Maracaibo-La Paz

Los sueños que la
pandemia postergó

Todas las noches sueña con una nueva vida en Santiago de Chile. Sueña con el reencuentro con su familia. Sueña con cómo será llegar a esa capital, con un empleo, con establecerse a lado de su hermana. 

Excepto aquellas noches en las que la niña más pequeña de sus cuatro hijos cae enferma. Entonces Mayerlín, quien nos pide no usar su apellido, no piensa en otra cosa más que en bajarle la fiebre.

Su bebé tiene un año y algunos meses. Lleva varios días con temperaturas por encima de los 38 grados, dificultades para respirar y un decaimiento que no le deja fuerza ni para el llanto, apenas un jadeo agobiante. Los primeros síntomas, aquellos que no parecían ser muy graves, comenzaron en febrero. Además de la niña afiebrada, Mayerlín tiene otras dos hijas, de cuatro y siete años, y uno más de 12.

Comienza abril y Mayerlin está desesperada. Ella, su esposo y sus cuatro hijos hace no mucho soñaban todas las noches con Santiago de Chile. Pero llevan casi dos meses “atrapados” en Bolivia, en medio de una pandemia sin precedentes, con las restricciones de una cuarentena que apenas comienza y una niña ardiendo por una infección pulmonar.

Desde 2017 la cantidad de venezolanos que llegan a Bolivia se incrementa exponencialmente. En 2018, unos 13 mil migrantes con esta nacionalidad cruzaron la frontera, pero solo un tercio de ellos decidió quedarse. En 2020, la OEA calcula que hay unos 10 mil migrantes y refugiados venezolanos. Bolivia no cuenta con una cifra oficial, solo aproximaciones que en algunos casos hablan de «20 mil ciudadanos venezolanos» en el país. La mayoría de ellos sigue usando territorio boliviano solo como una vía de tránsito: su meta es llegar a Chile, Argentina o Brasil. Como Mayerlín, que en 2019 dejó Maracaibo, al noroeste de Venezuela, y salió con rumbo a Perú, donde había llegado su esposo un año antes. Luego de algunos meses, cuando él quedó sin empleo, la familia decidió partir de nuevo hacia Santiago de Chile, donde su hermana todavía los espera. Maracaibo está rodeada de un bosque seco y tropical, con un clima soleado casi la totalidad del año. Su temperatura mínima raras veces cae por debajo de los 20º centígrados. Nada que ver con los casi 0º que marca el termómetro la madrugada en la que Mayerlin se mete, junto a su hija, bajo la regadera de una hostal en la avenida Illampu de la ciudad de La Paz, Bolivia. Mayerlín repite el chapuzón varias veces durante toda la noche. Mayerlin está desesperada, la fiebre no cede y tiene miedo de que la niña comience a convulsionar. No se le ocurre nada más. Empapa a la niña en agua helada con la esperanza de controlar el desbordado calor corporal. Han pasado varios días y los remedios que le dieron en lo que ella califica una “consulta a medias” -donde le revisaron a la rápida las amígdalas- no dan resultados. Antes de llegar a esa “consulta a medias”, Mayerlín acudió al servicio de la Cruz Roja. Cuenta que ahí, por las características del cuadro clínico, no la quisieron atender y la derivaron al Hospital del Niño. En ese centro médico, pagó 25 bolivianos por una revisión en la que le dijeron que su niña solo tenía “la garganta un poco roja, más nada”. Le pusieron un antibiótico y la devolvieron a casa. Pero la hija menor de Mayerlín -lo supo después- arrastraba un problema pulmonar por casi dos meses. Es lunes por la mañana, todos los paisanos que comparten el hostal se acercan hasta su habitación para intentar ayudarla, derriban el temor al fantasma de la COVID-19, que comienza a ocuparlo y entorpecer todo. “La niña no reacciona”, dice Mayerlín y continúa con el método de los baños fríos para evitar una convulsión. Una de sus compatriotas, al ver la gravedad de la situación, recuerda que tiene una prima pediatra en Argentina. Le envía un video de la pequeña y la recomendación es perentoria: la hija menor de Mayerlín necesita intervención médica urgente, está al borde de un colapso cardiorespiratorio. https://www.youtube.com/watch?v=3Tpbyi-WPrA En el primer lunes de abril, sin dinero suficiente para costear atención médica de calidad, sin saber con certeza cómo acceder a la salud pública y con una ciudad desierta por las prohibiciones de una cuarentena militarizada que rige desde hace dos semanas, Mayerlín sale a las calles apurada, con la desesperación estremeciéndole el cuerpo y su hija enferma en brazos. Diagnóstico: neumonía grave, broncoespasmo y un soplo en el corazón.

