Desde que comenzó el 2020 venimos hablándoles del que quizás sea el estreno más importante del año en el cine nacional y también uno de los más destacados del último lustro. Chaco, de Diego Mondaca, acaba de ganar el Premio Especial del Jurado en el FIC Valdivia y está pronto a estrenarse en nuestro país. Aquí una de las primeras reseñas escritas en el país.
Una travesía por la (no) consolidación de una identidad nacional, con nuestros muertos y fantasmas a cuestas, sobre un terreno siempre ajeno, inhóspito y laberíntico, impregnado de podredumbre y un sentido trágico de la existencia. Un viaje al vacío a través de una violencia fantasmal. Así podría resumirse, entre polvo y sed, el debut en ficción del cineasta orureño Diego Mondaca.
Con Chaco, Mondaca consolida una obra que se renueva en sus obsesiones estilísticas y temáticas. Si en su trabajo documental optó por materiales intervenidos, casi desbordando los límites del género, su ficción apuesta por un realismo contenido, pero altamente sensorial y lírico. Dos caras de una apuesta formal que intenta aprovechar al máximo todos los recursos expresivos del cine.
El Premio Especial del Jurado en la Competencia Largometraje Internacional #FICValdivia2020 se lo llevó el film CHACO (Bolivia, Argentina) de Diego Mondaca. pic.twitter.com/unNc6UB01t
— FICVALDIVIA (@FICVALDIVIA) October 14, 2020
Aunque gran parte del metraje destila cinematografía en estado puro, es cierto también que por momentos ese lirismo mencionado antes se desboca y resiente la hondura conceptual que acompaña el resto del filme. Un traspié natural y previsible, considerando que el realizador orureño incursiona recién en la ficción, luego de aquilatar con solvencia su pulso creativo en el documental.
Tal como sucedió en sus documentales La chirola y Ciudadela, la experiencia cinematográfica se debate entre dos grandes sensaciones: claustrofobia y agorafobia.
Esta exploración de la condición humana en situaciones extremas, en las que el encierro y el espacio exterior, representan una amenaza violenta, que se condensan en la experiencia histórica del individuo, recobra fuerza y sentido en Chaco.
De alguna forma, en toda su inmensidad, la geografía chaqueña y las condiciones del conflicto supusieron una mazmorra/patíbulo a cielo abierto para toda una generación.
La fotografía no solo reconcentra esta sensación paradójica de encierro laberíntico a campo traviesa, sino que deja fuera de foco, como si de un espejismo se tratase, todo aquello inmediatamente después de sus protagonistas, de aquellos jóvenes (indios o no) que perecieron sepultados por la arena, en medio de música fúnebre y alucinaciones desesperadas.
Esta dimensión espectral en Chaco está mediada también por un sobrecogedor diseño sonoro (Nahuel Palenque) y la musicalización del legendario maestro Alberto Villalpando. Con una naturaleza omnipresente y voraz, que pareciera atravesar los cuerpos, los protagonistas en Chaco se debaten entre una realidad desbordante (viento, fuego, insectos, respiraciones) y esa misma realidad trastocada por los delirios de la confrontación y el extravío humanos.
Pero esta configuración fantasmagórica no solo depende del apartado sonoro. El trabajo de Valeria Wilde en el vestuario es fundamental. Si en filmes predecesores como Boquerón o Fuertes la vestimenta ejercía un rol histórico u ornamental, una apuesta redoblada -hasta la marketización- en el segundo caso, en la opera prima de Mondaca trasciende las necesidades de una película de época y aporta nuevos sentidos al relato: la distancia entre quienes usan botas y abarcas, los que pueden cambiar de trajes y hasta mostrarse elegantes en medio de la nada y los que se ven obligados a vestir y cargar con la carroña de sus muertos; los que tienen uniformes a medida y aquellos que antes que combatientes parecen monigotes infantilizados.
Esto último se constituye casi en una constatación histórica, reforzada en su abyección gracias al cine: las levas hacia el Chaco arrastraron, entre encendidas arengas patrioteras, una generación de jóvenes, adolescentes, casi niños, a una confrontación directa con la desesperación, el desconsuelo y la muerte.
Chaco plantea una mirada renovada del género bélico. En la guerra, suponemos, no es posible prescindir de la otredad, aquel que destruye y acecha: el enemigo. En Chaco el otro es apenas un espejismo, una voz que susurra, un cuerpo que se desvanece en medio de un paisaje también difuso. El otro es uno mismo, también.
