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Cineclubcito lleva a Cochabamba el estreno de ‘Familia sumergida’, premiada en el certamen Horizontes Latinos del Festival de Cine de San Sebastián en 2018. La cinta se proyectará el miércoles 8 de mayo, desde las 19:00, en La Libre. ¡Te dejamos una reseña para que te dejes tentar por una buena dosis de cine!
Mijail Miranda Zapata
El tríangulo Mercedes Morán, Lucrecia Martel y María Alché parece ser un conjuro, una especie de portal hacia lo fantasmático, hacia un desborde de lo imaginario a partir de representaciones siempre evocadas desde las insatisfacciones, un deseo palpitante y los más profundos temores.
El primer largo de la novel cineasta se perfila como una síntesis de la atmósfera putrefacta y opresiva creada por Martel en La Ciénaga, con la recreación de una aristocrática familia rural, en franca caída libre, y el personaje de Morán como una válvula de escape a la implosión existencial de un puñado de vidas amodorradas por la bruma tropical del norte argentino; y el misticismo urbano y espectral de La niña santa, con Alché en la carne de una adolescente, cuya madre es interpretada también por Morán, capaz de tambalearse seductoramente entre la consumación del anhelo reprimido y la consagración de un fin más allá del bien y del mal, una vez más con la decadencia como telón de fondo.
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Así, con esa tradición enraizada en su manera de hacer y hacerse cine, no sorprende que la joven realizadora argentina llegue a su opera prima, Familia sumergida, con un destello de genialidad y clarividencia, propio de las obras maestras. Y si este filme no es una de ellas, está muy cerca.
Tal como en las cintas mencionadas anteriormente, la narración de la película nace en un punto muerto de la cotidianidad asfixiante del hogar y se extiende en espiral alcanzando límites que más de una vez se desmarcan de la realidad.
Haciendo parangón con un trabajo literario, lo de Alché se parece mucho a la escritura de su compatriota Samantha Schweblin, que lograr trastocar con una violencia inusitada -paradójicamente, con gran sutileza- esos territorios que parecen inalterables: los de la familia, el matrimonio, el compromiso filial. Esos espacios en los que, finalmente, se gesta y se destruye todo.
Alché nos acomoda en un espacio minúsculo detrás de la cámara, tan reducido como el que se observa por delante. Entonces, Familia sumergida es, ante todo, una sensación de ahogo constante, son los cuerpos flotando en una pecera diminuta donde se contraen y expanden, se deforman, se tocan sin hacerlo, por la simple inercia de las circunstancias; los cuerpos, sus apetitos, sus miedos, sus enojos, se confunden en una postal de ensoñaciones resquebrajadas por viejos fantasmas.
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La puesta en escena y la fotografía, verdosa, velada y cadenciosa, refuerzan esta condición coreográfica y subacuática de memorias e incertidumbres danzando en el fondo del mar (o la selva): humedales, humedades, fluidos, descomposiciones, vida y muerte.
Tal como también hacen el exquisito diseño sonoro, de Julia Huberman, y la música, de Luciano Azzigoti, con las únicas posibilidades que ofrece Alché a Marcela (Mercedes Morán), su protagonista, de revisitar su pasado, a sus muertos, en un ejercicio de delirio espeluznante, o mirar más allá, hacia el futuro, gracias al hálito revitalizante del amor; acaso las únicas salidas a un presente adormecido por la rutina, al extremo de la catalepsia.
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Alché debuta con un gran despliegue de artificios cinematográficos dosificados con maestría y un pulso firme para narrar una historia inclasificable, a la altura de su tiempo y las interpelaciones, reinterpretaciones y reconfiguraciones que se desprenden de él.
Haciendo un repaso a los nombres detallados antes, y aquellos que se desprenden por asociación, es fácil corroborar una verdad regocijante: estamos frente a varias generaciones de creadoras que encaran el cine, la literatura, las artes en general, con una sensibilidad capaz de diluir los viejos márgenes que las contienen, expandiendo infinitamente las posibilidades del entendimiento, el padecimiento y el goce.