Seguimos compartiendo los testimonios, relatos y reflexiones sobre el 8M en Bolivia. Esta vez les traemos un emocionante relato de cómo se vivió la marcha por el Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras en Cochabamba.
Michelle Nogales
Llego temprano. Varias jóvenes alistan sus carteles en el ingreso a la Universidad Mayor de San Simón. No somos más de 20. Me acerco a ellas, saco mis pliegos de papel y juntas pintamos, escribimos, colaboramos.
Entonces comienza la marejada. Llegan mujeres cis y chicos trans, mujeres trans, también la Red de Lesbianas y Bisexuales de Cochabamba con su batucada, colectivas autónomas y tarqueadas, y muchas otras compañeras autoconvocadas, independientes. Aquí no hay cabida para la sucia política tradicional ni el respingado protagonismo institucional.
Un par de chicas muy, muy, jóvenes, seguramente aún escolares, se me acercan y preguntan ¿qué hacemos para sumarnos?. Agarren lo que necesiten, uno de esos papeles, aquí hay pintura, escriban lo que sientan. Sonríen, sonreímos, se alegran y se ponen a trabajar en sus carteles. Somos parte de un solo cuerpo.

Volteo y no somos 20. Somos 40, 60, 100, todavía más, en los alrededores otras compañeras también se alistan. La entrada a San Simón es feminista. Nos miran, nos escuchan, nos apoyan, nos critican, los violentos nos temen. Estamos listas para salir.
La fuerza en el primer grito de cada una de nosotras, que se viene gestando desde hace varios años en el país, incluso décadas, sirve para encender la mecha que detona cantos, baile, música, performances, intervenciones y transgresiones del espacio público: protesta y denuncia.
Partimos gritando, reclamamos justicia, interpelamos a los poderosos, a los violentos, a los corruptos. Salto y canto junto a cientos de mujeres con las que, sin ser necesariamente conocidas, aliadas o amigas, formamos un solo tejido impenetrable e invencible.
En medio de tantas mujeres, que cargan dolores, injusticias y rabia desde hace siglos, que se manifiestan con tanta intensidad, el llanto de una se vuelve el dolor de todas y la fuerza de todas es la fortaleza de cada una.
Estoy al borde del llanto. No una vez, me pasa muchas veces a lo largo de la marcha que recorre el Palacio de Justicia, la base de la UTOP, la puerta de la Catedral.
La primera gran emoción me incendia al pasar por una pollería de la calle Jordán. Dos mujeres mayores y una adolescente nos aplauden con entusiasmo. Una de ellas llora. Imagino lo peor, entiendo su llanto, siento su furia. Grito más fuerte.
En la Heroínas, la anciana que atiende uno de los kioskos se levanta para aplaudirnos. Aunque no sabe bien la letra de nuestras consignas, se esfuerza por acompañarlas y cantarlas. Gracias a ella comprendo que todo lo que hacemos, desde el feminismo, vale cada minuto. Es por ella, es por todas.
Casi al llegar a la sede de la UTOP, ese siniestro edificio de abusos y violencia, una madre y su hija celebran nuestra llegada. Levanto el puño y las saludo con una sonrisa, me devuelven el gesto y alzan también los puños. La militancia feminista vale cada segundo.. Es por las que vienen, es por todas.
Escuchar gritar los nombres de policías y militares violadores y feminicidas en las caras de sus propios camaradas y cómplices me recuerda que organizadas el miedo a denunciar se disipa. Con ellas, con las compañeras que me rodean, no tengo miedo de alzar la voz.
Ni la policía ni el Estado me cuidan, me cuidan mis amigas.
Casi en el final de la marcha, después de denunciar la pedofilia y la hipocresía antiderechos de la Iglesia Católica, y todos los fanatismos religiosos, en la puerta de la Catedral, extendemos la lista con los nombres de aquellas que ya no están, aquellas a quienes nos arrebataron. La larga tela blanca que nos acompañó durante todo el recorrido lleva los nombres de las mujeres asesinadas por la violencia machista entre 2019 y 2020.
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Lxs compañerxs de la Wañuchun Machocracia, desde diversas colectivas e individualidades, usan el megáfono para comunicarle a Cochabamba que la lucha feminista es antifascista, antiracista, anticlerical, anticapitalista. Leen un manifiesto hecho entre manos y voces diversas. Nuestras diferencias nos fortalecen, un horizonte común nos hermana.
También toman la palabra lxs familiarxs de las víctimas de feminicidios. Sus relatos son desgarradores. Una de ellas cuenta que antes era indiferente, que elegía juzgar a las asesinadas, bajar la mirada ante el agresor. Ahora es otra, hoy estamos juntas.
Don Emilio se acerca y pregunta con quién puede hablar. Quiere pedir justicia por su hija Lorena, de 18 años, torturada y asesinada por un policía el 4 de febrero. El feminicida goza de arresto domiciliario y permiso para trabajar. Los ojos de varias compañeras, los míos también, se llenan de lágrimas una vez más mientras los escuchamos. “Para los pobres no hay justicia”, denuncia don Emilio y cuenta todas las amenazas que sufren él y su familia. “Lorena quería estudiar medicina, para ayudar, para salvar vidas”, dice con la voz resquebrajada. Él también es una víctima de la violencia machista, de la justicia patriarcal, de la Policía corrupta.
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Lo ponemos en contacto con una colectiva que acompaña y trabaja junto a familiares de víctimas de feminicidio y violencia de género. Don Emilio agradece y confiesa que ya no sabe a quién más buscar. Se despide y se aleja ensimismado, abrazado a la foto de Lorena. Tengo el corazón hecho cenizas, siento en mi pecho un ave fénix.
No importa la cantidad de veces que un bastardo del patriarcado publique cualquiera de esos berrinches de manual en redes sociales, lo que cuento, lo que vivimos este 9M es real, se toca, se abraza, y solo reafirma la certeza de que estamos creciendo y que nada ni nadie será capaz de detenernos.
La rabia, el dolor, pero también las bases y fundamentos de las feministas en el país son tan sólidos y complejos, vienen desde muy lejos en el tiempo, que un cúmulo de respuestas reaccionarias, que surgen en espacios virtuales, no hacen más que fortalecernos y hermanarnos.
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Lo más hermoso que me ha pasado es ver a mis amigas, compañeras de colegio, primas y conocidas viviendo también este momento: protestando, denunciando, haciéndose escuchar, cada vez con más convicción y con menos miedo.
Porque sí, al principio tienes miedo de declararte feminista, hasta que sientes que nombrarte como una, hacer del feminismo una práctica cotidiana se vuelve indispensable para tu existencia.
El feminismo me transformó, cambió la forma en que me relaciono con otras mujeres, cambió la forma en que concibo el mundo y mi entorno.
Eso y muchísimo más es lo que sucede en una marcha feminista, eso es lo que ha pasado en Cochabamba. Cientos de mujeres y compañeres abrazándose, cuidándose, haciéndose conscientes de lo que siglos de sometimiento han intentado borrar, dándose coraje para gritarlo.
Todas esas mujeres hemos despertado y lo seguiremos haciendo. Nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio.