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(Auto)crónica de una luchona

Escrito porPaola Montenegro Oporto
28/02/2023
guardado en Mujeres y feminismos, Portada
Tiempo de lectura: 17 mins.
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Mujer joven con su hijo, como una ilustración de lo que la sociedad califica como mamá luchona.

Maternidad en Bolivia.

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Esta crónica fue ganadora del primer lugar de nuestro Primer Premio Nacional de Crónica Feminista (2019). En ella, la autora se pregunta cómo se define una madre «luchona» y ofrece una mirada profunda sobre las maternidades en clave feminista, aquellas que generan incomodidad, descontento o incertidumbre. 


Esta crónica fue parte del libro La Bolivia, una antología de crónica feminista, que incluye los tres textos ganadores y siete menciones especiales del Primer Premio Nacional de Crónica Feminista que lanzamos en 2019. Si te gusta nuestro trabajo y deseas colaborar con la creación de más y nuevos proyectos periodísticos puedes dejarnos un aporte en el Chanchito Muy Waso.
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Jueves, 31 de enero de 2013

Tres semanas de retraso. Mi prueba de la semana pasada dio negativo, pero todavía nada. Anoche casi no dormí y esta mañana, temprano, decidí hablar con él. “Vamos nomás, creo que la de sangre es más confiable”.

Saliendo de clases lo busco entre la multitud de caras que se entremezclan en el atrio de mi universidad. Ahí está, y al verme me dirige una sonrisa que hoy, como nunca, intuyo forzada. Sé que también está nervioso.

Empezamos a recorrer las calles de Obrajes en busca de un laboratorio. Creo que él está contándome algo que ha pasado en su trabajo, pero no logro seguir la conversación; yo camino mirando al suelo, elucubrando acerca de todos los escenarios posibles.

Siete cuadras se sienten como veinte, pero al fin encontramos uno. A través de la puerta de vidrio puedo ver a la recepcionista. Me mira y me paralizo.

—Entrá vos a preguntar, por fa.

No pueden hacer ningún tipo de prueba sin orden médica, ni siquiera una simple prueba de embarazo. Hay que buscar una clínica.

En la clínica tenemos que esperar para que me atiendan. Sentadas frente a nosotros, en la sala de espera, hay una señora con una niña de dos o tres años. La niña está impaciente y quiere irse. La señora –asumo que es su mamá– intenta sin éxito que se quede quieta en el asiento de al lado. La frustración se acumula en ambas y la pequeña estalla en llanto. La mamá, nerviosa por la escena, le ofrece una gelatina para calmarla, pero ella la rechaza con un movimiento brusco. Un poco de gelatina va a parar al pantalón de la señora, lo demás al piso. Ya no puedo mirarlas.

Mi mamá llama para saber si voy a llegar a almorzar.

—Coman nomás, ma, yo me voy a quedar en la biblio a estudiar.

Por fin consigo la orden y camino a la enfermería. Tiemblo con el pinchazo. Como no me animo a abrir el sobre ahí, con todos mirando, salgo casi escapando de la clínica. Él se encarga de agradecerle a la enfermera y despedirse, luego corre detrás de mí y se sienta a mi lado en la acera, expectante, mirando el sobre que tengo entre las manos, aún cerrado.

—No voy a abortar. Tú puedes decidir si participar o no, pero mi decisión está tomada.

—Adri, veremos primero el resultado. No te adelantes.

***

A mediados de 2012 me diagnosticaron síndrome de ovario poliquístico. Eran catorce quistes en el lado derecho y más de veinte en el izquierdo.

—Es como si hubieran enroscado un rosario y te lo hubieran metido en este pobre ovario —bromeó el ecografista.

—Vamos a iniciar un tratamiento hormonal, pero de todas maneras vas a tener que operarte para extraerlos cuando quieras tener hijos, tal vez incluso considerar la reproducción asistida. Ya lo veremos después —sentenció mi ginecóloga.

***

Positivo.

Empiezo a llorar.

—No voy a abortar.

