Esta noche Cochabamba será testigo de la doble vida de Amelia: una en la que sigue siendo la señorita de buena familia que siempre ha sido; otra en la que, presa de una disimulada fascinación por el universo cabaretero, transgrede las prerrogativas de su posición social. La película de la chilena Valeria Sarmiento será proyectada desde las 19:00 en La Libre.
Macarena García Moggia
El año 1990 Valeria Sarmiento volvió a filmar en su ciudad natal, Valparaíso, la película Amelia Lopes O’Neill. De cara a un momento cargado de acontecimientos en el plano nacional –es el primer año de transición a la democracia en Chile–, la cineasta optó por reconstruir un Valparaíso inundado de leyendas y fantasmas de otra época, una época no del todo incierta o anacrónica, como en el caso de Mi boda contigo, sino inscrita más bien en una temporalidad distinta: una mezcla de memoria y fantasía, un Valparaíso hecho a partir de los recuerdos fragmentados que guardaba de su temprana infancia, tal vez unidos entre sí con el engrudo de la imaginación.
La película cuenta la historia de una muchacha de nombre Amelia Lopes O’Neill (interpretada por Laura del Sol), hija menor de una conspicua familia porteña “venida a menos” cuyo padre acaba de morir, por lo que debe volverse precipitadamente adulta y salir de casa, literal y metafóricamente, en busca de un sustento para el hogar y los pesares que ha heredado. Es así como recorriendo la ciudad, sola de noche por primera vez –Valparaíso, se dice en un momento de la película, es una ciudad en la que todo el mundo vive encerrado, porque le temen al exterior– Amelia se topa con un cabaret y decide entrar, iniciando una suerte de doble vida, una diurna y otra nocturna: una en la que sigue siendo la señorita de buena familia que siempre ha sido; otra en la que, presa de una disimulada fascinación por el universo cabaretero, transgrede las prerrogativas de su posición social, sentada cada noche en una mesa del local, con la boca pintada de rojo, esperando volver a ver al único hombre al que, en sus palabras, se ha vendido: “yo soy Amelia Lopes O’Neill”, “yo soy una mujer fiel”, “yo sólo me he vendido una vez”, dice. Ese hombre es un médico (interpretado por Franco Nero) con quien ha tenido un furtivo encuentro sexual, sin saber él que al llevarla consigo a la cama se llevaba también su virginidad, la misma que está en juego en Mi boda contigo, aunque lo que allí aparece como un deseo incestuoso y perverso adquiere en Amelia Lopes… un matiz más bien obsesivo.
Dicho sea entre paréntesis: sospecho que Valeria Sarmiento no es en ningún caso ingenua al momento de escoger la temática de la virginidad y el desvirgamiento como pilar del drama que quiere contar. Sabe, sin duda, que es ése uno de los motivos más recurrentes en el género melodramático, rosa o sentimental, donde las heroínas en torno a las cuales se organiza la narración son a menudo mujeres debutantes, vírgenes que recién ingresan en las instituciones de la vida social. Conoce, asimismo, la hondura con la que cala esa clase de relatos en la construcción de la feminidad, especialmente en el contexto latinoamericano, donde la mujer es a menudo educada en el cuidado de eso que llaman “su flor”, en tanto los hombres se entrenan cautamente en la disputa por el privilegio de obtenerla. Valeria Sarmiento había incursionado antes en esos pantanos en el polémico documental El hombre cuando es hombre, del año 1982, que bajo pretexto de mostrar a Europa el romanticismo característico del hombre latinoamericano, puso al descubierto el “machismo” implicado en semejantes discursos sobre el amor. Allí, uno de los jóvenes costarricenses entrevistados explica con toda elocuencia, ante la cámara, el sabio consejo que su madre desde pequeño le da: que para casarse debía buscar a una mujer virgen de verdad, porque así ella no habría querido nunca antes a otro… porque a ese otro nunca lo olvidará. Naturalizando hasta el delirio esa sentencia, Amelia Lopes se repite: “Yo no le amo, soy una mujer fiel, eso es todo”, encarnando en su personaje un mandato que recae sobre la mujer como un imperativo de fidelidad afectiva inquebrantable, y que confunde, de manera indisoluble, los placeres del sexo con los deberes del corazón.
