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Lo que quedó en la pared

Escrito porElena Peña
09/03/2023
guardado en Mujeres y feminismos
Tiempo de lectura: 16 mins.
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La construcción de la pared estatal había estado condicionada no solo por los abismos de jerarquización social y económica, sino también por el género. La cara de la violencia muy rara vez se imprimía en el espejo del muro, resultaba vergonzoso. Después de todo, los trapos sucios se lavan en casa. Calladita nomás.


Esta crónica fue parte del libro La Bolivia, una antología de crónica feminista, que incluye los tres textos ganadores y siete menciones especiales del Primer Premio Nacional de Crónica Feminista que lanzamos en 2019. Si te gusta nuestro trabajo y deseas colaborar con la creación de más y nuevos proyectos periodísticos puedes dejarnos un aporte en el Chanchito Muy Waso.

“Toma, es solo un corazón

tenlo en tu mano

y cuando llegue el día,

abre tu mano para que el sol lo caliente…”

(Cáceres)

Entre los múltiples absurdos del mundo figura aquel de las cosas que se ven y, de tanto verse, terminan siendo invisibles. La memoria humana es frágil, la agenda de las emociones borra aquello que se siente día a día. Economía emocional: posibilidad de felicidad sin culpas.

“Si el corazón podría pensar, se detendría”, apareció un día, escrito en letras diminutas sobre los ladrillos de un muro que de tanto estar presente daba la impresión de haber existido desde el principio de los tiempos. La enorme pared se extendía por todos los ámbitos, convenenciera, oportunista. Apenas si existía en la subjetividad. Bastaba creer en su presencia para materializarla.

La pared creció a la medida de los años y de las personas; cuenta la gente y cuentan los libros que se hizo con sangre, sacrificio, patriotismo, deseo de tiempos mejores. Bellas palabras. Hoy, los rostros de los insignes constructores pueden contemplarse en los altares sagrados de los recovecos de su obra, también se les entonan canciones y altisonantes loas. Muchos miraron su construcción, jamás se les preguntó. Debajo de la construcción subyacen otros, aplastados, devorados: aquellos que no tenían parte en ningún ladrillo, aquellos que debían ser eliminados para que el muro fuera creíble.

Para contar la historia de esta muralla, habría que consultar a cada ladrillo, se requiere oír su voz y preguntarse si por cada uno de ellos no hay más: los que fueron descartados, los que fueron silenciados, los que se negaron a estar allí.

El muro también debía ser retrato y de hecho lo fue, lo es, uno muy cambiante. Ahí está, ¿lo ves? Y más importante, ¿te ves? Es extraño contemplar la imagen propia en un espejo que no existe del todo. Conozco dos formas de hacerlo ser: una, es mirarlo con los ojos domesticados; la otra, es contemplar el muro y ver sus contradicciones. Y también descubres la oportunidad de intervenir en ese muro sin necesidad de ser un ladrillo igual a otro. Más importante aún: puede dejar de ser muro impenetrable y hacerse una especie de puente. Ahí en su reflejo, la realidad; un espejo que nos concientiza y nos muestra la posibilidad de cambio ¿Qué dices? Después de todo, esta pared es una construcción democrática. Te decía que el muro es espejo y en los últimos tiempos lo vemos bañado en escarlata, manchas moradas, verdes y el gris del olvido. ¿Ves algo? ¿Nos ves? ¿No? Es verdad, tienes puestas unas anteojeras rojas. Tendremos que empezar por quitártelas. Mientras tanto, te doy mis ojos.

* * *

Breve detalle cotidiano

Dos niños contemplan una gran mancha roja en el muro, parece resultado de las salpicaduras de algo lanzado con fuerza. Preguntan por ello a su madre, esta mira al costado.

(Aprendizaje: si no nombramos las cosas, estas probablemente dejarán de existir).

* * *

Los primeros atisbos de la extensión del rojo se hicieron patentes en los tiempos en que también se comprobó la terca coloración de los muchos ladrillos. Un muro abigarrado, un espejo que intentaba dejar de mostrar la imagen distorsionada de un retrato uniforme. Ya llegaría la decepción, pues la cosa era mucho más compleja y no partía precisamente de lo estético. La edificación del muro y la interpelación a su monolítica presencia se ubicó dentro de las dimensiones de lo humano; dio la impresión de que esa pared trataba de ser abrazo o puerta.