—No te estoy pidiendo que lo hagas.

Yo llevo un par de años militando por el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos. Acompañé a algunas amigas en el proceso de abortar, completamente convencida de que estaban haciendo lo correcto. Pero siento que mi caso es diferente: Se supone que yo no puedo tener hijos. Pienso que esta podría ser mi única oportunidad y tengo miedo de arrepentirme toda la vida si la pierdo. ¿Acaso necesito ser madre para ser feliz? La teoría dice que no, pero la teoría, ahorita, no me quita el miedo.

Además, estoy terminando la universidad (él también), ya no somos adolescentes, podemos con esto. Y estamos juntos, nos amamos. Qué lindo criar a alguien que es un poquito de ambos.

Escribo mucho acerca de deconstruir el amor romántico y aquí estoy, toda incoherente, tomando decisiones con base en él.

Llama a su mejor amigo para contarle. Ahora es él quien llora (¿es tristeza o felicidad?). Yo no quiero llamar a nadie. Quiero pizza. Quiero que se llame Aymara.

Mientras comemos esa pizza, llegamos a un acuerdo: Sofía Aymara.

Llegando a casa encuentro a mi hermano solo y lo convierto en la primera persona en escucharlo de mi boca. Consecuente con su posición de hermano menor, no se lo toma con demasiada seriedad. En realidad, intenta cortar un poco la tensión.

—Ojalá sea niño. Quisiera ver qué haces con un niño, vos que odias a los hombres.

Miércoles, 18 de septiembre de 2013

Es el día. Han sido meses difíciles porque nunca he parado de vomitar. De hecho, peso prácticamente lo mismo que antes de embarazarme. Mi médico decidió ayer operarme de emergencia porque, al parecer, mi placenta envejeció prematuramente o algo así. Esta mañana, mientras veníamos al hospital, él se puso tan nervioso que empezó a tener síntomas de una crisis asmática. Ahora está tratando de actuar normal para no preocuparme, pero noto que incluso le cuesta hablar. Pienso que es extrañamente gracioso que le pase justo ahora, en el peor momento. Pero me golpea otra idea: ojalá el asma no sea hereditaria.

A las 13:05 vienen por mí para llevarme al quirófano. Es una sala grande con demasiadas luces y las siento todas en mi cara. El calor es insoportable. He escuchado de malas experiencias con la epidural, por lo que tengo miedo y empiezo a temblar cuando van a ponérmela.

—Señora, tiene que tranquilizarse si no quiere lastimarse su columna.

Lloro de nervios al sentir la aguja entre mis vértebras. Vomito. Nadie se da cuenta y tampoco me escuchan cuando les aviso. El sonido de baladas románticas a todo volumen, sumado a las vibraciones ensordecedoras de una máquina que parece estar aspirándome el vientre, hacen aún más confusa la escena.

Alcanzo a escuchar al médico:

—Voy a tener mucho cuidado al coser la herida para que puedas seguir usando bikini. Te estoy haciendo el modelo Angelina Jolie.

¡¿Qué demonios acaba de decir este tipo?!

Al finalizar, ponen a un bebé de ojos enormes a mi lado. Mi hermano tenía razón, es niño, no va a llamarse Aymara.

Según mi mamá, ver a tu bebé es la sensación más feliz y mágica de la vida, pero estoy demasiado cansada y adolorida como para sentir algo, por lo que le pido a la enfermera que se lo lleve para poder dormir y me pregunto, por primera vez, ¿soy una mala mamá?

Viernes, 20 de septiembre de 2013

Hoy nos vamos a casa. No duermo desde el día anterior a la operación y comienzo a sospechar que eso del instinto es mentira: no tengo idea de cómo cuidar un bebé, nada me nace “naturalmente”.

Tengo que intentar amamantar otra vez y me sangran los pezones. Pero las enfermeras fueron claras:

—Ni pienses en la mamadera, eso es para las que por flojas no quieren alimentar bien a sus wawas.

