La ecuatoriana Mónica Ojeda es una de las escritoras latinoamericanas más fascinantes de la última década. Su segunda novela, Nefando, fue publicada en Bolivia por Dum Dum Editora.
Su colega boliviana Natalia Chávez escribe sobre esta obra compleja y arrebatadora.
Como cuando en una reunión de amigos en casa se pone un bol de papas fritas en la mesa ratonera del centro de la sala, en Nefando, el material que hace posible la continuidad de la conversa es un producto virtual: el surgimiento de la idea, la creación colaborativa, el desconcierto provocado y la posterior desaparición de un videojuego disponible para los entendidos de la deep web y todo lo que la deep web guarda —oculta— bajo sus espesas alas.
El producto virtual es un juego que se llama Nefando.
De las papas de la mesa ratonera nos servimos para platicar sobre seis personajes principales a quienes el único pegamento que los ha puesto entre las dos tapas del libro es el hecho de compartir un piso en Barcelona.
Protagonistas
Iván y Kiki son mexicanos que han ido a España a escribir. Ambos están en programas de escritura creativa. Kiki vive en uno de los cuartos y escribe una porno novela. Cree firmemente en la idea de que las prácticas sexuales “enfermas” han existido desde siempre, no son una deformación, sino lo que es. Lo que somos.
“No hay diferencia entre lo bonito y lo horrible”, escribe.
En su porno-novela habla de la solemne agonía a través de la cual se comprenden cosas que no se pueden nombrar. “Las palabras no pueden decir que las palabras no pueden decir”, dice Nella, uno de sus personajes, después de matar a un gato y usar su sangre como lubricante para masturbarse.
Iván vive en otra habitación. Siente aversión por su cuerpo en el que se envasa una identidad que va descubriendo recién, a punta de arrancarse pedazos del envoltorio hasta verse a sí mismo en carne viva.
Los otros habitantes son tres hermanos ecuatorianos: los Terán. Irene, Emilio y Cecilia también están en Barcelona estudiando, pero no van a clases.
Y está Cuco, el hacker español que nunca había vivido con latinoamericanos antes.
A estos personajes los conocemos porque Nefando —el videojuego— despertó polémica y fue bajado de la red. Un entrevistador quiere llegar al fondo de alguna cosa, entonces le pregunta a Kiki y a Iván sobre las personas que estuvieron involucradas en la creación del juego (Cuco y los Terán). También habla con Cuco de vez en cuando.
Con los hermanos Terán no habla, no se dirige a ellos probablemente porque lo que dicen Cuco, Kiki e Iván ya revela a los hermanos Terán hasta el punto justo en que somos capaces de soportarlo.
Es posible, también, que este velo que se deja sobre las voces de los hermanos se deba a que los Terán tienen un tipo de pasado demasiado lúgubre como para tratar de recorrer sin guía, sin alguien que los haya visitado antes.
¿Nefando es un videojuego?
No se sabe si el videojuego es un videojuego.
Hay gráficos, comandos escondidos y variaciones de lo que sucede al hacer clic en distintas partes de la escena que se les presenta a los internautas: una habitación en penumbra con una computadora sobre un escritorio y una cama en la que duerme o parece dormir una mujer desnuda.
Pero no hay avance: no hay niveles, checkpoints, logros. No hay un objetivo.
Cuando los usuarios tratan de descifrar durante horas lo que pueden hacer en esa habitación, algunos consiguen “entrar” a la computadora que está ahí, donde se encuentran con videos sexuales repugnantes. Videos de violencia y abuso. Autoflagelaciones. Pedofilia. Etcétera.
Los hermanos Terán son protagonistas de algunos de esos videos, filmados cuando eran niños. Su padre guionizaba y dirigía. Su madre miraba a otro lado.
Cuco dice, cuando el narrador-entrevistador de la novela le pide una opinión al respecto, que no entiende por qué se generó tanto drama por un videojuego que simplemente representa “la mierda que nos rodea todos los días (…) resulta que es censurable hacer de la mierda algo lúdico”.
¿Qué dice de mí, qué dice de vos?
En Nefando, Mónica Ojeda nos muestra tantos límites extraños de la humanidad que al dejarnos, es decir, al llegar al último punto, es posible que nos encontremos tambaleando, mirando a un lado y a otro, buscando una cuerda de la cual sostenernos.
Como si estuviéramos a punto de caer en el ring después de un contundente round en el que nos la pasamos recibiendo golpes de todo tipo.
Nos deja pensando en cómo lo que decimos que es nuestro pasado, lo que pensamos que funciona como andamio figurativo dentro de la carne que hace nuestro cuerpo, es tan configurable —y maleable e imposible de rastrear— como un montón de código de programación que genera una imagen en la pantalla y que permite la activación de funciones.
Tan virtual como un videojuego dejado a placer del internauta que hace clics para activar cosas que desconoce. Un internauta que hace clics para provocar algo en lo que ve. Lo que consigue es entrar a un océano oscuro de imágenes que lo removerán y le harán preguntarse: “¿Esto me repugna o me causa placer?”.
Y también: “¿Qué dice eso de mí?”
Y desoladoramente:
“¿A quién en el mundo le importará mi respuesta?”