Compartimos un texto preparado, pero no leído, para una charla sobre crónica latinoamericana organizada ayer en la Feria Internacional del Libro de La Paz.
Mijail Miranda Zapata
Para hablar de crónica latinoamericana quizás deba remitirme a una controversia, unos 7 años atrás, entre un ornitorrinco y un animal literario no identificado. Como ratón de biblioteca sudaca, viendo entonces a la crónica erguirse como un género masivo y de modé, fue esa disputa la que me puso las orejas en punta respecto a esta suerte de periodismo literario. Fue un Juan Villoro contra un furibundo Juan Terranova.
La desafortunada metáfora de Villoro para describir a la crónica, en el prólogo de su libro Safari accidental, como un género anfibio, híbrido, tal como escribe el argentino y como lo vemos casi todos, muestra a un animal feo, torpe, rastrero, una especie de accidente o error en la naturaleza. Quizás su único atributo “interesante” sea el ser uno de los poco mamíferos venenosos. Eso importa poco, aunque no sea un dato menor. La cuestión es que esta imagen no parece ser la que, en pleno 2019, viene a nuestras mentes cuando leemos la palabra crónica.
Pero ahí está ese bicho raro, arrastrándose o buceando o nadando o lo que sea que haga, con cierto aire pueril y desagradable, redimido de su falta de garbo por una extraña sensación de ternura venida de quién sabe dónde. Quizás de las palabras rimbombantes e hiperinsufladas de sentido que Villoro echa sobre él. De su forma de entender, pensar y entender la crónica.
En el otro extremo, una bestia innombrable e inclasificable, atragantada de explicaciones linguísticas y filosóficas, o sea, la autosuficiencia intelectual de Terranova. Una taxonomía literaria que certifica, con ese aire esnob tan peculiar entre nosotros, lo que es o podría ser validado como crónica.
Villoro y Terranova forman dos polos de ver y asumir la crónica latinoamericana que aun hoy permaneces vigentes y que, curiosamente, tienen más puntos en común de los que uno podría imaginar. Ambos enmarcan la crónica desde la subjetividad omnipotente del que tiene el privilegio de escribir y narrar. Los dos olvidan que la literatura, de ficción o no ficción, se completa en el lector. Si piensan en el que lee, lo asumen solamente en la medida de que sea el que los secunda y los acompaña en su cómoda “travesía” por decretar qué es lo auténtico, como objeto literario, y como debe producirse y consumirse.
Tal vez por eso me siento tan contento al poder acompañar a nuestros invitados internacionales, Diego Osorno y Álex Ayala, porque considero que ambos, pese a sus diferencias temáticas, representan una tercera alternativa de lo que podemos tentar a bautizar como “cronista latinoamericano”.
Lo que logro ver en ambos es un compromiso inquebrantable con el lector. Además de otros pactos, igual de capitales, con la información y la historia como algo con la urgencia de ser contado. Compromisos que se sitúan más allá de cualquier disputa estilística.
También encuentro en ambos una necesidad, casi vital, por buscar, escuchar, dialogar y, finalmente, contar. Sin mayores aspavientos. Me resulta bastante conmovedora la promesa de un joven Osorno que, al cierre del capítulo cero de su Un vaquero cruza la frontera en silencio, asegura que algún día relataría la historia de su tío sordo. De la misma manera encuentro en Álex la vocación por volcar la mirada en detalles despreciados y desapercibidos para la mayoría de nosotros, pero fundamentales para entendernos como países, culturas y sociedades.
Es por eso que antes que aquella doctrina de antagonismos de la que hablé al principio, continuada después por otros tantos nombres en una guerra de baja intensidad, cada vez estamos más confiados al hablar de miradas complementarias en la crónica latinoamericana.
Pienso en el Rigor Mortis de Álex Ayala y el País de Muertos, crónicas contra la impunidad, coordinado por Diego, o su texto “Yo no me río de la muerte”, donde a su modo, cada uno, indaga en cómo concebimos, como parte de una geografía emocional e histórica articulada, el morir, el matar, el desaparecer, el luto, el humor negro, entre tantas otras cosas. Piezas clave para entendernos en nuestras particularidades y como región.
Complemento. Recuerdo que el colombiano Santiago Gamboa, en un libro de crónica de viajes por China, mencionaba que para él era capital visitar cementerios, mercados, zonas rosa, boliches, para entender las ciudades y su forma de encarar la vida (y la muerte) desde una mirada colectiva.
También me viene a la mente la hermosa colección de Mariana Enríquez intitulada Alguien camina sobre tu tumba. En este libro, desde su afición por las necrópolis, la autora nos brinda una mirada más, desde la arquitectura y el arte mortuorio, de todo aquello que representa y circunda el hecho de cruzar la frontera hacia el lado de los muertos.
O puedo mencionar esa pieza maravillosamente visceral de Gabriela Wiener llamada «Un fin de semana con mi muerte». Escrito desde una experiencia que se acerca a la idea de su propio deceso a lo gonzo, y partiendo de una pose sarcástica, de a poco, la peruana abre paso a los temores más grandes e ineludibles que nos atraviesan a todos: el deterioro, la enfermedad, el vacío, la muerte.
O puedo atreverme a mencionar del díptico de Boris Miranda sobre Octubre Negro y las convulsiones de 2008 en Bolivia, y el reciente estreno en Netflix de Osorno: 1994.
Tres trabajos capaces de identificar el año cero, el momento clave, y los hechos que se encadenaron con disimulo para acabar eclosionando, revolucionando y transformando toda una nación. Con las consecuencias, secuelas y muertos que siempre dejan tras de sí estos «experimentos». Siempre la muerte, siempre los muertos.
Con este repaso quiero reivindicar la idea de las miradas complementarias, escrituras complementarias, porque más allá de las fronteras temáticas y estilísticas, hay una urgencia por romper el cerco de silencio que nos imponen y atravesar las voces de todes en un estruendoso abigarramiento que es lo que, finalmente, nos hace latinoamericanos.