Nicolasa, de 83 años, tuvo que caminar cerca de 10 cuadras cargando un bidón de cinco litros. Lo cargó en su espalda, en su awayu descolorido por el sol intenso del altiplano. Buscaba agua para preparar su sopa de “chairito”.
Cargar cinco litros de agua es demasiado para alguien de su edad, con el cuerpo frágil por el peso de los años. «¿Dónde está mi thuxjru (bastón)?”, pregunta.
Rosalía y Lidana, de 28 y 55 años, respectivamente, también caminaron junto a su ganado en busca de agua. Hicieron lo que estuvo a su alcance por más de tres meses.
“Fue muy duro, todo el tiempo teníamos que jalar agua para vivir, en lo que se podía. Algunos en tachos, en bidones, en moto. Hasta hubo accidentes. Yo me traía de 10 a 12 litros en botellas de refresco, en burrito«, cuenta Rosalía.
«Para lavar ropa teníamos que llevar a los pozos del campo, jalar agua para el ganado. Cada vaca toma como 20 litros, entre dos a tres veces al día. Era cansador”, recuerda Rosalía, sentada y arrimada a la pared de adobe, con el sol otoñal iluminando su rostro.
El altiplano y el agua
La crisis hídrica en el altiplano se relaciona a la particular geografía andina en la que se impone el sol, especialmente en la época de lapaqa (de siembra).
El Balance Hídrico Nacional de Bolivia, del Ministerio de Medio Ambiente y Agua junto al SEI (Stockholm Environment Institute), demuestra que esta ecorregión enfrenta una grave escasez: de los 330 mm de lluvia que recibe al año, el 92% se evapora y solo el 8% queda disponible para otros usos o procesos.
«Estos datos ponen de manifiesto la condición deficitaria y altamente vulnerable del altiplano en comparación con (…) las regiones amazónica y de La Plata», concluye el estudio.
Mujeres como Lidana, Rosalía y Nicolasa siguen resistiendo y sosteniendo la vida a pesar de la vulnerabilidad que enfrentan.
“Como sonsos hemos correteado por agua. De eso a quién nos vamos a quejar, quién nos va escuchar, quién nos va ayudar”, dice Lidana con amargura y enojo.
Mientras, persigue a sus ovejas para sacarles el ñuku (bozal) y amarrarlas a las estacas, no sin antes darles agua. Las ovejas no se dejan “pillar” fácil, pero al final se rinden en manos de su dueña.
“Vivo sin luz y con pozo no más”, dice ensimismada, como si intentara imaginar cómo vivir si sus pozos se secaran.
Lidana vive en los márgenes de la Subcentral San José, en las pampas de alfalfa de la comunidad Kallunimaya.
“Por agua tuvimos que llevar a nuestros animales a Qutañas (reservorio rústico para cosechar agua de lluvia) de otras comunidades”, explica Lidana.
Pero personas como Nicolasa, por su edad, no tienen otra alternativa más que observar a la distancia:
“Umatxjamax wali chuxknaqapxi, nayaxj, utapatat sulla uma apaqastxja, ukatxja, chhuxja junt´iriyata, ukampiw letrinaru warantasxja”, recuerda Nicolasa.
(En busca de agua han caminado (en la comunidad). Yo juntaba agua de la aurora que venía del techo de la casa. Para asear la letrina, juntaba orín.)
1994: llegada del agua por pila a la Subcentral San José
A Lidana le es indiferente el agua de pila (grifo). Ella piensa en sus días junto a su ganado, cerca del pozo artesanal, que depende estrictamente de la lluvia y, a su vez, del clima.
En cambio, Rosalía solo concibe la llegada del agua a través de una pila.
Para Nicolasa, beber agua de pozos rústicos y phuchhus (reservorio para cosecha de agua de lluvia), a lo largo de su vida, fue lo más cotidiano.
Cuando llegó la posibilidad de acceder al servicio básico de agua de grifo, esta se convirtió en un lujo. Así como cuando desapareció: conseguir agua en el altiplano rural «vale oro».