En síntesis, la historia de Amelia Lopes O’Neill no es otra cosa que una sumatoria de tragedias sucesivas hasta el límite de lo racional, hasta un borde en que el sentido amenaza incluso con desbarrancarse: además del desencuentro amoroso que organiza la trama, primero muere el padre de la protagonista, luego su hijo, luego su hermana y su amante y, como si fuera poco, al final la vemos a ella lanzarse de la “piedra feliz”. En el vértice opuesto al abrazo que reúne a los amantes al final de Notre mariage, ese cierre no constituye la solución esperada de un melodrama tradicional, no exactamente porque sea un final “infeliz”, sino más bien porque no restituye ningún tipo de orden social o moral. Por el contrario, el exceso narrativo de la historia es contrarrestado, a lo largo de todo el film, por una suerte de mecanismo que yo llamaría “refrigerante”, orientado a disminuir la intensidad de unas emociones cuyo procesamiento a altas temperaturas provocaría una catarsis indeseada. Un mecanismo como ese redundaría, por ejemplo, en el carácter mítico del personaje de Amelia, cuyo modo de estar en el mundo pasa, ante todo, por una mirada distante, fría y contenida, por un estado de mudez y perplejidad que expresa, no sin aguda inteligencia, una vivencia ciertamente tortuosa de los sentimientos: “La veo quedarse ahí, inmóvil, perpleja, ausente”, dice el narrador de la película, el mago y ladrón que es testigo de sus peripecias y que las relata a un escritor que escucha atento, denominado Joaquín, en homenaje al escritor de origen porteño Joaquín Edwards Bello. Acaso del mismo modo la vemos nosotros, espectadores, que al carácter de la protagonista sumamos la figura del narrador y su oyente, cuyo diálogo está tan plagado de magia surrealista como parece estarlo, en ocasiones, el destino excesivo de Amelia. Ambos recursos logran distanciarnos del relato, interrumpiendo o, si se quiere, agrietando la superficie del verosímil, esa que la industria cinematográfica prefiere habitualmente lisa y sin porosidad.
Para incrementar todavía más esa porosidad, la película contrasta imágenes de un expresionismo superlativo con un tratamiento del color bien particular. Si por una parte se encuadran repetidas veces escenas escalofriantes, o al menos desestabilizadoras –una mano que sangra sobre un piano, unas muñecas descuartizadas que se apilan en una escalera, para dar sólo un par de ejemplos–, por otra parte esas mismas imágenes son calibradas por un trabajo de edición que produce una alteración fotográfica del color, intercalándose de manera continua en las secuencias la ausencia de un color primario, sea el rojo, el amarillo o el azul. La falta sostenida de alguno de esos colores genera un efecto de desequilibro cromático, dotando a la obra de un tono artificial, de una atmósfera de fantasía o de ensueño o de un cierto aire mítico cargado de irrealidad, que, más que anular la emoción, la deja en suspenso, amenazada todo el tiempo por la inminencia de un acontecimiento que la desborde.
Pienso, sin ir más lejos, que mecanismos como estos le permiten a la película no sacrificar en absoluto la sangre, las lágrimas, la violencia, el odio, la muerte y el amor, que según Douglas Sirk, maestro indiscutible del melodrama norteamericano, son la materia prima con y no sobre la que debe hacerse el cine (Fassbinder 27). De otro modo, sin ser sometida a estas formas de “refrigeración”, semejante acumulación de “materia prima” produciría en el espectador una carcajada semejante a aquella por la que Valeria Sarmiento habría optado, aunque de modo ambivalente, en su melodrama anterior. No es el caso. Si Notre Mariage es una película “rosada”, Amelia Lopes O’Neill es melancólica como el color azul. Dicho mejor: si en la primera Valeria Sarmiento habría optado por extremar la emoción, en la segunda escogería el camino del diferimiento.