¿La noción del mestizaje alimenta el racismo estructural de la sociedad boliviana? ¿Cómo se subvierte una estructura social discriminatoria y segregadora? Una nariz rota no cambia la historia, pero sí la interpela y trastoca los cimientos de una estructura colonial.
Compartimos las reflexiones del escritor Gabriel Mamani sobre la intervención al monumento a Colón en La Paz, Bolivia.
Soy de los que piensa que la intervención (o desaparición) del monumento de Colón, en Bolivia y en cualquier parte de América, hace más por una sociedad que su presencia incólume e intocable. Aquella interpela; esta adormece.
El racismo estructural se alimenta del opio del mestizaje, que nos hace creer que todo está bien, que no hay conflictos, que el “crisol de razas” en el que vivimos es una ronda de arroz con leche y que la historia, por ser historia, no debe ser revisada ni cuestionada. Que sus monumentos —muchos de ellos una genuflexión al colonialismo— deben ser intocables, así como cualquier atrocidad histórica y presente.
El acto de aquellos activistas va a contrapelo del delirio nacionalista y mestizo, cosa que aplaudo: todo lo que genera preguntas e interpelaciones siempre será bueno para este país del silencio, este país que no mira la sangre de las páginas de su historia pero sí la pintura en una estatua o en una pared.
Hace unos días, un grupo de activistas quiso intervenir la estatua de Cristóbal Colón, ubicada en el centro de la ciudad de La Paz. Hay una imagen icónica que ronda por las redes: un hombre con gorro rodea la cabeza de Colón, pintada de negro, con una cuerda.
Dicen que el objetivo era derrumbar la estatua. Dicen que le volaron la nariz. Dicen, también, que la Alcaldía se olía la osadía y que, por ello, un día antes, el alcalde Iván Arias ordenó que se protegiera la estatua con paredes de calamina.
La Policía actuó con una rapidez que para las víctimas de asaltos y agresiones físicas resulta envidiable: detuvieron a algunos y la noticia fue la comidilla de los medios de comunicación y grupos acostumbrados a satanizar todo lo que cuestiona el status quo.
Subversión iconoclasta
Lo que sucedió en La Paz no es ocasional ni una mancha aislada en la pared de la coyuntura: desde hace algunos meses, en varias partes del mundo, existe una ola iconoclasta que busca desmontar símbolos —entre ellos estatuas— que le hacen honor a personajes que, en un momento determinado, fueron tomados como íconos del sentido común de aquel tiempo pero que hoy, luego de varias relecturas y una ola activista que desde hace años le hace la lucha al conservadurismo y al enanismo político, son contemplados con recelo.
Algunos ejemplos: en Estados Unidos, luego de que un policía blanco asesinara al afroamericano George Floyd, activistas organizados bajo el lema de Black Lives Matter, intervinieron estatuas, entre ellas la de Colón, en distintas ciudades de Estados Unidos.
En Colombia, activistas tumbaron la estatua del fundador español de Bogotá. Mientras que en Bélgica, el Gobierno local retiró el monumento de Leopoldo II, quien fue uno de los responsables del genocidio cometido a finales del siglo XIX contra la población del Congo.
Uno de los casos de subversión iconoclasta que llamó más la atención fue la quema de iglesias en Canadá, luego de que se encontraran más de doscientos cuerpos de niños indígenas enterrados debajo de internados religiosos.
Por su puesto: la clase media, además de la clase política boliviana, elevó al grito al cielo al enterarse de la noticia. Le quitaron la nariz a Colón, y fue como si a muchos les hubieran quitado una porción de ese pigmento blancuzco que los hace sentirse no tan indios.
En RTP, un desafortunado panelista llegó a decir que lo que los activistas buscaban era imponer un esencialismo en el que solo se reconocía a la Bolivia indígena, con lo que “se negaba el mestizaje”. Por otra parte, muchos reclamaron por el daño que los activistas le habían hecho al ornato público, al mismo tiempo que, de un día para el otro, gente a la que por mucho tiempo le valió muy poco la cultura (entre ellos defensores del régimen de Jeanine Áñez, quien en su momento cerró el Ministerio de Culturas) se transformó en erudita en arte y escultura.
«Traer el recuerdo»
La palabra monumento deriva del latín monunentum, que significa “advertir, recordar, traer el recuerdo”. Dentro de una sociedad, los monumentos y su valor patrimonial existen de acuerdo a las relaciones sociales y simbólicas que giran alrededor del personaje o evento histórico homenajeado. Su presencia —sobre todo en un lugar céntrico como el Prado paceño— no es gratuita: es el recordatorio de algo que la sociedad, en su momento, asumió que quería recordar, preservar.
Una estatua, más allá de su valor artístico, funciona como una herramienta de preservación de valores e identidad dentro de un grupo. Al mismo tiempo, opera como artefacto emocional que destila sentimientos de pertenencia o rechazo.
En el caso de la estatua de Colón en La Paz —por mucho tiempo ignorada por aquellos que hoy lamentan su intervención—, se han generado diferentes tipos de afectos: como experiencia emocional, el monumento ha activado un sentido de pertenencia en un grupo que la ha defendido a capa y espada bajo el argumento que representa “la esencia mestiza del país”, en oposición al sentir de los manifestantes y muchos otros grupos que encuentran en la estatua un recuerdo celebratorio de la invasión, un hecho histórico que dejó como legado un colonialismo legal —terminado, en teoría, con la declaración de independencia— y un colonialismo simbólico que sigue vigente en el país, muy a pesar de los intentos fallidos de descolonización por parte del actual partido de Gobierno.
