En Bolivia y muchos otros países las muestras de indignación por el crimen policial que le quitó la vida a George Floyd se multiplicaron por doquier. Pero, ¿qué sucede con el racismo en casa? ¿Lo miramos de reojo mientras lo escondemos bajo la alfombra de pretextos también racistas?
Valeria Canelas
Recuerdo una conversación que tuve en Estados Unidos con un español y con un norteamericano. Este último aseguraba que su país no era tan racista como Europa. El primero, por su parte, pensaba exactamente lo contrario: que Norteamérica era por mucho más racista que Europa, que España.
Yo, que he vivido en ambos países y que vengo de un país profundamente racista, no daba crédito a esta curiosa tendencia a la negación a través de la comparación, que funcionaba quizás como una forma de exculpar a sus países.
Para mí, era evidente -y lo sigue siendo- que ambos territorios estaban configurados, atravesados, sostenidos, por el racismo. Pese a que ciertas manifestaciones podían ser distintas, la matriz era la misma. Al igual que sucede en Bolivia.
La irresponsable facilidad que estos días tienen algunas personas para determinar que en sus territorios no existe el racismo, en comparación con Estados Unidos, contrasta con la complejidad para definir y la dificultad de entender, especialmente para aquellos que no lo han sufrido, lo que es el racismo.
Sin profundizar mucho en cada uno de estos términos, podemos decir que el racismo es un dispositivo, un mecanismo, una estructura, que tiene distintas manifestaciones en cada territorio. Cada territorio tiene su propia genealogía racista, sus propios hitos, sus propias historias, sus propias luchas, sus propias masacres.
Pero, además, podemos señalar de forma muy específica como, en cada uno de los territorios, el racismo condiciona absolutamente todos los aspectos de la vida concreta de las personas.
La raza condiciona los trabajos a los que se pueden acceder, la imposibilidad para conseguir determinados empleos, los barrios en los que se vive, el nivel de poder adquisitivo, el grado de hambre que se pasa, el acceso al agua, las escuelas a las que se puede ir, la posibilidad de tener acceso a un buen sistema de salud, la esperanza de vida, el grado de violencia policial que se sufre, las masacres que siempre se infligen en los cuerpos racializados, la relación con las instituciones, la participación en la vida democrática, etcétera.
Y esa realidad concreta se justifica y normaliza mediante una serie de elementos simbólicos, como la cantidad de estigmas que se aplican a determinado colectivo, reforzados por el lenguaje, el humor, los dichos populares, el imaginario social, las distorsiones en las representaciones culturales y políticas, la dificultad para cuestionar esas representaciones, o plantear otras alternativas que tengan la misma capacidad de difusión, el lugar que asigna a determinados colectivos la historia oficial, la forma en la que ésta borra otras historias, etcétera.
Este complejo entramado en el que los elementos simbólicos y las cuestiones materiales se entretejen, a veces de formas sutiles y otras más explícitas, está inserto en las instituciones (por eso se habla de racismo institucional), en la economía, en el mercado de trabajo local y global, en el urbanismo de las ciudades, en la relación con lo rural, en las manifestaciones culturales, en el relato histórico, en los flujos migratorios, etcétera.
Podríamos decir que, a lo largo de la historia, el funcionamiento de las instituciones, la conformación de los mercados y las relaciones sociales han estado íntimamente, y de forma muy compleja, ligadas al racismo.
Por eso, afirmar que el racismo es tan sólo una actitud individual, que no está inserta en dinámicas y estructuras más complejas, es algo no solamente equivocado, sino directamente irresponsable.
En este sentido, la facilidad para encontrar jusficaciones para los asesinatos de individuos con determinadas características y las matanzas de determinados colectivos, que cíclicamente perpetra el poder estatal es, por supuesto, racismo.
El catálogo de justificaciones para estos asesinatos es una parte muy importante en el funcionamiento del racismo y la forma en la que éste se perpetúa.
Este catálogo, que por cierto comparten los distintos territorios, es el eje central en los relatos hegemónicos, es el elemento vertebrador en las representaciones con las que ese relato se construye, es una parte estructural del sentido común, que frecuentemente pensamos que es universal y está exento de luchas de poder y batallas ideológicas.
Son ladrones, son vagos, huelen mal, sus costumbres son bárbaras, son salvajes, son violentos, son vengativos, son asesinos, son terroristas, son violadores, son ignorantes, no tienen educación, son una amenaza…
Si en la actualidad sentimos rechazo cuando vemos las escenas de la segregación en las escuelas norteamericanas, si nos parece «mal» que en Bolivia, hasta hace tan sólo 68 años, los indígenas no tuvieran derecho al voto, no es porque el racismo haya dejado de existir. Es porque el sentido común, eso que hace que ahora veamos claramente que ese orden social naturalizado era en realidad injusto, ha cambiado.
Y eso se ha conseguido en base a largas luchas que han costado sangre y lágrimas. Sin embargo, el racismo siempre encuentra sus cauces en el nuevo sentido común, delimita sus márgenes, se adapta a lo «permitido». En realidad, la gran mayoría de las veces condiciona lo permitido. Cuando en Estados Unidos lo peor que se podía ser era comunista, se decía que la lucha contra la segregación era comunista. Ahora que en ciertos sectores de Bolivia lo peor que se puede ser es masista, denunciar el racismo es masista.
Por otra parte, esa facilidad para ver y denunciar el racismo en otros países distintos a los nuestros es, por supuesto, racismo. Porque la única explicación para que logremos ver de forma tan clara las manifestaciones del racismo en otros territorios, que en lo más íntimo no forman parte de nosotros, es porque sabemos que el racismo también nos ha configurado como sujetos. El ejercicio comparativo es, entonces, una herramienta de la negación. Esa negación, esa incapacidad para ver y por la tanto denunciar el racismo, es un importantísimo puntal estructural del mismo. Esa negación, que estos días utiliza la excesiva fijación en EEUU para eximir a nuestras sociedades de responsabilidad, es racista.
Denunciamos el racismo, pero siempre y cuando eso no implique cuestionar los cimientos de la sociedad de la que formamos parte y el lugar privilegiado que ocupamos en ella.
Para decirlo con una ligera ironía amarga, los racistas «inocentes» en España y Bolivia, que condenan la violencia estatal que sucede lejos de ellos, ni siquiera son originales, simplemente reproducen los mismos discursos, por eso son los agentes perfectos de la injusticia que se perpetúa. Porque inconscientemente saben que esa injusticia, esa distribución desigual y esas condiciones materiales asimétricas asignadas por la raza, les convienen. Saben que en ese reparto social a ellos les ha tocado un lugar privilegiado y, hasta cierto punto, inmune a las violencias.
Y si no lo saben, su ignorancia no los exime de la responsabilidad moral que tienen de saberlo y hacerse cargo de ello, aprendiendo a analizar desde esta perspectiva las sociedades en las que viven y las violencias sobre las que se asienta su modo de vida, que no es el orden natural de las cosas sino el resultado de una serie de tensiones, silenciamientos, luchas, violencias y muertes.
Porque en última instancia, el racismo es una cuestión de vida o muerte, de vidas que importan más que otras, como vemos todo el tiempo en Estados Unidos, en España o en Bolivia. Vidas a las que se le asigna un valor diferente en función del color de la piel y del lugar de origen.
Y ese valor se establece, entre otras cosas, a partir de productos y prácticas culturales, discursos políticos y relatos históricos, de los que nosotros -nuestra forma de vida, nuestros afectos, nuestras ideas- también formamos parte.