Ni siquiera la naturaleza se constituye en una certeza, no existen horizontes. Solo queda el hombre, sus fantasmas, sus miserias, el susurro del silencio, el propio abismo.
Esta no es solamente una alegoría de una guerra absurda como tal, sino también un reflejo de la peor Bolivia, esa que parece empeñarse en volver a ocultar a sus mayorías, dejarlas extraviadas en una patria que se les ofrece siempre ajena. La patria como un territorio tan hostil como el del Chaco.
Chaco pone en crisis la epifanía falaz del mestizaje en las trincheras y retoma los tópicos aún vigentes de la no pertenencia patria, la segregación y las jerarquías pigmentocráticas; el diálogo imposible entre una “república” que se reclama real y aquellas naciones que aún hoy se señalan como clandestinas, sediciosas o “salvajes”.
En este punto es importante rescatar el que presumimos un gesto deliberado en el casting. Las interpretaciones de Raimundo Ramos, Omar Calisaya y Fausto Castellón convierten el visionado de Chaco en un cuerpo de carne magullada y huesos roídos. Además, su elección rompe el desagradable hábito de cierto cine boliviano por blanquear a sus protagonistas, ocultando el rostro de quienes son y hacen la historia de este país.
Ni hablar de la frescura que se desprende de la pantalla cuando dejan de aparecer las viejas y conocidas caras del bufonesco y atolondrado star system boliviano, que se amontona en cuanta producción audiovisual aparece.
Entonces, el sino de la escuadra boliviana retratada en Chaco se convierte en un recorrido sin rumbo, sin sentido, sin otro destino que una supervivencia perturbada o, con mayor seguridad, la muerte.
Podría ser la alegoría del fracaso de Bolivia como proyecto de nación, pero, pese a su pesimismo, a su desenlace trágico (¿qué otro podría tener una “guerra estúpida”?), Chaco evoca la necesidad de cuestionar y recalibrar los horizontes que, desde la oficialidad, en un gesto reaccionario, se replantean como ethos nacional.
Cuesta y duele asumir que muchos de los actores que hacen de soldados en Chaco, también reclutas en la actualidad, viven en las mismas condiciones de desigualdad que sus personajes hace casi un siglo. Su interpretación deviene en un ejercicio de docuficción, un testimonio fiel de que las relaciones de dominación y sometimiento nunca han cesado.
Incluso se podría problematizar su participación en el rodaje mismo de Chaco. ¿Dónde queda su mirada en esta recreación de su propia historia como pueblo? ¿Cómo romper la construcción hegemónica (de la clase media intelectual) del gran relato en torno al audiovisual boliviano?
El de Mondaca es un paso (no el primero), claro está, pero el camino hacia una cinematografía popular, no en el sentido comercial, es todavía demasiado largo.
La “memoria corta” de esos jóvenes arrojados al servicio militar obligatorio en la segunda década del siglo XXI alimenta actuaciones que retuercen las vísceras, por su cercanía, por su veracidad, porque es difícil distinguir entre la ficción y la realidad, entre un regimiento en el Chaco en 1932 y otro en cualquiera de nuestras ciudades en pleno 2020.
¿Cómo es que en casi 100 años nos hayamos transformado tan poco?
En tiempos en los que el negacionismo parece ser una opción política válida, en los que la retórica enfermiza del mestizaje se reproduce peligrosamente, en los que la ciudadanía del indio -como sujeto social independiente y políticamente activo- vuelve a ponerse en duda o negarse, cuando el poder reincide en el uso utilitario y esquilmador de las clases populares. Cuando los sectores urbanos burgueses vuelven a creerse la medida absoluta de la bolivianidad y la civilización, parece más urgente que nunca revisitar aquellas heridas históricas y sociales que aún supuran, porque nunca fueron atendidas, porque desde siempre trataron de imponer la lógica imbécil de que este país tiene «más futuro que pasado»: la historia como una fórmula de postales folclóricas.
Aguardamos el pronto estreno de Chaco en Bolivia -acaso el mayor y más grato evento cinematográfico en el país este insólito 2020- para guardar silencio mientras en el fondo suena un bolero de caballería, para dialogar con nuestros fantasmas, ahuyentar sus miserias, recuperar sus reivindicaciones, para que la farsa de la historia no encandile, una vez más, la legitimidad de las luchas que se reclaman desde las calles.