Elvira Espejo siempre luchó por lo que quiso. Desde trabajar hasta la madrugada para pagarse el colegio o viajar a la capital para estudiar Arte. Este año comparte más de ella y su mirada en su poemario Kirki Qhañi: Petaca de las poéticas andinas.
Elvira Espejo Ayca tenía 12 años cuando se quedó absorta viendo las pinturas de un templo. Entonces hizo una pregunta que le cambiaría la vida: “¿qué se estudia para eso?”.
Nació en la comunidad Qaqachaka, en el departamento de Oruro, un lugar conocido por un espíritu aguerrido y rebelde entre su gente.
En su niñez el primer enemigo que tuvo que vencer Elvira fue el español. Causante de mucha de la deserción escolar.
“Había cosas que no podíamos pronunciar y al mismo tiempo que no podíamos entender eso generó muchas complicaciones en muchos niños y niñas (…) había muchos niños que iniciaban primero, segundo, tercero básico y en cuarto básico empezaban a desgranarse, (el curso) empezaba a reducirse”, cuenta Elvira.
A Elvira le gustaba la escuela, así que se obligó a aprender español, idioma que lo tiene matizado por el aimara y quechua heredado de sus padres.
El dinero está lejos de la comunidad
El siguiente problema al que tuvo que enfrentarse, al igual que el resto de la comunidad, fue la dificultad de tener dinero.
Podían sembrar comida y tejer su ropa pero era difícil conseguir efectivo. Por eso, al igual que otras niñas, Elvira salió en busca de un trabajo y terminó de mesera en el restaurante del Hotel Potosí en Challapata, donde los viajeros de los buses interdepartamentales descansaban en su trayecto de una ciudad a otra.
“Entraba a las 5:00 (de la tarde) y salía como a las 2:00 de la mañana. Era un trabajo duro”.
Una tarde, mientras revoloteaba alrededor de las mesas, atendió a un sacerdote que la vio detenidamente.
“Me dijo: ‘¿De dónde eres?’ Porque claro, era una persona supuestamente muy humilde con una falda que en realidad no era en un buen estado”.
Elvira le dijo que era de una comunidad cercana y que estaba trabajando para poder acabar su colegiatura. Entonces el sacerdote, que luego sabría que era el párroco de Challapata, le ofreció trabajar con él.
“Yo dije que sí y le fui a consultar a la señora, como si la señora fuera mi dueña, algo muy chistoso”, Elvira ríe.
Comenzó como ayudante de cocina, pelando papas, lavando ollas y ordenando la cocina compulsivamente. “Me gustaba el orden, entonces siempre empezaba así a ordenar las cosas, así como a mi lógica”.
Al ver la dedicación de Elvira el párroco le ofreció ser maestra en la sacristía. Elvira comenzó a viajar por distintos pueblos de la zona para ayudar en las misas y en los trajines administrativos de la parroquia. “Me di cuenta que mi país era una variedad de acciones” recuerda Elvira.
En todas las iglesias que visitaba se quedaba observando sus murales: cuerpos humanos, demonios expulsados del paraíso cristiano y santos con ojos vidriosos.
Un día le preguntó al párroco: ¿Qué carrera se estudia para eso?
A lo que, quizás después de sonreír y acompañarla en la contemplación, le respondió: “Artes”.
El viaje iniciático
Cuando se graduó como bachiller, Elvira viajó a La Paz para saber más de aquellos murales que había visto detenidamente durante su adolescencia.
Ingresó a la Academia Nacional de Bellas Artes “Hernando Siles”, donde la realidad la golpeó.
Cuando llegó, una de las primeras cosas que le dijeron sobre su comunidad y su gente es que no tenían arte. No había registros de ellos o había muy poco en los libros que tenían en la academia.
“Todo lo que yo había aprendido era el tema del desarrollo eurocéntrico. Pintura clásica, pintura rococó, barroco, moderno, contemporáneo, todos los estilos. Y todos estos estilos que se han desarrollado fuera del país y luego nosotros (estamos) apreciando como gran cosa. La verdad me sentía como algo incómoda, algo incompleta”, dice Elvira.
En sus tiempos libres se ofreció para atender la biblioteca del Instituto de Lengua y Cultura Aymara (ILCA), donde sí encontró algunas cosas sobre el arte andino.
“Me robé todos los libros para leer en la noche y leía de todo. Había de todo, de lingüística, había de medicina, arquitectura, antropología, sociología, entonces yo me la tragué (la biblioteca) de todo lo que había. Realmente era leer, leer y leer”, recuerda sonriente Elvira.
El retorno a Qaqachaka
Tras graduarse, cansada de la soledad de su cuarto-taller y el desempleo, Elvira decidió abandonar La Paz para regresar a su comunidad, pero no fue bien recibida.
“Tanto esfuerzo y no tiene casa, no tiene auto, no tiene nada. Qué pena, no se ha casado, no tiene hijos”, fueron algunos comentarios que escuchó Elvira.
“Era así, es duro porque claro, ellos en la comunidad se casan a una edad muy joven, creo que empiezan a los 14 y 15 años, hasta los 22 digamos, yo con 23, terminando la carrera, con 24 no tenía nada, nada”, comparte.
Pero Elvira no había regresado con las manos vacías, llevaba consigo los artículos y estudios sobre su región.
Comenzó a traducir lo que el mundo exterior decía de ellos. Pronto, varios se arremolinaron alrededor de ella al grito: “La Elvira había traído los papeles que dicen de nosotros”. Llegó a reunirse toda la comunidad y los siguientes días comenzaron a llegar personas de otras localidades.
Escuchaban extrañados las versiones y conclusiones a las que llegaban los extranjeros. “Eso es como nos miran, eso es como nos ven (…) eso tiene que cambiar, tendría que ser como nosotros pensamos como nosotros entendemos, no como ellos nos dicen”, le reclamaron a Elvira, y después prácticamente la obligaron a investigar por su cuenta.
La misión de Elvira
Elvira reunió y habló, recopiló y escribió, y finalmente publicó el conocimiento que había sido ignorado por tantos años. Así comenzó su aventura, con artículos de investigación atinados, ricos y auténticos que han dado la vuelta al continente.
Elvira se dio a conocer por defender la equivalencia de la oralidad frente a los documentos. Por criticar el pensamiento racional de Immanuel Kant y sus diferencias con las lenguas originarias, y proponer que los pueblos indígenas sean coautores de las investigaciones sobre ellos.
“Imagínate si hay maestras y maestros que se han formado por muchos años y que una persona venga, digamos te entreviste y luego eres el informante, tampoco así, ¿no? Ahora yo pienso que América Latina tiene que hacer este reclamo de la coautoría”, dice Elvira.
Su carrera ha seguido varias direcciones, además de ser investigadora especializada en estudios y tejidos andinos, se ha dedicado a la museología, la poesía y la música.
El 2013 fue nombrada directora del Museo Nacional de Folklore y Etnografía y el 2020 recibió la Medalla Goethe debido a sus gestiones de hermanamiento entre culturas, convirtiéndose en la persona más joven y la primera boliviana en recibir el galardón.
Este jueves (24.03.22) la Editorial El Cuervo presenta en el Espacio Simón I. Patiño-La Paz su poemario Kirki Qhañi: Petaca de las poéticas andinas, el último proyecto de Elvira, en el que se recopiló, tradujo y rescató decenas de cánticos y poemas andinos para preservarlos y permitirles llegar a más generaciones. Es un regalo para una Bolivia vorazmente castellanizada y que todos los días pierde un poco más de su voz.