En medio de la emergencia sanitaria, una mujer trans y su hermana recorrieron varios hospitales cruceños en busca de la atención médica que pudo salvarle la vida. Pero, pese a la gravedad de su cuadro, las puertas siempre se le cerraron.
Luego de una tortuosa peregrinación en busca de atención médica, Fernanda falleció la noche del sábado 30 de mayo, en el domicilio de su hermana en Santa Cruz de la Sierra. Había llegado hasta ese último refugio, luego de que su familia contratara un taxi en el que pasearon por al menos tres centros médicos en los que siempre se le negó ayuda. Comenzaron en el centro de salud Lazareto. Posteriormente, solicitaron su atención en otros dos hospitales. Las puertas se le volvieron a cerrar. Desamparadas y con resignación, regresaron hasta el hogar en el que Fernanda y su hermana compartieron sus últimos momentos juntas.
Desalojada, inhabilitada para trabajar y sumergida en la pobreza. Así vivía Fernanda y esos también fueron los factores clave que se sumaron y propiciaron su muerte.
Es casi la medianoche del miércoles 27 de mayo y Fernanda llega al hospital Lazareto. Está inconsciente y tiene dos heridas, una en la cabeza, la otra en la pierna. Esa noche, Fernanda no presenta ningún síntoma que pueda hacer pensar en la COVID-19.
Un día después, pasado el mediodía y con doce horas de desconsuelo a cuestas, Fernanda continuaba postrada y solitaria en puertas del centro de salud Lazareto. Los vecinos la observaban de lejos, ninguno le ofreció ayuda, con el supuesto temor a contaminarse con el nuevo coronavirus. Horas antes, personal de ese centro hizo gestiones con la Defensoría del Pueblo, porque se vieron desbordados por la situación.
Así es que integrantes del Movimiento de la Diversidad Sexual y de Género de Santa Cruz fueron informados del caso: Fernanda había pasado toda la noche en la puerta de una posta sanitaria, con dos lesiones, una en la cabeza, otra en la pierna.
Inmediatamente, el Movimiento contactó con una familiar, activó una campaña de ayuda económica y, a la vez, solicitó auxilio a autoridades gubernamentales.
Recién a las 18:00 la hermana de Fernanda pudo recogerla y llevarla en un taxi hasta su domicilio, ubicado en El Quior, en las afueras de la ciudad. Horas más tarde, gracias a la solicitud de activistas y a la respuesta de la Secretaria de Desarrollo Humano de la Gobernación cruceña, se autorizó que Fernanda sea trasladada hasta el Centro de Salud Pueblo Nuevo, ubicado en la misma zona.
Allí le hicieron muchas pruebas, ninguna para descartar un posible caso de COVID-19. En todo ese día, Fernanda no habría podido ingerir ningún alimento ni había recibido ningún tipo de tratamiento.
La tarde del viernes 29 de mayo Fernanda es retirada del sanatorio. Sin embargo, aún permanecía en un estado de salud crítico. La obligaron a abandonar el lugar pese a que no habían ambulancias disponibles. Las autoridades del centro médico supusieron que Fernanda era un «riesgo» para los demás pacientes y que debía ser atendida por algún especialista. Sin mayores aclaraciones ni garantías, fue despachada con una nota de referencia al hospital San Juan de Dios ubicado en el centro de la capital cruceña.
Horas después, Fernanda resiste y se aferra a la vida en un taxi -no en la sala de un hospital, no recibiendo algún tratamiento-, en los brazos de su hermana. La misma que ruega por una camilla en el salón de emergencia del San Juan de Dios. La misma que no entiende por qué el personal médico le niega atención a Fernanda. No la reciben, alegan falta de espacio y prometen la atención con algún médico.
Pero la promesa fue incumplida. Una hora después no hay nadie que se haya acercado a ver cómo se encuentra Fernanda. La promesa rota, las esperanzas rotas. Desesperada, su hermana decide llevarla de regreso hasta su casa, cuidarla por sus propios medios.
Allí, en esa casa, en esa habitación, en esa cama en la que Fernanda agoniza, termina esta historia. Fernanda y su hermana y el último reencuentro en la más triste de las situaciones.
Según un estudio de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el promedio de vida para una mujer trans en Latinoamérica es de 35 años. Estas mujeres se ven afectadas por las condiciones de vida a las que son sometidas desde muy jóvenes, condiciones relacionadas a la violencia machista dentro y fuera de sus hogares, negándoles estudio, trabajo y vivienda por su identidad. La pandemia y las medidas gubernamentales han agudizado las duras realidades de muchas de ellas.
Fernanda fue víctima de estas violencias estructurales, institucionalizadas, dolorosamente cotidianas.