte hacia el sur, del mundo de las ideas al mundo de las formas, de la res cogitans a la res extensa. Todo lo contrario: el “movimiento” se describe desde abajo hacia arriba. Desde el contexto, hacia donde sea. Desde las corporalidades que viven bajo ciertas circunstancias concretas hacia las teorías y las lecturas. Desde la acción que, recién en un segundo momento, da paso a la reflexión, a la sistematización. Esto también es el cuir, ¿cierto?
C-u-i-r
Primero, fue una puesta en abismo de los cuerpos sitiados por la heteronorma y la homofobia y la pobreza y la discriminación racial y todo eso que destruye primero los cuerpos, los asola y los deshace. Las acciones sobre esas realidades, sobre esos contextos, sobre esos mundos de necesidades, dieron paso a la posterior reflexión de un corpus, ahora académico y hasta prestigioso. Pero este cuir desde aquí, desde el sur, es otra cosa.
Accionar desde la pobreza, desde el hambre, desde el cuerpo y desde el deseo sexual y después pensar sobre todo esto, constituye la renovación de nuestra acción política y se constituye en una ética particular. Parafraseando a Sutherland, diríamos: antes del boom de estos temas por todas partes, aquí en Latinoamérica ya habríamos tenido un “locus de enunciación” distinto y original (“antes de tener teoría queer, tuvimos Literatura” y ahí se manda una sarta de autores indispensables).
El lugar desde donde miramos la realidad cambia radicalmente y entonces son sujetos políticos aquellos que apenas eran tomados en cuenta por la Modernidad. Aquellos que incluso habían sido silenciados, invisibilizados. Luc Nancy dirá que existen silencios sobre el cuerpo y que algunos cuerpos son más silenciados que otros. Y serán estos cuerpos los protagonistas de sus propias interpelaciones a la “realidad”…
A la larga se nombrarán o se visibilizarán las nuevas categorías, los nuevos sujetos: los indios, las mujeres, los gays, las lesbianas, maricas, trans, como identidades particulares frente a la dominación, frente al aparato del Estado que se construyó intramuros de la indiada, a espaldas de las mujeres y por sobre las diversidades sexuales.
Sin embargo, este fenómeno no resulta ajeno a la lógica del poder: se necesita de la “otredad” para garantizar la prioridad de lo “uno”. Al igual que las masculinidades hegemónicas o tradicionales se constituyen por negaciones: un hombre no es una mujer, no es un homosexual, no es un niño.
Sutherland dice: “el mundo heterosexual siempre tuvo la necesidad de lo queer, para brindarse a sí mismo estabilidad y carácter legítimo”. Este es un intersticio interesante. Más que interesante.
Los centros necesitan periferias. Las metrópolis necesitan colonias. La comunidad de los normales necesita de la anormalidad. Al igual que los Estados latinoamericanos necesitarán satanizar lo español en un primer momento, constituido así como el enemigo por antonomasia, después volcarán sus reparos hacia la indiada (un extraño enemigo interno), para luego sospechar de los cuerpos femeninos y sus exigencias de ciudadanía. Los cuerpos homosexuales serán prácticamente invisibles para sus narrativas, salvo que necesiten ofender o ridiculizar al enemigo político.
Hegel imagina disyuntivas semejantes, con su ingenio infinito, al enunciarlas en la dialéctica del amo y el esclavo. La correspondencia entre uno y otro sería casi ontológica. El uno necesita del otro para garantizar su propia existencia. El tema se complejiza aún más en la lectura de Judit Butler, pero con esto nos basta por ahora.
Por su lado, Paul Preciado describe a las “multitudes queer” como agentes con la suficiente potencia para desestabilizar todo este andamiaje tan cuidadosamente construido. Patear el tablero: sin esencias, sin diferencias naturales que dibujen un escenario para la confrontación. Los elementos se alteran, se invierten, se dejan de lado.
Es en este sentido que Sutherland afirma: “Queer en perspectiva política sería la estrategia que, disolviendo la identidad, juega a una hiper-identidad extrema para desestabilizar la homo-norma, la estabilidad gay, la normalización de la gaycidad”. Porque lo gay, lo lésbico se construyen también dentro de una dualidad preexistente: de la misma manera que el Estado se reconfigura para incluir como ciudadanos de segunda clase aquello que negaba o marginaba, así serían gays y lesbianas, identidades constreñidas por las instituciones, subsumidas por la heteronorma.
El poder resignifica, “frivoliza la escena política homosexual”. Folcloriza, como lo ha hecho en su momento con las demandas feministas o con las exigencias indígenas.
Licia Fiol Matta se ocupa en el texto «Reproducción y nación» de una lesbiana poderosa, casi legendaria: Gabriela Mistral. En su tesis principal, Fiol Matta afirma que Mistral habría sido reacomodada, resituada y subsumida por el Estado chileno, casi con su aquiescencia, porque “un deseo lésbico no necesariamente, no automáticamente resulta en un gesto solidario o liberador”. Ah, las insoportables esencias identitarias…
A partir de vislumbrar estos complejos escenarios podemos hablar de una ética de las escrituras, esas que asumen su cuerpo sitiado (como conocimiento situado) para generar apariciones o regresos impensados de los cuerpos.
La performatividad del género, reflexiona Guerrero -explicando a Butler-, debe entenderse como una práctica reiterativa y referencial con la que el discurso produce lo que él mismo nombra. “El cuerpo entonces tiene la posibilidad de retornar y contestar, con su propia materia, a las normas reguladoras que producen su exclusión”.
Este es el meollo de la cuestión. La proliferación de cuerpos volátiles, andróginos, monstruosos, que caminan y pelean y seducen… Que niegan una identidad fija pero que al mismo tiempo reclaman nombres al infinito en un tejido necesario y monstruoso. Porque en este sur del sur, nos sabemos maricas, pero también cholos e indias. Somos estas y otras identidades atravesadas por la clase, la pertenencia étnica…
Nuestro cuir, nuestras maricas, nuestras bastardas hijas de nadie.
En el medio del sur de este siglo que nace atemorizado y militarizado, amenazado, “decir nosotras”, -parafraseando a la maravillosa Josefa Salmón- me parece, ahora, en estas fechas, en medio de esta pandemia, imprescindible.