Estamos muy contentas de poder compartir este hermoso prólogo a la edición española de ‘Íntimas’ de nuestra Adela Zamudio. Un textazo de Giovanna Rivero, escritora cruceña y una de las editoras de Mantis; con la aparición siempre oportuna de Virginia Ayllón. Esta última presentará mañana, en Cochabamba, una colección de estudios críticos a la obra de la cochabambina. ¡Literatura y feminismo para todes!
Giovanna Rivero
Que la escritora boliviana Adela Zamudio (1854-1928) haya titulado Íntimas a la única novela que escribió fue un gesto muy provocador, considerando el reinado compartido que en Bolivia ejercían el realismo y el costumbrismo de comienzos del siglo XX. “Íntimas”, así en plural y en femenino, adquiere el estatuto de un sustantivo, incluso si la primera tentación es pensar en “cartas íntimas”, “vidas íntimas” o “amigas íntimas”. La soledad y aparente transparencia de la palabra sugirió desde la portada un universo psicológico que no sólo era inexistente en el panorama boliviano –como lo ha señalado uno de sus más dedicados críticos, Willy Muñoz–, sino que revestía de una sutil pátina de sensualidad, de erotismo, las relaciones entre personajes, instalando una tensión entre el deseo y las rígidas estructuras patriarcales de la época.
Publicada en 1913, Íntimas fue recibida con exaltadas críticas que le reclamaban a la escritora el no haberse detenido a pintar el paisaje con largas descripciones costumbristas que dieran cuenta del escenario geográfico en que se debatían los personajes. Como puede leerse en el libro que Muñoz le dedica a su obra, La narrativa de Adela Zamudio (2003), con la excusa de una amistad paternalista, sus detractores la conminaron a abandonar el arte de la novela –cuánto mejor le iba con la poesía, dijeron–. Muñoz detalla, por ejemplo, que el periodista Demetrio Canelas intentó disciplinar las ambiciones literarias de Zamudio reconviniéndola a abandonar el género de la novela, afirmando que “[e]sta tarea está reservada para los espíritus combativos y ásperos, a quienes no se puede dañar al fragor de los odios. Vuelva nuestra gran autora a pulsar en la mansedumbre de sus horas meditativas, su lira encantada” (citado en Muñoz).
Pero, ¿no había atravesado este mismo tipo de control intelectual la gran Sor Juana Inés de la Cruz? Si una hermana de ruta ya lo había hecho, también podría hacerlo la Zamudio. Y aunque no tengo prueba alguna de que Adela tomó como modelo a Juana Inés, quiero imaginar que –dada su profunda cultura y su conmovedora valentía– se sintió acompañada por ella en esa aventura de romper los muros que, con maliciosa presteza, la sociedad levantaba a su alrededor. Incluso en este fragmento rebosante de ironía con que Adela responde en 1914 a la oscura opinión de otro amigo (Claudio Peñaranda), se percibe un recurso similar al que Juana Inés blandió contra de la miseria de espíritu:
“Por eso hay tantos poetas nacionales que han producido poesías irreprochables, entre tanto que no hay, según mi opinión, una sola novela nacional que merezca el nombre de tal”.
Sin duda, en Adela late un corazón lleno de coraje. No es a ella a quien van a enseñarle qué es y cómo se escribe una novela nacional. A sus 60 años, está más que curtida en el arte de defender sus ideas y posiciones ante los tácitos tribunales de la Iglesia, la sociedad cochabambina y los valores de una educación escolar que se acomodaban con complicidad al patriarcado. No es, pues, desde el ego que Zamudio saca cara por su novela, sino desde una dignidad de escritora que se disputa en el terreno mismo de la escritura el derecho a contar las vidas de seres humanos en esa intersección circunstancial que era vivir en Bolivia, a comienzos del siglo XX.
Íntimas está estructurada en dos partes, la primera a cargo de una voz masculina y la segunda, de una voz femenina. Ambas partes están compuestas por un conjunto de cartas que, entre octubre de 1906 y agosto de 1907, Juan y Antonia les envían a sus amigos Armando y Gracia, respectivamente. Y aunque el lector no accede a las respuestas que los narradores reciben de los destinatarios, tampoco se extraña esa interlocución porque los acontecimientos de las vidas narradas en esas cartas están estructurados con un perspectivismo tan solvente que una respuesta más no solo sería innecesaria, sino inoportuna: el arco narrativo que despliega la novela se funda precisamente en la ambivalencia entre lo que se sentencia y lo que se ignora, estrategia que nos invita a pensar en un anticipado gesto policial, pues ¿qué si no es el sistema de sospechas que se teje en torno al prestigio de Evangelina, la gran víctima de Íntimas? Además, la ausencia/presencia de los destinatarios enfatiza el hermetismo de la sociedad cochabambina, su insularidad sociológica, como si el oxígeno o la posibilidad de otras vidas quedara totalmente afuera de su horizonte.
Las cartas de Juan funcionan como un ‘fresco’ de la sociedad cochabambina. Aunque el motivo de su estadía en casa de Casta y su esposo es inicialmente práctico –debe realizar trámites para que su amigo Armando regularice la posesión de unas minas–, sus días en la ciudad lo van involucrando anímicamente con el ritmo afectivo de los habitantes y sus rituales sociales. Como poeta decadente, Juan experimenta las novedades de Cochabamba tomando de cada evento su lado más sensual, y en ocasiones más perverso. Así, en los rostros de las mujeres hay siempre algo más, una señal que lo convoca hacia los vericuetos de la psiquis humana. Adela Zamudio se asegura, además, de que su personaje participe de la fiesta de máscaras del carnaval en una sugerente alegoría de lo que es una sociedad barroca, colonial, tan dispuesta a incorporar la máscara a la propia identidad. En este sentido, Íntimas adelanta también lo que en la avanzada modernidad será la novela urbana, pues en esa breve heterotopía que Zamudio construye en las jornadas de carnaval cuestiona las imposturas de las clases sociales y emplaza el cuerpo en una esfera en la que el tacto, el roce, la posibilidad de la herida, suman una turbadora vitalidad.