La Paz-Iquique-santiago

solidaridad en
la cuarentena

En la avenida Illampu se consiguen habitaciones de hasta 90 bolivianos por noche. Son espacios amplios donde pueden acomodarse una familia entera y hasta dos. Ubicada en una céntrica zona paceña, la Illampu es el corazón de la diáspora venezolana en La Paz. En sus hostales, alojamientos y calles aledañas se entretejen amistades, consejos y complicidades entre migrantes venezolanos que llegan hasta la sede de Gobierno.


En una de esas habitaciones se establecieron Mayerlín, su esposo y sus cuatro hijos. En esa habitación una de las paisanas, buscando cómo ayudarla, recordó a su prima pediatra en Argentina. Luego, otros tantos se movilizaron para que ella pudiera salir a buscar ayuda.

Pese a que en el último año desde el poder político (a través de funcionarios del Gobierno transitorio) y los medios de comunicación se intenta instalar una retórica xenófoba, Mayerlín encontró gestos de solidaridad que acabaron por salvarle la vida a su bebé.

Primero, en los oficiales de la Policía boliviana que controlaban el cumplimiento de la cuarentena cerca de su hostal. Ellos le ayudaron a conseguir una ambulancia para llevar a su hija hasta un servicio de emergencia.

En ese momento, Mayerlín solo pensaba en la recuperación de su niña.

Pero las preocupaciones no tardarían en llegar. ¿Cómo pagaría los costos del tratamiento? ¿Qué harían su esposo y sus tres hijos en su ausencia? ¿Cuándo podrían retomar su travesía hacia Santiago? ¿Cuánto tiempo le tomaría a la pequeña curarse?

En total, fueron 15 días de internación en el hospital La Paz, en la populosa zona de la Garita de Lima. Dos semanas en las que Mayerlín tuvo tres comidas diarias y ningún gasto médico.

“A mi parecer, a mi pensar, ella costeó todos los gastos, porque todo es pago”

“No te preocupes por nada, que yo me hago responsable”, le dijo la médica boliviana Nelly Terrazas, quien se comprometió a “ver cómo resolver” los pagos por la hospitalización.

“A mi parecer, a mi pensar, ella costeó todos los gastos, porque todo es pago”, cuenta Mayerlín en noviembre, ya retomando su periplo hacia el sur del continente y después de haber dejado Bolivia. Desde Iquique, Chile, Mayerlín confiesa que la doctora Terrazas sigue en contacto con su familia y que siempre pregunta cómo están sus hijos.

“Fue muy buena”, repite Mayerlín sobre la doctora en su cuarto día de cuarentena obligatoria en territorio chileno. Un requisito indispensable para que les permitan seguir su ruta hacia la capital chilena. Les restan diez días de espera.

Ella y su familia vuelven a soñar con Santiago.

Caracas-Lima-La Paz

El precio de la salud

Jannis Rodríguez es licenciada en enfermería. De los tiempos en los que ejercía su oficio en la salud pública venezolana, antes de que la crisis social y económica la obligara a dejar su país, recuerda que la atención médica en Venezuela era gratuita para todos, sin importar su nacionalidad.

“Si la farmacia tenía el medicamento, te lo daban, sin distinción, sea colombiano o ecuatoriano, sin distinción”, rememora, mientras relata los periplos que tuvo que atravesar para resguardar la salud de su familia en los últimos meses.

Pero esos recuerdos sobre Venezuela corresponden a una realidad distinta a la que comenzó a evidenciarse el 2016, cuando un informe gubernamental reveló un incremento del 65% en la mortalidad materna y un 30% en la infantil. El colapso del sistema sanitario venezolano mostraba sus primeras grandes grietas.