En nuestro dormitorio está el moisés blanco con rayitas de colores que nos regaló la abuela (en color neutro, como casi todo lo que tenemos), los muebles, los pequeños adornos de animalitos colgando, la ropita lavada a mano. Todo huele deli.

Llevo meses preparando este momento y ahora siento que es perfecto. Oficialmente somos tres. Ponemos al bicho en medio de nuestra cama y uno de nosotros se acomoda a cada lado. Me doy cuenta de que es increíblemente parecido a mí. Los veo y soy feliz, como nunca antes.

—Cuando esté muriendo, quiero que sea esta la última imagen que pase por mi mente.

Viernes, 9 de mayo de 2014

Se acabó. No hay forma de solucionarlo.

—Siempre me has dicho que eres libre, que no vas a casarte y que esto no era para siempre. Siempre me has hecho sentir absolutamente prescindible.

¿Por qué mis principios de amor saludable, de acompañamiento en libertad, son un problema para él?

Esta noche no dormirá aquí. El domingo vendrá a llevarse sus cosas.

Tengo 23 años, no he terminado mi tesis y no tengo trabajo. Hay un bebé de ocho meses al que tengo que criar sola a partir de hoy. Tengo miedo.

Mi mamá llora cuando se entera. Sufre con la idea de que caiga sobre mí el estigma de “madre soltera”. No quiere eso para su hija.

Desde su perspectiva, él me daba un lugar en el mundo, con él podía tener una familia “normal”: una casa grande, esposo, niños, perros corriendo en el patio.

Domingo, 11 de mayo de 2014

Encuentro a mi abuelo en la puerta de mi casa y, a juzgar por la severidad en su rostro, asumo que ya está enterado de la novedad.

—Qué bien que te encuentro, quiero hablar contigo.

Sé a lo que viene. Ya ha estado aquí en otras oportunidades para tratar de impedir que “arruine mi vida”.

—Estoy de salida, pa, ¿hablemos otro día?

—Es un rato nomás.

Mi abuelo es el autoproclamado guardián moral de la familia. Policía. Cuarenta y ocho años de matrimonio. Cuatro hijas, todas “bien casadas” (dos de ellas contra su voluntad). Su tamaño y su voz imponentes me inquietaban cuando era niña. Es una sensación que no había vuelto a experimentar hasta hoy.

—¿Te he dicho que te cases no ve? ¿Ves por qué te digo las cosas?

—Yo no creo que la función de un matrimonio sea obligar a las personas a estar juntas aunque ya no quieran. Igual, si me hubiera casado, nada en esta situación cambiaría, solamente sería más complicado por el papeleo.

—Adriana, tu hijo necesita a su papá, necesita un modelo a seguir y alguien que le ponga reglas. La mamá no sabe hacer eso.

—Estoy segura de que soy perfectamente capaz de educarlo sola.

—No. Hay tantos delincuentes ahora porque los matrimonios ya no duran y los pobres chicos crecen a su suerte. La mujer tiene que saber mantener su familia unida, ser más paciente, no dar la contra en todo como vos.

Yo pienso que los matrimonios duraban tanto antes porque las mujeres aguantaban todo –infidelidades, golpes, borracheras, TODO– con tal de “mantener a su familia unida”. Yo no estoy dispuesta a repetir las historias ni los dolores de mis abuelas y bisabuelas. Pero miro al piso, asiento con la cabeza a lo que me dice y no respondo nada más. Ya no quiero pelear.

Mayo a octubre de 2014

Infierno.

Gritos, mentiras, insultos, amenazas, abogados, odio.

¿Es esta la misma persona con la que he escuchado a Pink Floyd por primera vez?

Infierno y luego acuerdo transaccional: la custodia es mía.

Él va a verlo los domingos por la tarde.

—Quisiera pensar en alguna manera de que compartamos responsabilidades de crianza. Que lo vea solamente una tarde a la semana me parece absurdo.

—Podemos establecer en el documento que puede verlo más días, pero dependería de él. No hay forma legal de obligarlo a que lo visite.

