Este «tesoro oculto» del cine chileno se exhibe este miércoles 28 de agosto en Cochabamba. La proyección arranca a las 19:00 en La Libre (Humboldt casi Calancha). La entrada es un aporte voluntario. La recaudación será donada en su totalidad a las tareas de rescate en la Chiquitania.
Mijail Miranda Zapata
Palomita Blanca es una película que estuvo escondida durante prácticamente 45 años. Después de su rodaje, recién comenzados los 70, pudo ver la luz muchos después, en 1992, y fue estrenada comercialmente hace dos años, en 2017. Se trata, entonces, de una rara avis del cine latinoamericano.
Muchas cosas pueden decirse de una película que, en cuanto a las temáticas que aborda y los recursos cinematográficos de los que se vale, no ha perdido ni una pizca de vigencia.
Rodada en el contexto de un país en el que, aún hoy, las brechas entre las distintas clases sociales son las más amplias y, aparentemente, infranqueables de la región, la película dirigida por Raúl Ruiz ofrece una mirada crítica de los relatos hegemónicos que se tejen desde la música, la televisión o la literatura (esta basada en un bestseller homónimo).
Palomita Blanca, en términos concretos, relata un extraño romance entre una adolescente de las coloniales marginales santiaguinas (María) y un joven cuico con el que se conoce en un festival de rock. Es desde este encuentro primigenio que Ruiz comienza a desgranar su mirada crítica sobre la cultura popular y las relaciones de dominación que se construyen a partir de ella.
El movimiento hippie, su música, sus espacios, son presentados como un lugar en el que las barreras sociales parecen derrumbarse, en beneficio de una convivencia libertaria edulcorada y confusa. Esta farsa es desmontada a lo largo del metraje con un insistente regreso a situaciones cotidianas que en su banalidad representan ejercicios sistemáticos de violencia racista y clasista.
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Muchos planos secuencia de la película sirven a este fin. Se dibujan como un recorrido enredado donde el destino final es siempre el mismo: la exclusión, el abuso, la deshonra.
Pero la música rock y el progresismo juvenil de finales de los 60, tiempo en el que está ambientada la cinta, no son los únicos productos culturales puestos en duda.
La televisión también recibe su parte. En particular las telenovelas, tan propias de nuestra construcción como latinoamericanos, y la romantización que efectúan sobre un estilo de vida y privilegios que parecen ser el único horizonte (inalcanzable) que puede tener una mujer, una joven, una adolescente de las periferias. Una vida de lujos y un esposo elegante.
El metarelato que se genera a partir de las transmisiones televisivas, que de tanto en tanto se cuelan en la historia de la protagonsita, da la impresión de guardar cierta mirada irónica y despectiva hacia lo telenovelesco, pero también hacia quienes disfrutan de esas historias. Visto a la distancia de los años, este gesto sardónico en esta obra de Ruiz respecto a lo masivo, queda un tanto anacrónico.
En contrasentido, algo que cobra fuerza en esta segunda década del siglo XXI es el ánimo del cineasta por demostrar esa fractura, casi en un ejercicio de autocrítica, entre la izquierda (y sus artistas) y la gente a la que dice representar. La figura recurrente de uno de los vecinos de María vociferando contra sus pares “desclasados”, contra la música de moda, contra María y su relación por fuera del barrio, deja en evidencia el fracaso de la clase intelectual y su vínculo con el imaginario popular.
En ese sentido, por fuera del regusto y las digresiones cinéfilas, para el público en las calles, para el pueblo, Palomita Blanca no dejará de ser un filme con exacerbadas pretensiones estilísticas, enrevesado en sus dispositivos narrativos, experimental casi hasta el tedio. Una representación cabal de las sempiternas contradicciones del arte y la cultura “militantes”: una obra revolucionaria hecha objeto de culto.