Bajo el pacato e infantil argumento de que la historia no va a cambiarse y que la presencia de una estatua no carece de ningún valor político, muchos han satanizado a los activistas y a quienes defienden a los mismos. Como era de esperarse, los han agrupado y se han asido del ya clásico racismo boliviano que engloba bajo el rótulo de “masistas”, “ignorantes” y “salvajes” a todo aquel que milita en la lucha antirracista.
Lo que esta facción —encabezada por el alcalde Arias, políticos de la oposición y algunos periodistas— no entiende es que lo simbólico es un elemento clave a la hora de bosquejar cambios. Las grandes transformaciones sociales no solo están en las revoluciones y en aparatosos paquetes legislativos —como las leyes promulgadas por el MAS—, sino que también se germinan en actos cotidianos y simbólicos.
Contramonumentos
Una estatua derribada o sustituida por otra no cambiará la historia, por su puesto, pero sí pone en el tapete la revisión de lo que representa e implica una descolonización a partir del paisaje, del hábitat. Como escribió Huáscar Morales: “lo que se busca es interpelar la historia, interpelar la narrativa sesgada y mover lo simbólico hacia otro eje, porque existe algo en lo social que lo reclama”.
Existe una idea bastante expandida en las redes y alimentada por Carlos Mesa y sus seguidores: «si vamos a derribar la estatua de Colón, también eliminemos la lengua española, borremos el arte europeo», etc. Estupideces. La descolonización —representada, en este caso, en la intervención de la estatua— no apunta a eso ni mucho menos a borrar lo hispánico de nuestra cultura, sino a desmontar esa estructura colonial marcada hace siglos y que hoy, aunque no de forma legal, pervive social y simbólicamente: ese vetusto pero vigente organigrama que pone lo blanco sobre lo indígena y negro.
Un monumento es un componente clave de las narrativas sociales, esos relatos que nos contamos sobre nosotros mismos y que ondulan los imaginarios y desembocan en acciones.
Así, el monumento de Cristóbal Colón en pleno Prado paceño es la advertencia de que existe un sentido común que entiende que el proceso colonial debe ser algo celebrado, lo cual alberga un afianzamiento —simbólico, pero efectivo e inamovible, igual que cualquier componente del paisaje urbano— de que la pirámide social heredada de la Colonia es algo incuestionable y, por lo tanto, intocable.
Actos como el del «ataque» a Colón o la intervención de la estatua de Isabel La Católica en La Paz hace meses pueden entenderse como contramonumentos: son revisiones e interpelaciones que pretenden poner bajo la lupa social la historia de los grupos marginados y quitarles la capa de héroes a personajes monumentalizados que, por muchos años, incluso siglos, fueron vistos como ejemplos a seguir, sin tomar en cuenta las consecuencias de sus actos y de los imaginarios que propagaron.
Es como dice Enzo Traverso:
“(…) lejos de borrar el pasado, la iconoclastia antirracista entraña una nueva conciencia histórica que inevitablemente afecta el paisaje urbano. Las estatuas en disputa celebran el pasado y a sus actores (…) Las ciudades son cuerpos vivos que cambian de acuerdo con las necesidades, valores y deseos de sus habitantes”.
La nariz picoteada de Colón alberga el viejo temor boliviano de aceptar que hay una historia y un presente llenos de sangre y racismo, una historia y un presente que, en el espejismo del mestizaje, nos hace creer que no existe una discriminación sistemática, simbólica e histórica que, pese a los avances, todavía opera con efectividad en nuestro país.
La fragilidad del mestizaje y los paisajes racistas
Esa idea de mestizaje —real en lo biológico, falsa en lo social— le ha vendido a los bolivianos la noción de un “encuentro entre culturas” que debería ser celebrado en vez de cuestionado, eliminando con ello todo resabio del intento de destrucción que existió y ha existido por parte de una de las partes de ese “encuentro”.
La escritora Mónica Ojeda da en el punto cuando opina sobre el asunto:
“[El mestizaje] es una palabra que le lanza confeti a la violencia de los procesos coloniales”.
Nuestra noción de mestizaje es frágil. No por nada, la indignación de los paceños al ver las estatuas de Colón e Isabel La Católica “vandalizadas” causó una reacción inmediata, mientras que paredes pintadas con mensajes racistas, como las que aparecieron en varios lugares del barrio de Sopocachi en las últimas elecciones subnacionales, se mantuvieron intactas y no generaron ningún tipo de repudio periodístico ni municipal.
No nos importa tener un paisaje racista (como las paredes pintadas con mensajes discriminatorios), pero sí nos ofende la pérdida de una nariz —italiana, ni siquiera española— que, en el espejismo del mestizaje, “nos representa”.
O, mejor dicho, representa nuestra aspiración colonial: sentirnos lejanos de la raíz indígena, escapar de ese hoyo aymara que es la ciudad de La Paz, sentirnos otros, diferentes a aquellos a quienes muchos consideran inferiores, salvajes, ignorantes, imaginarnos “mestizos”, y con ello cerrar de un portazo la entrada de cualquier crítica al racismo cotidiano que vivimos y, por su puesto, a la historia sangrienta y oscura que fue y es la boliviana.
En fin. Nada de esto sorprende en una ciudad que, en 2019, lloró por unos buses quemados y que prácticamente festejó —y sigue festejando— la muerte de seres de carne y hueso —no de yeso ni de estuco— en El Alto.