Seis mil guaraníes asesinados por el Estado boliviano, ese fue el resultado de la masacre de Kuruyuki en 1892. Recordamos muy poco la historia de rebeliones y resistencias de los pueblos indígenas de las tierras bajas. Por eso decidimos compartir este pequeño acercamiento.
En las tierras bajas se suele silenciar la historia de opresión de los grupos indígenas a través de un relato idealizado de las misiones jesuíticas (como si esta evangelización no hubiera sido también violenta y como si a esta experiencia se redujera la historia de los indígenas de las tierras bajas), por eso es necesario mantener viva la memoria de la rebelión guaraní.
El 28 de enero se recordó la masacre de Kuruyuki de 1892, en la que el Estado boliviano asesinó a alrededor de seis mil guaraníes en respuesta a la revuelta comandada por el líder milenarista Apiaguaiki Tumpa (se cree que este nombre significaba «el Castrado de Dios», emulando el llamado al celibato de los sacerdotes cristianos), que se había rebelado contra las condiciones de esclavitud en que vivían los guaraníes en las haciendas.
Siempre me ha fascinado la figura trágica y enigmática de Apiaguaiki Tumpa, que se creyó el enviado de los dioses para liberar a su pueblo y que mandó a hombres, mujeres y niños a enfrentar las balas, pensando que las balas no los tocarían porque tenían protección divina.
También me conmueve la carta que Juan Ayemoti, escribano de Apiaguaiki Tumpa, le envió al sacerdote franciscano Romualdo Dambroggi poco antes de la masacre (corregí la ortografía antigua y los errores para facilitar la lectura):
«Me ha dicho el capitán Patiri que lo mandaron que venga a decirme que yo me vaya otra vez a la Misión, que los padres me perdonaban todo si es que yo lo dejo a mi padre el Tumpa de aquí y vuelvo allá, que el Tumpa es hombre malo y perverso y lo que quiere no es el bien de los avas sino su bien de él con sus brujerías y otras cosas.
(…) No es brujo, es una persona que el mismo dios nos manda para nuestro señor y libertador, que recién se ha sabido después de la matanza en Murucuyati y que lo tuvo en su casa un viejo de Sipotindi que sabía muchas cosas y le enseñó todo a él para que sirviera con eso a su pueblo.
(…) Los padrecitos me mandan mensaje, yo contesto en nombre de él porque soy su escribano y me dice siempre si los padres de Santa Rosa le ayudan, nos ayudan a nosotros y no habrá nada malo sino todo bueno. Yo creo lo que dice porque dios lo alumbra, los padres deben saber que es así y no perseguirlo ni decir mal de él a los que se hacen dueños de aquí y dejarlo donde está porque no hace mal a nadie.
Mi padre Romualdo querido y respetado, le ruego que iría si puedo a pedirle de rodillas que nos dejen aquí con nuestro capitán hijo de dios como ustedes, somos muchos los que estamos aquí y estaremos como sea aunque pase cualquier cosa, nada hacen los caraises, nada hacemos nosotros que Tumpa no quiere, pero si ellos vienen nos defenderemos, si el padrecito Romualdo quiere venir que venga, pero solo lo entraremos bien y volverá después que nos visite, bien como vino.
Se lo pido llorando, mi padre y mi amigo de este su hijo que fue pero lo respeta y lo quiere toda la vida, S.S. Juan Ayemoti». (1891)
Si tienes tiempo para complementar esta lectura, te recomendamos leer este otro artículo:
[pdf id=12592]