El foco de los premios Oscar suele estar abocado a la banalidad y la promoción de películas de dudosa valía. Sin embargo, también hay diamantes escondidos. Hoy te hablamos de una de ellas: Honeyland. La película es una de las mejores de 2019, aunque solo está nominada en dos categorías, pero pocos críticos y medios la mencionan.
Mijail Miranda Zapata
Entre toda la frivolidad y el mal cine que suelen promover los premios Oscar, hay ocasiones en las que se esconden joyas que suelen ser siempre omitidas y acomodadas por fuera de los reflectores. Es el caso de Honeyland, un documental macedonio que quizás sea la mejor película de 2019 y, sin duda, una de las más memorables que la chicata Academia ha nominado en el último lustro.
El de Honeyland es un caso anómalo en la mayor celebración de la industria del cine estadounidense. Se trata de un documental sin grandes nombres detrás, hablado -en gran parte- en turco otomano, un antiguo dialecto europeo, y que se anota en dos importantes categorías: la de su género y en la de Mejor Película de Habla no Inglesa.
Dirigida por Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov, el documental destila 400 horas de filmación hecha durante tres años, en 90 minutos de una experiencia cinematográfica, emocional y política que no tiene parangón con ninguno de los grandes títulos que resuenan este 2020 entre la crítica y los medios.
Narrativamente, no se trata de una historia que haga gran alarde ni que sea muy diferente de muchos otros documentales. Sin embargo, tanto la fotografía como el montaje transforman lo que podría ser un panfleto medioambientalista mediocre, en una verdadera obra maestra.
Una mujer recién entrada a la vejez vive en un remoto paraje macedonio junto a su madre y varias mascotas. Alejadas de la ciudad, ambas se sostienen gracias al acucioso trabajo de la primera y la colaboración de miles de abejas que, en una relación armónica y amistosa, comparten solo la mitad de la miel que producen.
Hatidze Muratova, la protagonista, habla con ellas, les canta, susurra y explica cómo repartirán la miel. Luego viaja y se pasea por los mercados de la capital Skopie, repartiendo sonrisas, historias y su tan preciado tesoro. Entretanto, cuida de su madre y los 85 años que carga con ella.
Casi una postal turística y lastimera, hasta que llegan unos vecinos con los que, lastimosamente, muy a pesar de nosotros, no podremos evitar identificarnos. El conflicto, los conflictos, surgen en este encuentro en el que se confrontan dos maneras de entender la vida y las relaciones, no solo entre seres humanos, sino con aquello que nos desborda y atraviesa: la naturaleza.
Inicialmente, la fotografía ofrece una composición armónica en la que la protagonista y la naturaleza se funden en un solo cuerpo acariciado por tonos dorados cálidos, acogedores, sublimes. La belleza de estas secuencias -en las que se desvelan las entrañas de una montaña de miel- es abrumadora y, posteriormente, también es el acicate de una dolorosa nostalgia cuando se reemplazan por planos cerrados, con movimientos demasiado bruscos incluso para el documental y una paleta de colores que parecen haber extraviado aquella luminosidad pretérita. Los ocres apagados y los grises metálicos se apropian de la pantalla cuando una numerosa y revoltosa familia irrumpe, con el bramido de sus motores, en la cotidianidad de las Muratova y sus abejas.
Un bramido que de tanto en tanto se transforma en alaridos de niños descontrolados, discusiones a gritos entre los padres, golpes contra sus animales, más alaridos, más gritos, más violencia.
Una violencia que se reproduce en cadena, a través de eslabones que van desde un intermediario usurero, que a cambio de comida chatarra exige a los recién llegados la producción de tanta miel puedan, hasta uno de los hijos más pequeños que reniega de los abusos de su padre y cuestiona su forma de relacionarse con quienes, de alguna manera, los alimentan: las abejas, el ganado, la tierra misma.
Pero la película, gracias al rigor de su montaje -muy preocupado por el sentido que hacen cada uno de los planos al tensarse y contraponerse- y al hilado de una narración que transcurre con gran emotividad -pasando de la algarabía y fraternidad plena a la traición, la impotencia y el luto-, no cuestiona simplemente nuestra voraz vocación depredadora y extractivista, sino que también propone otras discusiones. No en vano el foco está puesto sobre una pareja de mujeres (una soltera, la otra viuda), o sobre las abejas, fundamentales para el medioambiente y la conservación de la vida.
La naturalización de la violencia en todos los espacios de la cotidianidad, la violencia del mercado sobre los pequeños productores, la economía del cuidado por fuera de los espacios urbanos, la reproducción humana descontrolada e idealizada, el prejuicio sobre la soltería femenina y la sobrevaloración de la vida “en familia” (tradicional), la falta de reconocimiento y valoración sobre el trabajo rural, el paradójico rol patriarcal (por intransigente y frágil) del macho proveedor, la precariedad y las dificultades de las familias que migran entre las ciudades y el campo sin poder encontrar su lugar, suspendidos en la voracidad de las sociedades de consumo; son solo algunos de los tópicos que Honeyland recorre con hondura y sin moralina. Y aún más
Por no hablar del misticismo, acaso inaccesible para aquellos que vivimos encajonados en nuestras pantallas, que envuelve la existencia misma en lo más recóndito de nuestro planeta.
Como apuntes de cierre, ambos vinculados con Bolivia, cabe decir que Honeyland comparte reconocimiento, aunque en otra categoría y un año antes, con Compañía (del cineasta paceño Miguel Hilari) en el Vision du Reels de Suiza.
Por otra parte, algunas de sus tomas finales son tan parecidas a las imágenes de desolación y desesperanza que dejaron los incendios de la Chiquitanía que no podemos más que sentirnos reflejados como lo que somos: un páramo esquilmado e infértil, máquinas de consumo, destrucción y expoliación.