En Muy Waso decidimos aprovechar la fiesta católica de Corpus Christi para «consagrarnos» en una variante homoerótica del viacrucis, gracias a la poesía de Edgar Solíz Guzmán.
«Cholo, pobre y maricón», así se define el poeta orureño Edgar Guzmán Solíz y subvierte las palabras para hacerlas carne y trinchera. Tal como sucede en su libro Eucaristicón, las palabras, sus formas, sus significados trascienden el minúsculo espacio que les ha concedido cierta hegemonía y trasuntan en algo tan etéreo como el espíritu y tan vivo como los fluidos del propio cuerpo.
Así, cholo, pobre, maricón y poeta, Solíz reconoce un territorio que gobierna mucho más que un cúmulo de significados ramplones y convierte ese terreno en uno de lucha y transgresión. Ya sea desde la poesía, la radiocomunicación, la investigación periodística, la fotografía, el performance o la militancia en las disidencias sexuales, estamos frente a una marica que le arrebata su rigidez a la lengua para construir nuevas formas de nombrar y nombrarnos.
Ganador y parte de la selección oficial de una gran cantidad de Premios dentro y fuera del país, Solíz es una de las voces necesarias para entender esas otras escrituras que viven y se expanden con virulencia combativa por fuera de la higiene de las literaturas e intelectualidades «oficiales».
Como miembro del colectivo Maricas Bolivia, conduce el programa con el irreverente nombre de Nación Marica, hecho en la ciudad de El Alto y transmitido a través de Radio Líder 97.0 FM, que les invitamos fervorosamente seguir y acompañar. También pueden hacerlo a través de Facebook.
A continuación, les ofrecemos un aperitivo al poemario Eucaristicón y, después, una selección con algunos de los fragmentos que más hemos disfrutado de él.
El padre como la carne que se devora en nosotros (Juan Malebrán)
Es posible encontrar en “Eucaristicón” de Edgar Soliz Guzmán una propuesta que bien podría emparentarse con el neobarroso que Nestor Perlongher afianzaba a fines del siglo pasado. Una estética poco frecuente en territorios nacionales, desprejuiciada y sostenida en el desborde lingüístico con el que el autor encara a lo largo de la obra, su propia figura y la del otro, en este caso, la del padre.
Un trabajo cargado de tensión carnal, de reiteraciones y giros sobre su propio eje que, nos mantiene siempre en la atmósfera del sexo, en la pulsión del lecho y en los detalles de un cuerpo que se abre -palabra a palabra- por las laceraciones de su misma lengua.
De este modo, nos enfrentamos en este libro –sugerido para edición y publicación tras declararse desierta la segunda versión del Concurso Municipal de Poesía Edmundo Camargo- a una obra que nos remite a la sordidez que se esconde tras los pliegues de lo incestuoso, valiéndose de la eucaristía -signo caníbal sobre el que reposa sagrado y ficcionado el amor- para desplegar un discurso cuyo recorrido nos remite, a decir del propio Solíz, a una variante “homoerótica del vía crucis” cristiano.
Así, lo sacro expuesto en una mezcla de paganismo y deseo en el que Petronio sirve de excusa ante los caprichos de la carne. Ante un padre e hijo escribiendo su propio evangelio. Ante hombre contra hombre como dos amantes consumiéndose en la imposibilidad de la redención.
El cuerpo es aquí protagonista absoluto. Centro de un festín que finito se devora en lo salvaje y en el exceso amatorio del morbo. Más allá, el otro derrame: la escritura como un chorro caliente revolviéndolo todo: el alud.
Sin duda, Edgar Soliz Guzmán con este trabajo -coherente en su estructura interna- da muestras de alguien que se encuentra lejos de la contención ante el riesgo y nos deja sobre la mesa una nueva oferta en la que es posible reconocer, la gracia del destello en medio de la suciedad.
Introito – II (Fragmento)
La soledad discurre implacable.
Desata mi fe que cuelga amoratada,
desnuda la verdad del signo enmohecido.
Goza la brutalidad coital de mi confesor,
amordaza ese deseo oculto en el olor del hastío.
Advierte que ningún crucifijo contiene la mueca
de esos demonios que se deshacen en el sudario.
En tus oídos,
he caído dormido en ellos,
mientras intentas alejar ese inminente epitafio.
Epíclesis – VII (Fragmento)
Abrazo tu humedad con el soplo de mi muerte.
Me hago de tu cuerpo en un trayecto varicoso.
Guardo tu semen para la travesía inmutable.
Te empujo a través de mi mismo para iniciar el retorno.
Te arrastro impíamente hasta la exactitud moribunda.
Te expulso a la corriente de la multitud despedazada.
Me pesa la comunión de tu nombre.
La procesión ha comenzado en el vértice de mi espalda,
corrientes sinuosas agitan las calles donde me derramo,
las palmas se encogen en la fatalidad de mi reconciliación,
tu molde de madera habita la inmensidad de la tierra inerte.
Ciudad hemorrágica que vacía su podredumbre.
Epíclesis – X (Fragmento)
Una mano exprime cúmulos de sangre para consagrar
la palidez de esa piel que renace en el lecho ulcerado.
Mientras los dioses mitigan su indiferencia un cuerpo espera, gotea
y abre la tierra que recibe el alud de cenizas en comunión infinita.
Mi pasión acaricia el oficio de los justos mientras crujen los huesos,
se horroriza en el acaecer del augurio y se sumerge en el agua que
lava nuestra mortandad como el misterio del monje y sus dolores.
Exvoto – XII (Fragmento)
Tomo la carne de tu carne, abro cuidadosamente la herida,
conjuro la gracia de dios para humedecer tu ánima,
imploro a tus amuletos sopesar tu última voluntad,
corto las deformidades que crecen de tu nombre
y escribo una carta para recordarte en tu travesía.
Busco tu sangre ofrecida en el ataúd de muros insondables,
en esos cajones de tierra que recogen restos de espinos rojos,
en la ceniza que adormece la desventura de la última lluvia
y en el lamento de tu boca seca a la hora de morder el polvo.
La mañana muere abandonada en el vértice de una lágrima.