El debate sobre los transgénicos en Bolivia ha vuelto a reactivarse luego de que el Gobierno transitorio lanzara un decretazo para favorecer al sector del agronegocio, bajo el pretexto impulsar la reactivación económica del sector y garantizar la seguridad alimentaria del país. Aquí, la autora esboza una realidad que busca desmontar algunos mitos sobre los OGM.
María René Parada
No es ajeno a nuestro conocimiento el hecho de que los humanos hayamos modificado manualmente las semillas desde hace miles de años para poder obtener mejores rendimientos de los cultivos, sería muy ingenuo no aceptar este hecho. Sin embargo, existen límites en cuanto a la evolución actual de esta práctica.
Conforme el paso del tiempo, esta técnica se ha ido perfeccionando. Llegando a los laboratorios, donde, según una narrativa simplificada, lo que se hace es extraer un gen con alguna característica específica que se quiera añadir a algún cultivo. Por ejemplo, la capacidad de ser resistente a la sequía. El paso siguiente, después de aislarlo, sería introducirlo en el ADN de una planta y, como consecuencia, se debería obtener una planta resistente a la sequía.
Parece sencillo, pero hay otros factores que se deben tomar en cuenta. Uno de las consecuencias de la introducción de organismos genéticamente modificados (OGM) en los territorios es la inexorable mezcla que sucede a continuación entre aquellos cultivos de origen nativo y estos nuevos “forasteros”. Esto acarrea modificaciones en las variedades nativas que pueden llevar a la pérdida de sus características iniciales, adoptando otra información genética y, por ende, variaciones en sus componentes nutricionales.
Los defensores de los OGM tienen una solución: las semillas terminator (terminator seeds). Es decir, se podrían producir plantas estériles, no obstante, esto significaría que los agricultores tendrían que comprar semillas cada año. Lo cual, por razones económicas, queda descartado.
Según sus adeptos, los OGM no están diseñados para correr salvajemente atacando los cultivos nativos. Muchos de ellos se polinizan a sí mismos, además de que los cultivos deben tener relación para poder mezclarse. Para evitar que se den cruces no intencionales proponen adoptar métodos culturales como las buffer zones, es decir, mantener una distancia considerable con respecto a ellos. Hacia el 2001, en el Reino Unido se establecía que esta distancia debía ser entre 50 a 100 metros, algo que organizaciones como Friends of the Earth consideraban insuficiente, pues el polen de los OGM había sido encontrado incluso a kilómetros de distancia.
Sin mayor explicación al respecto, pasan a cuestionar cuánta diferencia puede haber entre la comida con alimentos que han sido modificados genéticamente, y aquellos que no.
Sustentados en numerosas investigaciones hechas por instituciones como la EPA (Environmental Protection Agency), la IAR (International Agency for Research on Cancer) y The National Academy for Science, entre otras, llegan a la conclusión de que los alimentos modificados genéticamente no representan un riesgo mayor al de los alimentos convencionales.
Argumentan que los pesticidas se pueden lavar y aquellos alimentos que han sido diseñados para destruir las plagas que puedan amenazarlos no son dañinos para la salud humana, porque nuestros organismos son muy diferentes a los de los insectos y las cantidades de tóxicos presentes no representan una amenaza hacia nosotros. De manera que la experiencia de comer un OGM es muy distinta para una persona humana, que para un insecto. Así, el veneno, es en realidad una cuestión de perspectiva y posición: lo que no hace daño para unas especies, puede ser letal para otras.
Si es así, entonces, ¿por qué existen cada vez mas países que se oponen al cultivo de transgénicos, llegando a prohibir su ingreso en muchos casos?
Actualmente, solo 26 de 194 países cultivan transgénicos, concentrándose la mayor producción (91%) en cinco de ellos: Estados Unidos, Brasil, Argentina, Canadá e India. ¿Y el resto? ¿Qué están esperando para unirse al “boom”?
Curiosamente, 21 de estos productores de transgénicos pertenecen a la categoría de países en vías de desarrollo, con lo que, con seguridad, una primera hipótesis para haber incurrido en esta práctica es haber caído en el cuento de el mejoramiento de su economía.
En contraposición, hacia el año 2015, 39 países han prohibido los cultivos de OGM. Regionalmente, Venezuela, Ecuador y Perú forman parte de este grupo.