Jannis dejó su país un año después, en 2017. Llegó a Bolivia a principios de 2020, en febrero. Antes estuvo en Perú, junto a su esposo, con una hija en la mano y otro en el vientre. Allí chocó por primera vez con un sistema sanitario distinto al que ella conocía en su país natal.

“Puso los ojos en blanco, hizo movimientos ciclotónicos, temblaba y brincaba, tenía los pies en puntilla, como bailarina. Cuando eso, yo estaba embarazada de él. Fue horrible”, así resume Jannis el episodio convulsivo de su hija.

Luego del susto, que duró apenas unos pocos minutos, sobrevino el peregrinaje a través de centros médicos y hospitales peruanos. Su hija tiene más de cinco años y, según ella, el Seguro Integral de Salud (SIS) en ese país pone ese límite para la atención de menores.

Según un estudio de 2018, solo uno de cada dos venezolanos en Perú acude a centros prestadores de salud. Diversos factores como la edad, la baja tasa de afiliación al SIS (por falta de documentos o información inadecuada) o la saturación de los servicios médicos, estarían dejando sin atención a los migrantes. 

En los papeles, el SIS peruano ofrece «un seguro de salud dirigido para todos los peruanos y extranjeros residentes en el Perú que no cuenten con otro seguro de salud vigente», y la franja etaria para menores de edad comprende a niños y adolescentes (hasta los 17 años).  

“Cuando ella me convulsiona, en ningún hospital me la atienden porque tengo que pagar”, lamenta Jannis. Entonces decidieron acudir a una médica “paisana”, especialista en niños, quien les recomendó que visitaran a un neurólogo pediátrico.

«Una hipoxia cerebral se refiere a un reducido suministro de oxígeno al cerebro»

Esa alternativa, razonable y urgente, representaba un gasto que la familia de Jannis no se podía permitir. En Perú, como en otros países de la región, el acceso a especialidades médicas y sus estudios complementarios tiene un costo demasiado elevado.

Por suerte, la dueña de casa en la que vivían Jannis y los suyos decidió apoyarlos en la organización de una “pollada”, una feria solidaria que en Bolivia se conoce como kermés, donde consiguieron recaudar el dinero suficiente para cubrir la factura de la consulta neurológica, además de un electroencefalograma y otros laboratorios.

Solo el primero de estos estudios costó más de 100 dólares.

El cuadro no volvió a repetirse, “desapareció”. Lo atribuyeron a una hipoxia cerebral transitoria. El miedo a enfermarse, con todos los gastos que implica, permanece.

La Paz, plaza eguino

la historia de la burócrata xenófoba

“Era grosera, pedante. Una le decía ‘buenos días’ y ella respondía que no estaba atendiendo”. La mujer a la que hace referencia Jannis es una funcionaria del centro de salud Juancito Pinto, cerca a la plaza Eguino, en la ciudad de La Paz.

“¡No quería darme el SUS (Sistema Único de Salud)! (…) Por ser extranjera no quería registrarme al niño”, protesta y cuenta cómo la burócrata encargada de inscribir a su hijo en el Sistema Único de Salud inventaba cada día un nuevo pretexto para negarle un derecho consagrado en la ley 1152.

“Con ella no pude ni entrar, no pude pasar la puerta. Nada”

“No estamos registrando en el SUS”, “no hay sistema”, “aquí no realizamos este trámite”, “aquí no le corresponde”, fueron algunas de las evasivas que recibió Jannis. “Incluso me preguntaron si era peruana”, relata todavía extrañada.

“Nosotras insistimos, porque sabíamos que había otra persona allí que podía realizar el trámite”, explica Jannis y menciona a otro funcionario que sí tuvo la predisposición para cumplir con sus funciones.

Cuando todo estaba listo y solo debían recoger una certificación, ante el reclamo de Jannis y una comparación con el segundo funcionario, la mujer del principio le dijo “entonces ven cuando esté él».

“Me dijeron que como era venezolana iban a inscribirme, si era peruana no”.

“Eso está muy mal, porque es personal de salud. Porque cuando uno va enfermo o requiere (atención en) salud, uno va vulnerable, entonces si tú lo tratas mal, la persona se pone peor, se siente peor”, reflexiona Jannis y recuerda cuando le tocó ejercer como enfermera.

