Compartimos con ustedes este texto, todavía vigente, de la poeta, ensayista y lingüista argentina Ivonne Bordelois, a diez años de su publicación.
En estos días, se habla mucho de violencia; acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, políticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso ese lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es muy eficaz.
Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participamos, es el prejuicio que de manera exclusiva la define como un medio de comunicación. No es un azar el que un filósofo como Walter Benjamin, al hablar de la caída, diga que la primera caída consiste en considerar la palabra como un medio o un instrumento. Si se la considera así –como lo hace nuestra sociedad–, se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje –en particular, el lenguaje poético– no es sólo el medio, sino también el fin de la comunicación. Cuando se mediatiza el lenguaje, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación –porque la comunicación se pone al servicio del marketing, el marketing, del dinero, y así sucesiva e infinitamente– nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.
En el logro de cada acto de lenguaje, hay una pulsión de vida que se satisface: una onda sonora emitida vocalmente encuentra su acogida en nuestra capacidad biológica de escucha, de un modo que cabe comparar con la plenitud del acto sexual: relación misteriosa y fecunda. El lenguaje pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir nuestra energía en palabras, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Y las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.
A través de la comunicación, el lenguaje se va recreando, y con él se recrea el grupo que lo comparte. No sólo el placer sino incluso la identidad misma del grupo hablante entran en juego en cada acto verbal. Palabras como nación, proletariado, democracia, pacifismo, discriminación, derechos humanos nos han ido definiendo a través de los tiempos, y en verdad no podríamos reconocernos históricamente sin ellas, a pesar de las múltiples y conflictivas interpretaciones que de ellas podemos dar.
Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio de placer. En cada comunicación verbal que se logra, se da una relación misteriosa y fecunda. La libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante, hay una relación análoga a la que existe entre el falo (que en sánscrito se llama lingam) y la vulva.
Este carácter peculiar del lenguaje es lo que garantiza su poder, un poder que prevalece sobre todas las operaciones intelectuales. En este sentido, es necesario recordar a Martí: “La lengua no es el caballo del pensamiento, sino su jinete”. Es decir, en la lengua hay algo anterior y superior, en cierto modo, al pensamiento mismo.