Según la memoria de los abuelos y abuelas, como Nicolasa, la comunidad se abastecía de pozos artesanales hasta 1994. Ese año, gracias a gestiones comunales y el apoyo de instituciones internacionales como USAID, se perforó un pozo que permitió dotar de agua a las familias.
El tanque construido en ese tiempo abastecía de agua dulce a toda la comunidad: las personas bebían agua limpia y los animales lo hacían desde canales especiales distribuidos en distintos puntos de la comunidad.
Luego de 30 años, cuentan, la infraestructura colapsó.
“El tanque está deteriorado también”, lamenta Rosalía. La falta de mantenimiento por escasez de recursos, el crecimiento poblacional y la extrema sequía de 2023 agravaron la situación.
En 2022 y 2023, la humedad en el altiplano disminuyó y la sequía, además de aumentar, cambió su intensidad de débil a moderada y severa, tal como lo muestra el monitor de sequía del SENAMHI:
Resistencia y dignidad frente a la crisis hídrica
Ante la crisis hídrica, algunas familias optaron por perforar pozos privados, pero no todos pudieron acceder a este servicio.
«Nos ofertaron perforar 20 metros por 5,000 bolivianos, pero no teníamos cómo pagar”, explica Lidana, quien prefirió esperar la filtración natural del agua subterránea de su pozo.
Pero cuando transcurren meses y meses sin lluvia, el pozo filtra menos líquido.
“Ahora parece que está disminuyendo el pozo nuevamente, sale el agua con menos fuerza, nayrapachax amparampikiw qichxsuñana (antes sacaba agua con mi mano nomás). Ahora ya no hay eso, el agua está cada vez más adentro, ya está cansado el tiempo” expresa y suspira.
Rosalía, al igual que Lidana, no pudo acceder a la perforación de un pozo particular por falta de recursos.
«Es mucha plata y yo no tengo. En sequía todo da menos, por falta de forraje hasta las vacas son flacas y solo se puede vender barato”, se lamenta.
Debido al cambio climático, la producción agrícola de papa, quinua, leche, queso es al azar, pero tienen que arriesgarse: ganar o perder, situación propia de la agricultura familiar en la ruralidad.
Las autoridades comunales explican que, debido a la crisis de agua, solicitaron ayuda a la Alcaldía y a la Gobernación de La Paz para ingresar al proyecto “Construcción de Pozos Profundos para la Captación de Agua en la Provincia Aroma”.
Aunque entregaron la documentación el 8 de julio de 2024, aún esperan la firma de un convenio para proceder con el proyecto. La perforación de un nuevo pozo beneficiaría a las seis comunidades del cantón: Espíritu Willke, Incamaya, Thola Thia, San José llanga, Sabilani y Kallunimaya.
El saber ser, saber hacer y saber estar de las mujeres indígenas
Las mujeres rurales del altiplano como Lidana, Rosalía y Nicolasa conservan un conocimiento ancestral que les permite predecir el clima a través de la observación atenta de su entorno, desde que el sol se asoma hasta que se oculta. Cada movimiento, cada sonido y cada cambio en la biodiversidad les anuncia, como alerta, lo que viene.
“Si el Tata Sajama está sentado con poncho de nube, es señal de lluvia; sin poncho blanco, es señal de helada. Si el Illimani está visible, indica buen tiempo”, explica Nicolasa.
El canto de un ave en una hora inusual puede anticipar lluvias. El color de los huevos del Lekeleke (ave endémica) indica el clima: si son cafés, anuncian sequía; si son verdes, son signo de un buen año agrícola.
Para Lidana, la lluvia es motivo de esperanza y alegría:
“Este año bien lindo ha llovido, hay agua y vegetación para el ganado” anuncia con optimismo. Su vida transcurre entre la tierra, los animales y la chacra.
“Me levanto temprano, cocino, recojo mi casa, después cuido a mis animales. En tiempo de cosecha vamos a escarbar papa”, dice con una sonrisa.
“¡Para todo es agua! Sin agua no podemos vivir. Ni nuestros animales ni nuestras siembras. ¡El agua vale más que el oro, es el aliento de la vida!”, concluye Nicolasa.