No nos nombran como feministas porque tienen miedo a perder la hegemonía sobre el relato de víctimas que han construido sobre el cuerpo de nuestras muertas, ese que les sube el rating y les aumenta los likes. Tienen miedo, porque el monopolio de la información se les acaba.
Picante de Lengua
En los días en los que feministas de varias ciudades de Bolivia se reunían y organizaban para movilizarse por el 8M, acompañando el cuarto paro internacional de mujeres, una periodista boliviana se preguntaba en Twitter por qué las mujeres no se organizaban ni proponían acciones colectivas para «por lo menos» protestar frente a la violencia machista y sugería que debería existir alguna autoconvocatoria.
Hasta ese momento, en nuestra agenda colaborativa teníamos registradas más de 15 actividades en seis ciudades capitales de Bolivia. Finalmente, el número subió a más de veinte e incluso se anotó una marcha en Rurrenabaque.
Al parecer, los límites de las salas de redacción son demasiado reducidos y todo aquello que se acomode por fuera de la oficialidad y los llamados institucionales no existe para el periodismo tradicional.
Algo así, esa mirada corta y sesgada, se reprodujo durante la cobertura de las marchas feministas de los últimos días. Un miedo a nombrar como se debe a ese conjunto de cuerpos que toma las calles, no solo para exigir que se deje de violentarnos y asesinarnos, sino también para interpelar a los poderes que atentan contra las mayorías, las diversidades, les pobres, la naturaleza y así, una lista inagotable.
Los medios se niegan a llamarnos feministas, se niegan a ver que nuestros reclamos van más allá de los pedidos de justicia y que también anhelan romper con las estructuras que someten nuestros cuerpos a condiciones laborales precarias, dobles y hasta triples jornadas, trabajo doméstico no remunerado, acoso laboral y académico, endeudamiento y judicialización de la cotidianidad.
Se niegan a tomarnos la palabra y reproducir los gritos que salen de nuestras bocas: «el patriarcado y el capital son una alianza criminal».
Tras una revisión de los principales periódicos del país pudimos comprobar que -pese a que el llamado, la organización y las consignas gritadas durante las marchas fueron feministas- jamás nos nombran como lo que somos. Los medios tradicionales no se atreven, por temor o conveniencia, a reconocer nuestro ejercicio político.
En el peor de los casos, como sucede con los diarios El Potosí y Opinión de Cochabamba, ni siquiera en las movilizaciones por el Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras nos dejan ser las protagonistas y nos desplazan a un rol secundario. El primero de las matutinos, en su portada del martes escribía: «Hombre de Potosí se suman a lucha de mujeres». En el segundo caso, la foto que acompaña el titular de portada muestra en primer plano a dos fanáticos religosos que irrumpieron en el plantón frente a la Catedral de esta ciudad, en lugar de una imagen de las cientos de mujeres que tomaron las calles.
Incluso más allá, otros diarios, con fuertes inclinaciones conservadoras y reaccionarias, como La Patria de Oruro decidieron ignorar o minimizar las manifestaciones feministas, pese a que después de mucho tiempo esa ciudad tuvo una concentración de ese tipo. El caso más nefasto es el de Nuevo Sur de Tarija, que en un intento deseperado por desligitimar nuestra lucha elaboró una nota tendenciosa, malintencionada y sin respetar ni los más mínimos códigos éticos.
Bajo la firma de Mario Espinoza, ese rotativo tarijeño publicó una nota intitulada: «Organizaron un paro de mujeres para legalizar el aborto en Bolivia». Completamente fuera de contexto, la nota es un manual de todas las prácticas proscritas en el periodismo. En este caso, una vez más, las feministas, luego de ser estigmatizadas, somos relegadas a un segundo plano para que una mujer funcional al patriarcado, la Presidenta, nos expolie la voz y se presente como redentora y protectora.
Mejor ni hablar de las cadenas televisivas que durante la marcha preguntaban si la movilización «era por todOs» o que decidieron ofenderse en cuanto se los acuso de hipócritas por arrimarse a las movilizaciones cuando son los peores mercaderes del dolor ajeno, el llanto de les pobres y marginades.
En un análisis de este fenómeno, podríamos sacar diversas conclusiones. Por una parte, es evidente que existe una urgencia sistemática por ocultar la complejidad e integridad del discurso feminista. Los medios ponen todos sus esfuerzos en reducir nuestro espectro de lucha al de la violencia contra la mujer y la «igualdad de oportunidades».
Sin duda, estos son algunos de los ejes en torno a los que se articula nuestra agenda, pero los feminismos globales y bolivianos hace mucho que han dejado de situarse en el territorio de la victimización y toman un rol protagónico en la construcción de nuevos horizontes de convivencia y organización social.
Para neutralizar las voces críticas que emergen de los feminismos bolivianos, en sus coberturas por el Día Internacional de la Mujer, el periodismo decidió arbitrariamente reunir en un solo cuerpo las movilizaciones feministas y los anuncios proselitistas «contra la violencia» hechos por Jeanine Áñez. Una manipulación descarada, considerando que la Presidenta fue duramente cuestionada en prácticamente todas las movilizaciones realizadas en el país, no bajo una bandera política opositora, sino con la certeza de que su fanatismo religioso, su intolerancia hacia las diversidades, su alianza con organizaciones parapoliciales racistas y machistas, su sumisión a poderes empresariales y políticos, no representan de ninguna manera las reivindicaciones populares que nacen desde las calles y las organizaciones autónomas.
Los medios y los periodistas tradicionales no pueden ni quieren vernos como sujetas políticas activas, prefieren tenernos en el rol pasivo de víctimas y denunciantes, cuyos límites no sobrepasen los de aquellos temas que «nos competen». Sepan, periodistos y editores, que nuestra lucha por justicia para nuestras compañeras asesinadas forma parte de un grueso bloque de luchas en contra del orden que ustedes ayudan a sostener.
Esto nos conduce a una segunda reflexión, que tiene que ver con la hegemonía del relato que se construye en torno a nosotras y las violencias -física, económica, política y social- que se ejercen contra nosotras. Los medios se resisten a escribir y decir «feministas» en sus titulares, porque este solo término trastoca la estructura que han creado sobre la representación social que nos han impuesto.
Para los dueños de la información somos cifras, estadísticas, datos, víctimas NN. Así se sostiene el negocio que han montado sobre los cuerpos de nuestras muertas. Así alimentan el sensacionalismo con el que suben su rating y los likes, así pueden jugar a tener un mínimo de responsabilidad social. Pero no nos engañan más. Sabemos de qué están hechos. No callamos más, vamos a denunciar su ineptitud y su hipocresía.
Los mismos reporteros, periodistas y editores que siguen siendo incapaces de aplicar protocolos profesionales en el tratamiento de información en casos de violencia machista, en todas sus formas, son los mismos que se niegan a escribir «feminismo» en sus páginas llenas de crónica roja que revictimiza a las mujeres violentadas, para el morbo de sus audiencias y regocijo de sus directores.
Tienen miedo: el monopolio de la información se les agota, las nuevas tecnologías y la creatividad los dejan relegados, nuestro compromiso por informar e informarnos los paraliza.