Me pregunto, ¿cómo sería la vida sin muro? ¿Sin lazos o cadenas? ¿Sin dependencias económicas, creencias arraigadas, terca utopía? Las olas crecieron de nuevo, se trataba ahora de cambiarle el rostro a la pared, que ya no fuera un espejismo, sino verdadero espejo. Caras y colores, etiquetas que se habían negado se contemplaron, al fin. Así fue.

El velo se corrió y cuando las grandes reivindicaciones –reconocimiento, igualdad, tierra, acceso a recursos– se atenuaron levemente en el proceso de concretizarlas, empezamos a reparar en otros pequeños grandes detalles. A medida que avanzábamos de tropezón en tropezón, vimos nuestra cara más colonial y recorrimos las venas patriarcales de nuestro cuerpo político, social, económico, familiar. Ellos también eran ellas.

* * *

Breve recorrido entre los primeros ladrillos del muro y otros más recientes

La Constitución de 1826 solo reconocía como ciudadanos a aquellos que podían ayudar a construir el muro y demandarle algo a cambio, a los hombres que sabían leer y escribir. Al menos un 90% de la población de ese entonces quedaba desarraigada del derecho ciudadano; entre ellos, las mujeres. El Libertador Simón Bolívar dijo que esa constitución se regía por el respeto a los “Derechos del Hombre”: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Hasta poco antes, una larga lista de mujeres había luchado hombro a hombro, empuñado fusiles y remendado banderas en busca de los mismos ideales. Fueron por mucho tiempo ladrillos callados y olvidados: Manuela Gandarillas, Juana Azurduy de Padilla, Simona Manzaneda…

Hay otros nombres más frescos en la memoria colectiva, siempre tan pronta al olvido: Domitila Barrios de Chungara, Silvia Lazarte, Sebastiana, Ana María Romero de Campero, Eva Copa…

* * *

Allí se descubrió que la posibilidad de ser parte de la construcción de la pared estatal había estado condicionada no solo por los abismos de jerarquización social y económica, sino también por el género. La cara de la violencia muy rara vez se imprimía en el espejo del muro, resultaba vergonzoso. Después de todo, los trapos sucios se lavan en casa. Calladita nomás.

Mujeres de todos los estratos sociales y especialmente de los más bajos, se atrevieron a hablar: todas tenían algo que decir después de siglos de silencio. Parecía que la pared escuchaba, parecía que finalmente se podía escribir en ella. Ocuparon puestos de poder y entre las múltiples anécdotas que dejaría el intento de crear un tablero de juego más horizontal –aceptar ese país diverso–, figura la de unas mujeres de pollera a quienes, en plena inauguración de la Asamblea Constituyente, se pidió que se retiraran para dar paso a los asambleístas. Al rato se levantaron para participar del desfile: eran las mujeres constituyentes. Pero esa es una anécdota más. La pregunta importante era –y sigue siendo– ¿cuánto de patriarcado existía en el interior de los partidos? Una frase, casi perdida entre tanto sartal de noticia grandiosa: “si es mujer, tiene que aceptar lo que decimos los hombres”. Y eran compañeros de lucha. Ese espejo pequeñito que se perdía entre otros más apremiantes: “India de mierda”, “chola volvé a tu q’atu”, “¡Silvia Lazarte, chola ignorante!”

La Silvia, erigiéndose como puntal de un proceso monumental al que cobijó como wawa, como hijo, campeando la tormenta. Mujer, indígena, pobre y pese a todo, ese corazón hembra que salvó el muro, intentando cambiarlo desde el lado de la conciliación aun a regañadientes. ¿Puede abrazarse un país? Así como se abraza a alguien muy querido y muy temido, todo al mismo tiempo.

No sería suficiente. En los años del proceso constituyente, el muro se hizo oído aunque sea en una reunión de sordos. Remover un poco el agua, patear entre sus andamiajes era cosa de todos; sin embargo, pocos, pocas, aprovecharon ese pequeño hueco en el muro. La pared discurseaba, pero… ¿hacía? Ahí se empezó a ver el espejo. Ciertos pasajes y paisajes se escabulleron dentro del espacio prohibido. Las manchas empezaron a salpicar y una vez descubiertos los primeros rastros no fue difícil intuir que otros subyacían entre los ladrillos, invisibilizados, naturalizados, esperando…

* * *

El detonante se llamó hanali huaycho

Periodista, conocida presentadora de noticias en el canal PAT. Casada con el policía Jorge Clavijo, se separó de él. En 2008 presentó una denuncia de agresión contra su exesposo: “por haber llevado en mi contra agresiones físicas que llegan a extremos inhumanos con extrema crueldad, pretendiendo degradarme en mi calidad de ser humano y persona, sometiéndome a verdaderos actos de tortura, tanto físicos como emocionales”. Denunció en 2008, en febrero de 2011, en agosto de 2011. El 11 de febrero de 2013 fue asesinada por su expareja: 15 puñaladas.