—Pero sí hay forma legal de obligarme a mí a que le permita visitarlo, ¿cierto?

—En el futuro se puede negociar una custodia compartida. Eso es difícil cuando se trata de un bebé; pero pueden hablarlo después, con más calma. Ahora quisiéramos centrarnos en el aspecto económico, porque empezar con el pago de pensiones es urgente, para preservar el bienestar del niño —Su abogado lo dice de una forma tan amable, que casi se me olvida que ayer mismo él me estaba gritando: “Solamente sabes estirarme la mano por plata, porque eres una inútil que nunca ha trabajado en su vida”.

—No es necesaria una custodia compartida, pero podría al menos encargarse de recogerlo de la guardería, no sé. Con este acuerdo yo estaría aceptando que voy a hacer todo el trabajo sola y que él únicamente tiene que hacer su depósito mensual y llevarlo al parque, si quiere, los domingos.

—Yo le aconsejaría que resuelvan este tema después.

Sé que no voy a resolver nada después. Cada intento de conversación termina en desastre. Estoy cansada. Firmo.

Jueves, 22 de octubre de 2015

25 años. No quiero cumplir años y no quiero festejos. “Tal vez madurar significa simplemente perder la esperanza”, escribo en mi estado de Facebook.

En mi plan original (el plan de una abanderada durante toda su vida colegial), a esta edad debería estar en Europa, haciendo una maestría. Quizá terminándola.

En la vida real, sigo sin hacer mi tesis de licenciatura, me siento una decepción para mis viejos, no tengo un trabajo a tiempo completo porque creo que mi hijo es muy chiquito para dejarlo todo el día en la guardería.

A veces miento y digo que tengo clases para salir con mi chico y que mi mamá se quede cuidándolo. Siento culpa por eso. Él no tiene que mentirle a nadie y no tiene que negociar con nadie sus salidas. Él ve a su chica sin culpa, trabaja sin culpa, viaja sin culpa. Siento rabia por eso.

Hace poco, en un artículo de Beatriz Gimeno, leí que las historias de mamás arrepentidas son un tabú incluso para el feminismo. A pesar de que la maternidad es una experiencia con una capacidad poderosísima para cambiar la vida de cualquier mujer, prácticamente no existen discursos negativos acerca de ella, ni siquiera por pluralidad.

Plantea, entonces, reflexionar sobre una institución maternal para sacarla del esencialismo naturalista que nos impide cuestionarla, que nos exige a las madres que amemos a nuestros hijos siempre por encima de todo, por encima de nosotras mismas, especialmente. ¿Es obligatorio amar incondicionalmente a los hijos? ¿Hay una medida de amor mínimo obligatorio? ¿Por qué nos asusta tanto incluso preguntárnoslo en voz alta?

El único discurso negativo sobre la maternidad, transversal a todas las culturas, es el de condena sobre la “mala madre”: la que abandona, la desalmada que no quiere criar. La mala madre es el arquetipo de lo peor que puede ser una mujer. Puedes ser mala amiga, mala hija, mala hermana, pero nunca mala madre. La mala madre va en contra de su mandato divino, contra su “naturaleza” y es, por lo tanto, abominable.

¿Soy una mala madre? ¿Está mal que no me sienta extasiada de felicidad cada vez que cambio un pañal?

Miércoles, 16 de septiembre de 2017

Hoy tenemos una entrevista en el colegio al que queremos inscribir al enano. Al año le toca entrar a prekinder. Nos enteramos de la existencia de este proyecto educativo navegando en Internet, cuando yo aún estaba embarazada, nos gustó y desde entonces decidimos que estudiaría aquí. Cuatro años después, todo ha cambiado, pero tal vez nos aferramos a las pocas cosas que no lo han hecho, como este colegio.

Entramos riendo a la oficina. La directora está mirando nuestro formulario.

—Estoy viendo aquí que ustedes no viven juntos.

—Sí, estamos separados hace ya bastante tiempo.

—Pero se nota que se llevan muy bien. ¡Qué lindo eso! Es lo mejor para el pequeño.