Si las condiciones permanecieran estables y no existiera una modificación constante de nuestro medioambiente, tal vez los daños que pudieran representar los OGM no tendrían tanto impacto. Sin embargo, desde su introducción en los cultivos, su letalidad ha ido en aumento, ya que no solo se trata de plantar estas semillas, sino también de hacerles el tratamiento respectivo para fertilizarlas, evitar las plagas y que den el mayor rendimiento posible.
Paradójicamente, uno de los objetivos de los OGM es reducir el uso de herbicidas: en la práctica sucede lo contrario.
Uno de los principales herbicidas es el glifosato, cuyo uso ha ido en aumento, pues los cultivos también han ido creando resistencia a los efectos que debería tener, por lo que se han ido aumentado las dosis de estos y creando cocteles con otros plaguicidas para poder mantener los márgenes esperados de los cultivos.
Si los productos OGM contienen mayores cantidades de glifosato, para los humanos -tanto para quienes lo aplican en sus plantaciones, como a quienes consumimos los cultivos- representan grandes riesgos.
Las consecuencias han sido demostradas en diferentes estudios. Incluso hay casos que se han llevado a la Corte, donde Monsanto se ha visto obligado a indemnizar a las victimas con millonarias sumas por provocarles cáncer, entre otras afecciones.
99% de todos los OGM que se usan producen pesticidas, o han creado resistencia en su contra. La historia que nos vende la tecnología es que los científicos pueden crear plantas que nos pueden ayudar en nuestra dieta, aumentando sus propiedades nutritivas ya sea agregándoles vitaminas o mejorando sus niveles de antioxidantes.
Sin embargo, las evidencias muestran que estas cualidades no son estables. Por ejemplo, en el caso de la soya transgénica, con el paso del tiempo ha ido disminuyendo el porcentaje de su relevancia nutricional a través de la reducción de la cantidad de proteína que proporciona. Si en la década de los 90’s esta representaba un 46% – 48%; hoy está entre el 35% – 37% (datos de Brasil).
Continuando con la narrativa, se nos presentan otras opciones para engrandecer las características de los OGM. Podríamos desarrollar plantas con propiedades para ser mas resistentes al cambio climático, con la capacidad de adaptarse a aquellos suelos con poco potencial para poder cultivarlas, haciéndolas mas resistentes a las sequías o inundaciones. Su relato encuentra otra dimensión ilusoria al proponer una alianza con el medioambiente para crear plantas que puedan ser recolectoras de carbono, y así mitigar e incluso revertir el cambio climático.
Pero la realidad es contundente y desmitifica estos preceptos. No se puede pasar por alto que para poder realizar cualquier cultivo se necesitan condiciones básicas que tienen que ver con una buena semilla, buena calidad de los suelos, buen manejo del cultivo y clima favorable.
Las cualidades como el ser resistentes a la sequía no han sido debidamente comprobadas, pues en teoría puede funcionar, pero la práctica está sujeta a las condiciones del medio, las cuales no siempre pueden estar bajo nuestro total control, peor aún cuando la deforestación actual es uno de los factores que incide de forma negativa en el cambio climático. Es conocimiento accesible a todos que los incendios han demostrado ser la forma mas usada para deforestar y habilitar los terrenos para el cultivo de los transgénicos.
Una investigación imparcial, independiente de la tecnocracia que sustenta estudios a favor del uso de los transgénicos, debería monitorear el desarrollo y comportamiento de estos cultivos en su medio donde se desean implantar, procurando seguir con protocolos que velen por la salud humana y no solo responder a intereses de transnacionales con el fin de incrementar la riqueza de unos pocos.
Los relatos que nos cuentan los defensores de los OGM pueden provocar confusión pues parecen estar alineados con ideales que son bien humanos, como la meta final de mitigar el hambre, pero este no es un problema de escasez de alimentos, sino de una desigualdad y la mala redistribución de los alimentos.
Los alimentos transgénicos están hechos para beneficiar a las multinacionales que los fabrican y que nos venden sus mismos plaguicidas, entrando en un círculo en el cual la acumulación de riquezas se mantiene entre ellos, a costa de la deforestación de nuestras tierras y la pérdida de nuestros productos locales, una práctica que es destructora e insostenible a largo plazo.