* * *

¿Hay algo más extremo que quitarle a alguien la posibilidad de vivir? Repaso las crónicas de esos días e imagino la cara de horror del muro ante esa mancha indisimulable. Las imágenes de la escena del crimen recorrieron todos sus circuitos. Su rostro conocido y reconocido en el ámbito comunicativo estaba impreso en la retina de los televidentes. La impunidad no tenía cabida entre tanta indignación: ¡Ella! ¡Ella que ayer estaba y hoy ya no! Duele, duele toda ella, el ensañamiento con su cuerpo, el catálogo de su futuro trastocado; desbordante rabia contra el asesino prófugo; aprender a deletrear el nombre de la acción: F-E-M-I-N-I-C-I-D-I-O, se nos enredaba en la boca por poca práctica. Sorprende el revuelo, la cobertura exhaustiva de los pormenores, los causales, los procesos judiciales. Surge, inevitable, esta pregunta a siete años del hecho. ¿Por qué el asesinato de Hanalí Huaycho dejó esa huella tan profunda, tan inmediata y permanente al interior y exterior del muro? ¿Porque era periodista? ¿Porque era una periodista conocida? ¿Porque era una periodista conocida, cuya muerte fue tan violenta que se hizo imposible dejar pasar de lado? ¿Porque esa impunidad flagrante dañaría una cierta imagen política? Hay quienes así lo creen, develando así la tenacidad del silencio, la magnitud de la opresión y su complicidad con ella: “¡Tu marido es, tienes que aguantarte!”. Aguantar, apretar los dientes, callar, ¿hasta cuándo?

* * *

Datos del silencio

(Empezaron a ser revisados a conciencia luego del detonante)

En Bolivia, durante el año 2008, se registraron 53.119 denuncias de violencia intrafamiliar en la Policía, entre agresiones físicas (23.655) y psicológicas (23.664). En la “Encuesta de prevalencia y características de la violencia contra las mujeres” realizada en 2016, los datos arrojaron que 75 de cada 100 mujeres casadas o en unión libre son víctimas de violencia y que de 2138536 mujeres que han sufrido situaciones de violencia en algún momento de sus vidas, solo 208.790 (9.7 %) han solicitado ayuda.

* * *

Siete de cada diez, y de ellas solo una de cada catorce habría de acudir a alguna institución para pedir ayuda. El silencio es enorme, dicen quienes buscan asideros desde donde lanzar cuerdas salvadoras a estas mujeres, jóvenes, madres, hijas, hermanas, abuelas para salir de ese mar de violencia en donde llegan a naufragar. El agua salada se les mete en las bocas, salado es el sabor de las lágrimas y de la sangre. Luchar contra el mar, ¿es eso? Dicen que la violencia es cultural, que responde a una estructura patriarcal; los feminicidios son considerados como un “ataque contra el cuerpo mismo de la mujer como tal, independientemente de su individualidad como sujeto”, una muestra de un sistema que reproduce comportamientos en base a cierta visión del mundo: la mujer como objeto, como propiedad, como trofeo, como descarte. Su cuerpo: un territorio de conquista. Su mente: un espacio en blanco. Sus emociones: una pérdida de tiempo. Si es cultural, entonces es aprendido. El muro también enseña, ninguna institución posee tanta capacidad de domesticar, su poder se extiende de extremo a extremo. Hanalí Huaycho, 2.138.536 más como ella, sin contar con las que aún callan.

