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«Silencio y más silencio. A esa hora de la mañana sólo se oía el trino de algunos pajarillos y el trajín desconsolado, taciturno y fantasmal de los objetos. Fue así como, con ojos distintos, vieron nítidamente el diván donde descansaba inerte el último vestido negro que Mary Shelley había usado. Sobre la mesilla cercana a la cama divisaron el tintero, las plumas y el caleidoscopio. Este último evocaba el recuerdo del escandaloso Lord Byron; también, en las cuartillas desparramadas, el cuervo y una extraña nota musical dibujados con trazos enérgicos, las varias palabras escritas contra el olvido, y los retratos de sus tres hijos muertos en edad tierna, escondidos debajo de la almohada de sus últimos, tal vez tenebrosos sueños». (Yo sé de tu delirio, de Rosario Barahona, Bolivia).
«El doctor escogió para mí un hígado aguantador. Sigo ¿viviendo? entre aguas, atiendo a las demandas del hombre y a las del monstruo. Descubrí que Ítaca eres tú, así que de día soy civil y de noche rajo vientres de mujeres, extraigo un trocito de sus hígados, suturo sin dejar cicatrices, envaso lo que corto en frascos esterilizados, dialogo con ellos para detectar al más fuerte. No me culpes, todo es un viaje hacia ti». (Carta a la madre, de Lena Yau, Venezuela).
«Intenté quebrar la costra helada para liberar el caparazón, pero era más dura que la palita, que se quebró al tercer intento. Sin embargo, había logrado astillar la primera capa. Me saqué los guantes e introduje un dedo. El calor fue derritiendo la distancia entre el caparazón y yo. Al llegar a él, sentí que estaba blando, incluso me pareció que latía. El ser estaba vivo aunque no tuviera patas ni cabeza. Saqué el dedo, entre el asombro y la repugnancia, y sin pensarlo me lo metí en la boca. Una risa sórdida se apoderó de mí al recordar a mi padre. Después tomé una rama firme y amplié el agujero, cuidando de no volver a tocar a la criatura. El hielo se quebró y volví a ponerme el guante». (Huérfanos en la nieve, de Fernanda García Lao, Argentina).
«Al principio mirar era considerado como una forma civilizada de preocupación. ‘Vi que tuvieron gris toda la semana, me dijeron que meditar podía servir’ o ‘Cuidado con el turquesa’, podían ser comentarios dichos al pasar en el supermercado y que nadie se tomaba a mal. Eso, claro, al principio. Hoy ya nadie decía nada sobre los venenos de los demás. Aunque nunca dejaban de espiar: sus colores, sus tiempos. Cada vez llegaban menos ambulancias. Había menos relocaciones. Todos aprendiendo a acumular la menor cantidad de malos sentimientos. Todos, también, sonriendo un poco más de la cuenta, por si las moscas». (Buenas intenciones, de María José Navia, Chile).
«Su padre lo había conseguido: un pequeño dios rodeado de adoradores. Se abrieron las rejas del cementerio. Dos muchachos que esperaban tras las rejas se acercaron: También somos sus hijos. Bajo el silencio de todas las miradas, pidieron cargar el féretro. Sin palabras, les dieron la oportunidad. Se acomodaron el ataúd en los hombros. Un instante a cambio de treinta años de verdades de su padre. Ahora que está muerto por fin, mi padre está completo. Se ha armado en cada uno de nosotros. Todas sus distintas caras». (No recuerdo haber encendido este cigarro, de Katya Adaui, Perú).
«Me saco los ojos. Primero el derecho y luego el izquierdo. Los hundo en el cazo con agua y sal. A la superficie del agua comienzan a subir pequeñas burbujas verdosas del moco que segrego. Lo supongo, porque no puedo verlo ahora. Noto la manera en que va desprendiéndose el velo espeso de mis lágrimas grises, como si fuera un pellejo. Espero. Lo que ellos ven no tiene remedio. ¿Quién es la mujer que escribe? Ella debe ser quien supuso todo. Mi ojo izquierdo la ve ahora, está de pie junto a mí, observa el cazo sobre el fuego y tuerce los labios para enseñarme los dientes». (Ojo izquierdo, de Daniela Tarazona, México).
Carne de mi carne. Antología de cuento. Varias autoras. Mantis, 2019.
CUENTOS
Ojo izquierdo, de Daniela Tarazona.
No recuerdo haber encendido este cigarro, de Katya Adaui.
Huérfanos en la nieve, de Fernanda García Lao.
Yo sé de tu delirio, de Rosario Barahona.
Carta a la madre, de Lena Yau.
Mi hermano, sus veces, de Claudia Hernández.
Niño de barro, de Betina González.
Buenas intenciones, de María José Navia.
Deforme, de Fabiola Morales.
Como el hambre, como el amor, de Giuseppe Caputo.
Las elegidas, de María Fernanda Ampuero.
El monstruo de la voz, de Margo Glantz.