La fiesta es un terreno emancipatorio desde el que podemos pensarnos y también juntarnos para disentir. Por eso queremos ofrecerle un espacio especial a debatir y problematizar el carnaval. ¡La fiesta también es rebeldía!
Javier Reynaldo Romero Flores
Compartimos un fragmento del artículo intitulado «Aquello que llamamos danza: danza-ritual y «danza artística» en Oruro, Bolivia. Puedes encontrar el archivo completo en el enlace al final de esta publicación.
En líneas anteriores hemos señalado que las nociones de “folclor” y “popular” surgen de la necesidad de clasificar e imponer jerarquías desde la colonialidad del poder. Mientras los actores de las prácticas y procesos celebratorios están desplegando danza, música y ritual como parte del éxtasis festivo, el sujeto racional, desde la contemplación, produce posibilidades de diferenciación, separación y clasificación de aquello que, para el sujeto festivo, es parte de una totalidad a partir de la cual reproduce la vida.
Aquel modo de clasificación, que se despliega desde el racionalismo del siglo XVII y llega al positivismo de los siglos XIX y XX, produce sus propias complicaciones y en muchos casos confusiones, pues aunque en algunos casos lo que se llama “folclor” está más relacionado con aquello que denominan “tradicional”, y lo popular podría estar más cerca de aquello que se define como “cultura moderna”; de los seguidores de estas formas de taxis aparecen con frecuencia aclaraciones que no modifican en nada la estructura colonial de aquellas clasificaciones.
Por ejemplo, para referirse al “folclor” se dice:
“Dicho objeto de estudio, aunque parezca ampuloso, está referido a las prácticas tradicionales y populares que se distinguen de otras solo populares como la moda, o la proyección estética (adaptación o representación) que es, deliberadamente una simulación del folclor” (Vilcapoma, 2008: 335).
Como vemos, orientaciones teóricas y nociones producidas en el siglo XIX siguen siendo discutidas y tomadas en cuenta en el siglo XXI, desde una aparente realidad detenida, para discutir si una danza o un ritual es “tradición”, “folclor”, “cultura popular”, “proyección” y, en otros casos, si puede ser considerado “patrimonio” o no.
Mientras esto sucede en círculos cerrados locales, que se niegan a la reflexión conectada con los procesos y la dinámica del presente en sus propios contextos de referencia, el capitalismo salvaje no ha descansado para subsumir bajo la dinámica del mercado hasta el último milímetro de extensión del planeta, el último gramo de cada recurso e incluso el último suspiro emanado en algún ritual. Todo esto porque la ideología del mercado capitalista moderno/colonial reproduce la lógica de la ganancia y acumulación al infinito. Para el tema que nos ocupa ahora, por ejemplo, se ha hecho creer que puede haber “industrias culturales” y “consumo cultural” beneficioso para los pueblos y para las mayorías.
Pero esto no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el capitalismo, de la mano del discurso de la racionalidad, creía en la economía del desarrollo, aquella que reproducía también un esquema lineal y ascendente. En esta lógica nuestros países deberían transitar del subdesarrollo al desarrollo. Era así como la danza folklórica podría volverse arte siempre y cuando cumpliera con los cánones de este último.
En síntesis, nos estaban diciendo que para ser “desarrollados” deberíamos adoptar actitudes, prácticas, pero sobre todo una racionalidad específica, aunque esto significara abandonar nuestras propias actitudes, nuestras prácticas y nuestra racionalidad. Nos estaban diciendo que si quería- mos tener danza artística deberíamos abandonar lo que ellos llamaban “danza folclórica” y aprender a hacer la danza artística que se hacía en los países “desarrollados”.
Pero a partir de la década de los ochenta, “casualmente” en paralelo con la aplicación del modelo neoliberal en nuestros países, aquello cambió. De pronto, para modificar aquellas representaciones inferiorizadas que correspondían a danzas y otras actividades denominadas “folclor”, “manifestaciones populares”, etc., se cambiaron las nomenclaturas. Así surgió la expresión contradictoria “arte popular” y la noción de patrimonio descendió de las alturas de los monumentos y aterrizó en la superficie de lo festivo, para denominar como “patrimonio inmaterial” o “patrimonio intangible” lo que en el siglo XVI se había nombrado “idolatría” y en el siglo XIX “folclor”. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Por qué se estaba produciendo un efecto “igualador” de prácticas culturales entre las élites y las poblaciones siempre discriminadas? La respuesta a estas preguntas implica un rodeo, breve pero necesario, por la economía global del siglo XX.
Cuando los mismos creadores de la economía del desarrollo anunciaron su muerte en los años ochenta, todo cambió: se dio el ascenso del neoliberalismo en todo el mundo y, como nos recuerda Arturo Escobar, “se impusieron las reformas económicas draconianas introducidas durante los años ochenta en el Tercer Mundo bajo la presión del Fondo Monetario Internacional, en especial los controles monetarios, la privatización de las empresas y servicios públicos, la reducción de las importaciones y la apertura a mercados externos” (Escobar, 2007).
Se estaba apostando a una nueva manera de lograr el “desarrollo con base en el mercado” en la que se aplicaría la ortodoxia neoliberal y los avances de los “mercados abiertos”. Había que presionar para que las reformas estructurales se ejecutaran y para esto la “receta” preveía un modo de sensibilización desde la “dictadura para el mercado total”, ejecutada por el Plan Cóndor en la década de los setenta. Aquellas medidas estructurales que llegaron a nuestros países luego de las dictaduras produjeron un estado que esta cita refleja:
“El bienestar de la gente puede dejarse de lado por un tiempo, aunque mueran cientos de miles. Viva el mercado” (Klein, 2008).
Este acontecimiento global, que modificó el patrón de poder desde su extremo cínico y perverso, consolidó la posibilidad de convertir absolutamente todo en mercancía, y el beneficio de esto recaería en las corporaciones dirigidas o relacionadas con las mismas élites políticas que gobiernan nuestros países. Así, la “cultura”, entendida en algún tiempo como privilegio de unos pocos, sufrió la consecuencia de su propia racionalidad y se sometió al mercado a pesar de los lamentos y las nostalgias. Ahora las técnicas y las especialidades de la danza, del arte o de lo que fuere, estaban siendo instrumentalizadas para el entretenimiento. Actualmente estamos viviendo las consecuencias extremas de aquello, que está muy bien ilustrado por Martel (2011) en lo que denomina cultura mainstream.
En este contexto de capitalismo salvaje y de contradicciones estructurales encubiertas, que al arte se lo denomine popular y que aquello negado, racializado, marginado y subvalorado como danza folclórica ahora se lo quiera mostrar como parte de expresiones “estéticas” importantes, no debería parecernos nada raro. Porque lo que está en juego es el “bien” del mercado, la acumulación y la ganancia al infinito de las corporaciones y el empobrecimiento de cada vez más gente en el mundo. Este es el nuevo estado de realidad a partir de la instauración de una geopolítica de la cultura y de los medios (Martel, 2011) instalada en la geografía global.
Es por esto que ya no interesa si el arte es “popular” o si la “danza folclórica” es arte. La relevancia fundamental de la época es la ganancia y el consumo desde la “cultura del desechable”, y parecería, en algunos casos, que hasta estas manifestaciones tienen su obsolescencia programada. Para la geopolítica actual no es relevante la nomenclatura con la que se denomina a los fenómenos o a los procesos, y si estos contienen contradicciones; tampoco le interesa que se mantengan los límites entre élites y subalternidades; lo que le interesa es transformar en mercancía y ganancia hasta el infinito absolutamente todo.