Hay un ámbito de violencia privado, que muy de cuando en cuando aparecía en el espejo de lo público hasta ese feminicidio. Las repercusiones en el ámbito de la opinión/presión pública crecieron espectacularmente. Un fuego cruzado por el controvertido hallazgo del cadáver de Jorge Clavijo, con señales de ‘suicidio’, un proceso legal en su contra aún en ciernes, manifestaciones y una ‘cruzada’ para poner fin a la violencia contra la mujer. Me pregunto por qué nos gusta tanto utilizar el lenguaje bélico hasta para frenar la violencia. En marzo del 2013 se promulgó la Ley Integral 348 para garantizar a las mujeres una vida sin violencia. Dentro de la nomenclatura jurídica se puso en boga la cuestión de la eficiencia [podría utilizar otro término aquí, TENGO QUÉ, pero no me acuerdo, hace referencia a la judicialidad efectiva], la no revictimización, los servicios de ayuda integral, las casas de acogida, la necesidad de quebrar las estructuras, el estereotipo, la violencia, la violencia, la violencia. Se trataba, finalmente, de asegurar “un acceso a la justicia de manera gratuita, real, oportuna y efectiva”.

El silencio se había roto un poco; ahora cientos de voces le gritaban a la pared, le increpaban por haber sido, tanto tiempo, un ente que solapaba la violencia a la mujer en los hogares, en las oficinas, en todos los niveles. De tanto oír hablar de violencia, el lenguaje empezó a cambiar: misoginia, violencia psicológica, violencia laboral, discriminación, agresión, acoso, subordinación; términos que designaban una realidad largamente sufrida bajo otros nombres: “matrimonio”, “lo mejor para mis hijos”, “qué va decir la gente”, “me pega porque me quiere”, “es mi jefe”… Se inscribieron en el muro; algunas expresiones daban cuenta de un camino de liberación: “Mujer, nada justifica la violencia ¡Denuncia!”. Pero más elocuente que ese puño levantado y esas blusas moradas fue que se fijaban en el espejo los rostros cansados de aquellas que aceptaban su destino de golpeadas no solo por el marido, sino al darse de lleno en el muro, una y otra vez y ¿para qué probar de nuevo si siempre es igual y justicia para nosotras no hay? El largo camino empezaba; una vez visibilizada la violencia, o al menos intuida, una vez considerada imposible de seguir solapándola, ¿qué hacer efectivamente? Tenemos nuestras manos, tenemos nuestro corazón, tenemos un muro. Tenemos sed de justicia y no queremos olvidar, ¿verdad que no?

* * *

Breve inventario (solo números)

111 casos de feminicidio se dieron en Bolivia en el curso del año 2016; de enero al 15 de diciembre de 2017, 103 mujeres habrían sido víctimas de feminicidio; de estos casos, 31 están en la fase preliminar de investigación, 8 se extinguieron por la muerte de los imputados, 9 fueron rechazados, 45 están en etapa preparatoria, 1 habría sido retirado, 6 están en fase de acusación y 12 habrían sido sentenciados.

Haciendo cálculos y estadísticas, la Fiscalía reveló que, en promedio, en todo el país se atendían 81 casos de violencia intrafamiliar y 12 delitos sexuales –de los cuales 8 fueron violaciones–, cada día. Un titular de la crónica roja publicó a mediados de noviembre: “En una semana se registran ocho casos de feminicidio en Bolivia”

* * *

No es necesario hacer números; no nos perdamos en estadísticas frías y promedios. ¿Necesitas deshumanizar las víctimas, cuantificar su número, para saltar horrorizado y mover tus manos, tus piernas, tu conciencia? Mirá el muro, desde que empezamos a verlo como reflejo no ha dejado de colorearse de escarlata, de rojo sangre, de vidas que fueron cegadas en un acceso de rabia, de furia; no hace mucho estos asesinatos se etiquetaban bajo el rótulo de “crimen pasional”, “homicidio por emoción violenta”. Ya no. Escucha y siente: Carmen (55), violada y apuñalada; Marleny (35), a golpes; Pamela (25), disparos; Damiana (89), violada y estrangulada; Fanny (24), golpes de piedra; Rosaura (37), a picotazos; hay mujeres sin nombre, solo cuerpos fríos, golpeados, decapitados, un ensañamiento con la misma muerte. Los responsables: prófugos, detenidos, libres, impunes; otros se liberaron con su propia muerte, demostrando que la espiral de la violencia se traga hasta su centro; un agujero negro inexorable. “Los responsables”, digo en tercera persona como deslindado el bulto, como si no mirara el muro, frente al mío.

