¡Ya llega la Parva Lectora, el club de lectura de la editorial El Cuervo! El 22 y el 27 de julio este encuentro estará dedicado al libro Alguien camina sobre tu tumba de la escritora argentina Mariana Enríquez.
Te compartimos un fragmento de la crónica «Los perros negros». Si te enganchas con la lectura, puedes encontrar el libro aquí.
Nunca estuve en México para el Día de Muertos, el 2 de noviembre. Nunca decidí hacer en esa fecha un viaje, nunca me armé unas vacaciones para ver el rito y no sé bien por qué. Estoy segura de que no todo el país vive la tradición de la misma manera. Alguna vez me dijeron que, para ver un verdadero Día de Muertos, debía ir a Oaxaca o a pequeños pueblos del interior; en lo posible, a comunidades indígenas. Y nunca lo hice.
Sólo visité México por trabajo o por invitación, siempre a fines de noviembre, para la Feria del Libro de Guadalajara. La primera vez, no recuerdo a propósito de qué estupidez mía, una escritora que iba conmigo en la combi, desde el aeropuerto hasta el hotel, me dijo, con cierta arrogancia: «México es muy vasto». Callé. La entendí perfectamente. No puedo conocer este país. Es terriblemente grande y diverso y hace falta una vida para estudiarlo y, a lo mejor, haber nacido ahí para comprenderlo. No puedo pretender saber algo de la inmensidad mexicana. De lo único que sé es del Día de Muertos. De las calacas, las ofrendas, las pelonas, los alfeñiques, las calaveras de azúcar, la Catrina, la flor de cempasúchil, el pan de muerto.
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Las calacas son esqueletos decorativos, que se usan para la celebración del Día de Muertos, pero se consiguen todo el año: la artesanía de muertos es apabullante. Los alfeñiques son dulces que se ofrecen a los muertos y a los vivos, cráneos o calaveritas de azúcar o de pasta de almendra decorados con nombres de difuntos, también angelitos o pequeños ataúdes con el muertito dentro (con frecuencia, rellenos de miel).
La flor de cempasúchil es la que se usa para decorar los altares del Día de Muertos y también las tumbas. Es una flor de un amarillo intenso y sus pétalos se arrancan para dibujar caminos en los cementerios o en las casas, pequeños caminos amarillos que guían al alma de vuelta al hogar o al panteón. El pan de muerto es una rosca que se come para esta fecha y se cocina diferente en distintos lugares: puede ser circular, puede tener alguna forma —de esqueleto, por ejemplo—, puede tener azúcar. La Catrina es una calavera que dibujó originalmente el extraordinario ilustrador José Guadalupe Posada. Entonces, a principios del siglo xx, se llamó Calavera Garbancera y era una especie de denuncia de los mexicanos pobres que andaban desnudos —la calavera está desnuda—, pero usaban sombrero: gente de sangre indígena que pretendía ser europea y renegaba de su cultura.Diego Rivera la bautizó Catrina para su mural de los años ’40 Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central: ahí esta la Catrina, elegante, vestida de blanco, junto a Frida Kahlo.
Leí mucho sobre el Día de Muertos, vi muchas fotos, pero no me lo puedo imaginar. Sé lo que sucede: las almas regresan a la casa de los parientes a comer con los familiares vivos. Las familias, para recibirlos, les preparan altares que tienen el amarillo de las flores de cempasúchil, agua —los muertos están terriblemente sedientos—, queman copal para ahuyentar a los malos espíritus que puedan andar por la casa, ponen sal para que el cuerpo no se descomponga y velas para que sienta la luz y el calor y se acerque, hay calaveras de azúcar y otro tipo de comida —mole, según leí, en muchas comunidades indígenas y rurales—, alcohol —el trago favorito del muerto—, cigarrillos, una cruz grande de ceniza y el papel picado. No es el papel picado que conocemos en Argentina, pedacitos de papel para tirar al aire en señal de celebración, sino un papel especial, troquelado artesanalmente, de diferentes colores, de diferentes tamaños (algunos enormes, como cortinas), con diferentes figuras: calaveras revolucionarias, calaveras que bailan, Catrinas, a veces sencillamente una trama, un adorno… se produce tanto que se pueden hacer pedidos especiales. Este papel se vende todo el año y en la calle se pueden ver anuncios que dicen «papel de muerto»; es muy extraño.
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Entonces, las almas vienen y comen y es noche de fiesta. Después, se arreglan las tumbas, las familias se quedan unas horas en el cementerio —las tumbas decoradas con velas, con flores amarillas, con cruces, con papel de muerto que flamea— y probablemente hay misa o algún servicio religioso.
Creo que no quiero imaginármelo porque quiero verlo. Hay relatos antiguos muy graciosos, como el del catedrático Ignacio Manuel Altamirano, que en el siglo xIx se espantaba levemente ante el ritual. Él, un hombre ilustrado. Escribió:
Me dirigí al Panteón Francés, notable y concurrido. Me dirigí triste, conmovido, como debe estarlo todo el que hace una peregrinación a la morada de los muertos. ¡Ah!, decía yo, olvidando por un momento que conocía las costumbres de esta noble ciudad. ¡Cómo deben sonar en todo el mundo los suspiros! ¡Cómo deben oscurecerse las frentes! ¡Cómo deben ir los ojos nublados por las lágrimas! […] Interrumpió mi frase melancólica un concierto de alegres carcajadas y chillidos de regocijo. Saqué la cabeza por la portezuela a fin de ver bien. A uno y otro lado de la carretera y del ferrocarril y bajo la sombra de los chopos y de los álamos que bordan la calzada, caminaba una procesión no interrumpida de personas alegres y turbulentas, divididas en grupos más o menos grandes. Era el pueblo pedestre de México, que presentaba un aspecto abigarrado y pintoresco. Las familias llevaban, juntamente con algunos cirios y crespones o flores negras, ramos de flores naturales, coronas de siempreviva o ciprés y cestos con comida y frutas y enormes jarros de pulque. Pulque por donde quiera.