Una jugosa muestra de los cinco años del Festival de Cine Radical aterrizará en Cochabamba. Para ir abriendo el apetito, les dejamos una reseña a uno de los filmes que forma parte de la selección: El olor de tu ausencia de Eddy Vásquez.
Mijail Miranda Zapata
Recién llegado y haciendo mis primeros recorridos por la noche valluna, afirmé que Cochabamba era una ciudad furiosa. Inmediatamente fui rebatido por un literato tirado a outsider. Este escritor decía que ni siquiera la avenida Suecia o la zona de Pucara (cercana a donde yo vivía en aquel entonces) podían compararse con El Alto o las periferias paceñas. En alguna medida, esas afirmaciones resultan válidas.
Cochabamba es una ciudad apacible, aparentemente dormida, rozagante, pero son verdades a medias. Esta es una ciudad de vacíos, ignominia y ausencias; de negaciones, furia y fiereza contenidas sistemáticamente. Una bomba tiempo, un domo que se agrieta desde dentro y que inevitablemente se derrumbará. Esta silenciosa gestación explosiva, este despertar del gigante dormido a orillas del Alalay, esos marginales de sueños rotos y futuro incierto son los retratos que Eddy Vásquez ofrece en su opera prima, El olor de tu ausencia (2013).
Este primer largometraje de Vásquez, que en la producción tiene nombres reconocidos en el medio como Rodrigo Bellott y Martín Boulocq, es una apuesta arriesgada y bien jugada. Al menos en líneas generales.
El primer gran reto, quizás el mejor sorteado, es el de una ruptura en la secuencia estandarizada de las últimas producciones nacionales. Me refiero a las que merecen consideración, destinadas a públicos reducidos, circuitos de festivales y reseñistas ociosos. Ramón Rocha, en una entrevista realizada para este mismo suplemento, decía la pasada semana que la producción cultural es hecha y consumida por las clases medias. Vásquez rompe con esa estructura y concibe un filme que se acerca al público masivo, un cine en el que las mayorías pueden encontrarse (bien o mal) y reflejarse. Es, además, dentro el canon de la cinematografía nacional, una interpretación más actual y válida de lo urbano, sus nuevos códigos y actores. Atrás quedaron los 90, alguien tenía que demostrarlo.
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Este terreno no deja de ser gredoso, considerando el abordaje de miradas marginales urbanas, tan recurrentes en el cine latinoamericano desde el éxito «inaugural» de Amores perros, y los peligros que entrañan: morbosidad, clichés, banalidad, superficialidad, entre tantas otras cosas. Pero el director de El olor de tu ausencia sale airoso.
En parte por la integridad de sus personajes, en parte por el humor en el que se empapan las historias, en parte por la omisión, aunque no total, de discursos melosos. En parte por su desapego a la moralina oficial, el soporte actoral de la mayoría de su reparto y la intimidad generada desde la fotografía, que hace de los protagonistas sus propios narradores, lejos de la mano del director. Pero principalmente por la adopción de una postura alejada de ese bucolismo de la marginalidad tan común al cochabambino, legado trasnochado de cierta literatura.
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Lastimosamente el fraccionamiento, demostrado en el párrafo anterior, también se hizo evidente en el guión. Las propuestas narrativas corales siempre ponen a prueba el oficio del escritor, en este caso el mismo Vásquez. Tres historias principales, con dos duetos actorales entrañables y un tercero menos brillante, de las que se desprenden otras tantas, en una suerte de telaraña que envuelve una ciudad traicionera y traicionada, un espíritu trashumante, retornos y desventura, despedidas y esperanza. Amistad, hermandad, familia, juventud e incertidumbre, eso es El olor de tu ausencia.
Aunque la estructura general es sólida, muchas escenas resultan inútiles, y más de un diálogo se dilata inexplicablemente. El contrapunto fuertemente marcado entre la difícil aventura de Snake (Guilhon) y Troy (Lizárraga) y las silenciosas rupturas filiales/sociales de Deko Bazura y Criss (Álvarez), es bien sostenido en gran parte de la cinta, aunque en más de una ocasión la descompensación llega a ser crítica. Con finales abiertos en todos los casos, lo narrado concluye abruptamente. Aunque poéticamente podría desprenderse una lectura de desarraigo, enajenación y empoderamiento, narrativamente se figura más bien una amputación apresurada de un cuerpo que pudo conservarse íntegro.
Por otro lado, la fotografía presume una versatilidad loable. Juegos de color, contraluz, contrastes, planos detalle abrumadores alternándose con paisajes preciosistas, cámara fija y desplazamientos suntuosos, construcción de atmósferas e intimidades escrupulosamente delimitadas. Es también oportuno resaltar la musicalización a cargo de Ciudad Satélite y Timpana.
Sería una impostura no celebrar el gran potencial actoral de Rodrigo Lizárraga, su spanglish, su acento, su contoneo entre jergas locales y extranjeras, la transparencia de Cristian Álvarez, Deko Bazura y Ángel/Flema (+), y la consolidación de Roberto Guilhon como uno de los actores más representativos de los últimos años en el cine nacional. Este último, en su corta pero lucida carrera, tuvo que adaptarse a distintos registros interpretativos, pero siempre conservó una frescura y personalidad muy propias, casi un Bogart boliviano. Festejemos, entonces, a estos noveles y conocidos talentos locales a la cabeza de Eddy Vásquez.
Este prometedor cineasta demuestra que Cochabamba esconde vidas e historias, fuera de la intimidad de ciertos grupos y zonas, que esperan ser reveladas. Ojalá pronto puedan ser contadas por sus mismos protagonistas.