Esa pared refleja, me refleja. Soy ciudadana, soy ladrillo. Soy una más frente al espejo de todos; contemplo cada una de las huellas que ahora laten en cada resquicio, solo se trata de aprender a ver. Conciencia, dura conciencia que hace temblar los dedos y apretar dientes y ojos. ¿Dónde ver si no en este descarnado collage de golpes, mataduras del alma, puñales, piedras, patadas, insultos, burlas, juzgados repletos, cansancio mortal ante una vida que transcurre mendingando abogados, esperando en la fiscalía, temiendo la represalia, mirando por encima del hombro, asustada por los hijos? Paso los dedos por ese pequeño trozo de muro y le pregunto cuánto aun ignora, cuánto queda por descubrir y cuánto camino por recorrer como mujer, como persona, como humana.

Miro alrededor mío y soy dolorosamente consciente de que las lluvias del olvido, la desidia y la apatía de quienes parecen tener el control del muro lavan una y otra vez el sufrimiento vertido, los testimonios de tanta tintura roja que ya no se pueden ignorar y que no obstante se cubren de moho y la memoria selecciona otras cosas de las que acordarse porque la vida sigue.

Pienso en que la categoría “cultural” de la violencia sirve de justificativo para intentar medidas integrales que se diluyen en nada pues el “todos somos responsables” se convierte rápidamente en un “nadie”. Nos centramos en el mezquino ombligo de nuestra propia insignificancia y bajamos los brazos. ¿Se puede vivir con esa carga? Aparentemente, sí. Economía emocional: posibilidad de felicidad sin culpas.

* * *

Ni una menos

Mural pintado en una pared de la ciudad de Tarija. Lema del colectivo ciudadano de protesta feminista que lucha contra todo tipo de violencia hacia las mujeres, apoyando y exigiendo justicia para las víctimas sobrevivientes de violencia y para las familias que exigen justicia ante los feminicidios. En Tarija se registraron 8 casos de feminicidio en la gestión 2017; únicamente el caso de Gisela Quiroga (23) ha sido resuelto, con su agresor condenado a 30 años de cárcel sin derecho a indulto. Orlanda (29), Delina (16) y una menor de 13 años siguen esperando justicia y castigo para los culpables.

* * *

Crimen y castigo, ¿a eso se reduce todo? ¿A un mundo en blanco y negro? En medio de ese cuadro de violencia que sobrecoge a todos los estratos sociales –¡Sorpresa! Entre los ricos también hay violencia y decían que eran vainas de pobres, velay– se agazapa la violencia de los representantes transitorios del muro: castrar, castigar con mano dura, ojo por ojo… y así dejaremos ciego al mundo. Es difícil, el muro mismo es un centro de vigilia: vigilar y castigar. La violencia es un círculo vicioso, enviciado, una rosca maldita, ¿cómo quebrarla? Y en la espera, veo otro rastro de sangre más, ese silbido obsceno en la calle, ese cruzar temeroso al otro lado de la vereda al ver que por ahí viene un grupo numeroso de hombres. “Cuando camino por la calle no quiero sentirme valiente, quiero sentirme libre”. Acusaciones de provocar, de andar como perros sin dueño, de no ser mujeres de casa, infidelidad, falta de respeto, ser parrandera, ser puta, que esa falda…

¿Cómo subvertimos los órdenes establecidos y le hacemos un quite a la violencia sin reproducirla? La pregunta del millón. Una nena se acerca y me pregunta qué veo en la pared sucia, donde ahora se apoya y sus pupilas me interrogan. Busco respuestas, le digo, mientras contemplo su dedito jugando a hacer figuras sobre esos ladrillos que aguantan tanto, desde el aplastar de un humano, hasta las caricias de un niño. Trato de prestarte mis ojos, amiga, que por ahí se empieza.

* * *

Escribo desde el color de mi conciencia,

con los colores de la lucha,

formando otro cuerpo, otro muro de letras de color.

Escribo con mis entrañas

y la savia que alimenta la vigorización del muro.

Muros en casa, calle, trabajo, escuela,

eso te hicieron creer. Lo cierto es que la pintura no salía,

no me la sacaban, me violaban; la ley de la fuerza.

Mira el cuadro,

contempla el dibujo de mis manos,

también es espejo

¿Ves tus silencios?

Etiquetas: FeminicidiosPrimer Concurso Nacional de Crónica FeministaViolencia machista en Bolivia
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