Sonrío. Si supiera cuánto nos ha costado.

—¿Se cepilla los dientes solo?

Él me mira. No tiene idea.

—Sí —respondo yo.

Pienso en lo triste que debe ser saber que tu hijo ha crecido y aprendido tanto, y que tú formaste parte de ese proceso.

Continúo contestando preguntas y, mientras lo hago, reparo en cuán independiente es mi wawa: sabe hacer casi todo solo, aprendió los colores incluso antes de caminar y ya sabe leer.

—¡Entonces ya no tenemos nada que enseñarle!

Risas. Comprendo que estoy haciendo un buen trabajo. Sigo siendo una “mala madre”, una madre a veces arrepentida, una que se deprime, fuma y sale a fiestas, pero parece que de todas maneras lo estoy haciendo bien.

Al menos yo sí lo estoy haciendo.

Martes, 31 de julio de 2018

Llevo casi un año trabajando en un banco. Ha sido una época realmente mala. Involucrarme en el sistema financiero va incluso contra mis principios, pero necesitaba un trabajo y hay pocos lugares donde te contratan sin título y sin experiencia.

Todas las mañanas me levanto a las seis de la mañana para alistarme yo, alistar al enano, prepararle el desayuno y la merienda para el cole, despacharlo en el bus y no volver a verlo hasta la noche. Mis horarios se extienden casi siempre y sin previo aviso. Aquí nadie puede decir que necesita irse temprano porque su hijo tiene fiebre o su hija necesita ayuda con una maqueta.

—Es difícil trabajar con mujeres que tienen hijos ¿sabes? y no es por discriminar, es porque siempre se quejan cuando hay que quedarse, están todo el tiempo pendientes de otras cosas, llamando a sus casas. Se comprometen muy poco con el banco —me dijo una vez el gerente de mi agencia. Él tiene tres hijos que no ponen en riesgo su “compromiso” con el banco porque hay alguien más haciéndose cargo de ellos mientras él está aquí.

Por lo general, cuando llego a casa encuentro a mi hijo dormido. Antes me agobiaba estar con él todo el día, ahora me mata de tristeza no poder acompañarlo casi nunca. Siento culpa a diario.

Pero hoy es mi último día aquí. Salgo de la agencia sin despedirme de nadie. Enciendo un cigarro y camino un rato. Era bueno tener seguro. A la mierda el seguro.

Voy a mi casa y lloro con mi wawa:

—¡Ya no voy a estar trabajando todo el día, mi amor!

Me abraza, me seca las lágrimas y se alegra conmigo…

—¿Me vas a llevar a Diverland cada día?

Miércoles, 31 de julio de 2019

He logrado terminar mi tesis. He conseguido un trabajo que me gusta. He viajado harto. He conocido gente linda.

También he estado escribiendo frenéticamente y parece que lo hago bien. He publicado en un par de revistas y foros, he dado algunos talleres, me han invitado a la tele. El enano grabó mi última entrevista con el celular de su abuela… Yo estaba orgullosa.

Quiero que cuando piense en su mamá, en un futuro, no piense en una mujer a la que se le fue la vida lavando la ropa y cocinando para su marido, no quiero que piense en mí como su “santa madre” o su “pobre viejita”. Quiero que tenga en mí un modelo a seguir, quiero ser alguien a quien pueda admirar por su fuerza o por su inteligencia, no por su abnegación.

Estoy reconciliándome con la maternidad. Puede ser muy agobiante y estar llevándola sola es injusto, pero me ha dado momentos de mucha luz. No quiero caer en discursos maniqueístas y no voy a lanzar frases cliché como “es lo mejor que me ha pasado”, pero tampoco voy a llevarla como una cruz, no voy a ser una víctima.

Este ser humano de casi seis años, que toma por verdad todo lo que le digo, es también una oportunidad. Tal vez me muera sin ver caer el patriarcado, pero estoy tratando de criar un niño libre (tanto como se pueda) de mandatos de género que lo condicionen y lo lastimen.