Las cartas que Antonia dirige a Gracia se ocupan con mayor énfasis de desnudar la trama de sospechas sobre el honor femenino de Evangelina, quien sufre intensamente de amor por un hombre cuyos intereses afectivos se supeditan a valores económicos. Es precisamente en Antonia, en su voz de mujer, en quien la escritora deposita la tarea de la conquista de una verdad. Si el poeta decadente se ha encargado de relatar lo que las máscaras festivas enuncian insidiosas, Antonia se afana en arrancar esas pieles falsas confiada en que la verdad debe expurgarse del enunciado social, pues para ella la verdad está anudada al dolor, a la más radical intimidad. Cuando Evangelina se percata del lugar que ocupaba en ese temible ojo de huracán, un aura de estoicismo la envuelve. Así lo atestigua Antonia: “¡Estaba encendida, agitada, divina! No derramó una lágrima”. La intensidad de los afectos nos hace pensar en heroínas góticas que se inmolan ante la imposibilidad de una victoria terrenal.
Justamente, Zamudio abre la novela con una escena que bien puede inscribirse en la sensibilidad gótica. En su primera carta a Armando, Juan narra la impresión que le produce el sobrino de Altagracia:
“El chico tenía en el cuello un enorme tumor. La hinchazón, arrastrándole uno de los carrillos le había desfigurado horriblemente. Al menor movimiento que alguien hiciera a su lado, lanzaba gemidos angustiosos, figurándose que le lastimaban”.
Esta breve representación de un niño trastornado por la enfermedad, rozando lo monstruoso, se repite con cierta insistencia en Íntimas. En esa misma carta, Juan describe el aspecto del hijo del “ama”, la indígena que ha amamantado a los niños de la casa: “El suyo estaba ahí, en un rincón del patio, tirado sobre un pellejo; pequeño monstruo de vientre hinchado, cuya vista lastimaba y repelía. Su imbecilidad, su horrible raquitismo y sus mejillas escaldadas por el llanto, daban a conocer cuánto había padecido de hambre y abandono, en los pocos meses que tenía de existencia, entre tanto que la que le diera el ser regalaba con la abundante fuente de su seno al hijo de otra mujer”. Quizás esa atmósfera de anomalía se desprenda de deformidades sociales mucho más perturbadoras. Y de allí la clara alusión a la injusticia que Zamudio hace con respecto a la leche indígena destinada a nutrir a otro niño y no al propio.
Precisamente, la maternidad es un tópico central en Íntimas. Lo es primero el amor, claro, en cuanto vector de construcción social y mantenimiento del statu quo (de la clase social, del patrimonio económico); en otras palabras, el amor como función política conservadora, por un lado, y el amor por el ser mujer como fuerza política que abre una veta de fuga (a un alto precio) en ese cuerpo social tan estremecedoramente compacto. Virginia Aillón nota que Adela Zamudio, como otras escritoras del Romanticismo, impugnaban un modelo textual de mujer: “A esto se opone Zamudio, a esta representación textual de la mujer. Es en este sentido que Zamudio ‘crea’ a la mujer en Bolivia porque interpela el modelo romántico de mujer y sus mecanismos como el del amor romántico”. Para Aillón, Adela Zamudio pone en evidencia el carácter público del amor, toda vez que este funciona como trampa y como límite. Por supuesto, en esta novela psicológica la maternidad como extensión “natural” de esa trampa se instituye también como un campo existencial de feroces batallas.
“La maternidad, en ciertos casos, hace a la mujer egoísta hasta la ferocidad”, concluye Juan en tono de axioma, comentándole a Armando cuánto lo inquieta el desafecto que demuestra Casta por sus propios hijos. En efecto, más de una vez en esta obra, Zamudio subvierte las concepciones idealizadas de la maternidad, relativizando el vínculo biológico, abogando por formas de ser madre que se originan en la voluntad sentimental. Es, pues, probable que, en las referencias a los modos de ejercer una maternidad vicaria, la propia Adela Zamudio haya sembrado biografemas a lo largo de Íntimas. Por ejemplo, cuando Gracia comenta: “No sabe Ud. que las tías somos a veces más madres. Mientras éstas gozan de los mimos del esposo, nosotras consolamos las penas y acallamos el llanto de los pequeños, pero también gozamos de las primicias de su cariño”, podría decirse que Adela está hablando de su propio rol de profesora, de su entrega fervorosa a una educación escolar que promoviera por fin un giro epistemológico.
¿Tiene un final feliz esta novela? La lectora, el lector lo dirán. Lo cierto es que Adela Zamudio es también, de alguna manera, fiel a la pesadumbre colonial –a ese “spleen de los mil demonios”, como pone en boca de su poeta decadente–, pero en contrapartida permite que sus personajes se hagan cargo de sus acciones en el mejor de los sentidos, es decir, abrazando existencias que no pueden complacer a dos amos. Habría que decir también que la amargura que algunos biógrafos detectaron en su obra como una marca de su propia vida trasciende el solipsismo y se instaura –tal vez como un coletazo del Romanticismo– en el territorio complejo y deslumbrante de la melancolía. Allí donde la subjetividad enfrenta sus pérdidas, las pasadas y las que advienen, y entonces se revela sin otro artificio que su entrañable y transformadora fragilidad.