“Estoy triste, mami, pero llorar no está mal ¿no ve?”.

“En esa película, su amigo le ha dicho a Tim que tire la pokebola como un hombre. Seguro dice eso porque no sabe que hay mujeres bieeeeeeen fuertes”.

“Yo quisiera casarme con la Guada cuando sea grande, pero tal vez ella no se quiere casar nunca, ¿no, mami?, como vos”.

Verlo crecer me está demostrando que criar es también un acto de esperanza.

Lunes, 30 de septiembre de 2019

Mi hermano compartió un meme acerca de una “luchona”.

Siempre que me topo con uno de estos memes me siento personalmente lastimada, porque veo en ellos todo el desprecio que puede caer sobre una mujer que cría sola a sus wawas.

Hace algún tiempo vi en las noticias a un joven a quien su esposa había abandonado con varios hijos (no logro recordar cuántos) y estaba pidiendo ayuda. Se organizó una campaña de solidaridad en redes sociales.

“Maldita”, “desnaturalizada”, “hay mujeres que no deberían ser madres”, “una tiene que ser siempre madre antes que mujer”.

Ella es horrorosa, él es casi un héroe. Nadie se burla de su situación, nadie le ha hecho memes al padre “luchón”.

A las madres solas, sí. Todos los días.

De ellas, las noticias ya no hablan porque a nadie le interesa hacer una nota sobre aquello que no es novedad.

Ellas son un chiste. Sobre todo las que son jóvenes, las que son pobres, las que han tenido que dejar de estudiar para criar. Es chistoso que el Estado, aún siendo niñas, les haya negado el derecho a interrumpir su embarazo; es chistoso que las hayan abandonado sus parejas, cobardes e irresponsables. Su marginalidad es un objeto de burla al igual que sus selfies.

Y si acaso se atreven a tratar de llevar una vida normal de adolescentes, es escandaloso.

A veces, tienen la desfachatez de salir a beber y bailar en lugar de quedarse en sus casas, como buenas mujeres, a cuidar el producto de “su calentura”. Y por eso son peligrosas, porque siempre están buscando algún pobre inocente a quien puedan “atrapar” para que se haga cargo de sus “bendiciones”, porque obviamente no pueden hacerlo solas y porque desean, es más, necesitan un hombre. ¿Cuándo han visto una mujer que no necesite un hombre?

Yo no sé si encajo en el perfil de una “luchona”.

He sido mamá muy joven, pero no era una adolescente. Además, él se ha hecho cargo, a medias y casi solamente en lo que respecta a dinero, pero lo ha hecho. Y soy portadora de privilegios que, de alguna manera, me separan del arquetipo de “luchona”: La capacidad económica para contratar servicios de cuidado, pagar mi universidad y comprar todo lo que mi wawa necesita; una red de apoyo, encabezada por mi mamá, que me permite moverme con relativa libertad, estudiar, trabajar, sostener amistades e incluso relaciones sentimentales.

Hace un par de días, una amiga que está embarazada, me decía que soy un ejemplo para ella porque, aunque soy mamá, pude continuar mi carrera académica y profesional. No quiero ser un ejemplo para nadie. Yo lo estoy logrando, pero es porque tengo privilegios que no tienen ni la mitad de las madres jóvenes de este país. Lo estoy logrando, pero me cuesta mucho.

Y si a mí me cuesta, no quiero imaginar cómo sería si tuviera 15 años, un padre desaparecido y cero apoyo familiar.

No quiero ser un “si ella puede, tú también”, porque sé que muchas no van a poder. Porque vivimos en una sociedad de mierda que no cuida ni ayuda a sus madres; una sociedad completamente tolerante con los padres irresponsables; una sociedad donde existe alguien lo suficientemente irreflexivo como para hacer un meme burlándose de mujeres en situación de precariedad e injusticia, y donde existen varios idiotas más que comparten el meme.

Etiquetas: Aborto en BoliviamaternidadesMaternidades en Bolivia
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