Para Jannis, desde su experiencia profesional, cualquier persona que trabaje en un servicio de salud debe ser “humana” y debe saber ponerse en el lugar del otro.

falta de información y documentos

Ese último criterio es compartido por el director del Hospital del Tórax, Marco Antonio García, en la misma sede de Gobierno. “No se los puede rechazar (a los migrantes), por ejemplo, si llega un paciente con su salud o vida en peligro. Cualquier centro de salud tiene la obligación de atenderlo”, detalla el médico.

“Si es que hubiese una emergencia, si es que necesitaran de atención urgente en cualquier centro hospitalario, no tendría que negárseles”

No obstante, matiza diciendo que estos son casos excepcionales y, en lo posible, las personas con otras nacionalidades en Bolivia deben tratar de reunir todos los requisitos para ser atendidas.

Estos requisitos, según explica García, son sencillos: documentos de identidad y certificaciones que avalen un ingreso legal al país, “a través de sus visas o pasaportes”, según corresponda.


Además, deben estar dentro las poblaciones que se detalla en la norma (ley 1152) y deben acudir a las oficinas del SUS para su registro. Estos despachos están instalados en todos los hospitales y postas del sistema de salud público boliviano.

“Es ahí donde deben ser anotados, no importa la ciudadanía, la nacionalidad. Según las nuevas normativas se les debe brindar esta colaboración”, dice García.

Pero, por las condiciones en las que se ven obligados a migrar, un requisito tan sencillo como un documento de identidad puede representar una limitación.


La coordinadora de VenMundo en Bolivia, Mary Molina, explica que uno de los principales problemas es que muchos de sus compatriotas no ingresan al país de manera “regular” y otros solo llegan con copias de su documento de identidad.

“No es que los médicos se nieguen a darles atención, es porque no los pueden identificar”, resalta Mary y reitera que está falta de documentación hace muy difícil el acceso a servicios de salud para los venezolanos.

Ante esta situación, el Gobierno boliviano, a través de la Dirección General de Migración, aprobó tres resoluciones administrativas con las que acepta la fotocopia simple del certificado, del registro o de la partida de nacimiento para la regularización de menores de 18 años.

Además, se reconoce como documento válido el pasaporte, documento nacional de identidad y cualquier documento de viaje caduco de ciudadanos extranjeros venezolanos para el ingreso regular a Bolivia. Finalmente, se autoriza la permanencia transitoria por dos meses a las familias con hijos menores de edad.


Luego del «exabrupto» en el registro de su hijo menor, que extendió por casi una semana un trámite que normalmente toma de dos a diez minutos, Jannis consiguió la atención médica gratuita a la que cualquier menor de cinco años, sin importar su origen, tiene el derecho de acceder dentro el territorio boliviano.

“Monetariamente no nos costó nada inscribir al niño al Sistema Único de Salud”

“Le colocaron su vacuna. Le dieron complemento de hierro, vitaminas y el antiparasitario”, detalla y explica que pronto esperan poder conseguir un empleo que les permita acceder a un seguro médico más completo.

El SUS, con sus limitaciones, también incluye entre sus beneficiarias a personas mayores de 60 años, personas con discapacidades, mujeres embarazadas (desde el inicio de la gestación y hasta los seis meses posteriores al parto) y mujeres de todas las edades con requerimientos en salud sexual y reproductiva.

Venezuela-Ecuador-perú-bolivia

Jóvenes y sin anticoncepción

No todas las migrantes venezolanas saben que en Bolivia las asiste el derecho a recibir atención médica y tratamientos referidos a la salud sexual y reproductiva.

Jannis, por ejemplo, lleva más de un año sin realizarse la prueba de Papanicolau, un control de prevención del cáncer cervicouterino que debe hacerse toda mujer anualmente

Otra de sus conocidas tiene cinco hijos y tuvo un aborto en Bolivia. “Ella no está esterilizada”, lamenta Jannis y relata que la embajada de su país se hizo cargo de esa atención médica, que concluyó en un legrado.

El 63% de las personas entre 18 y 59 años atendidas por la ACNUR en el primer semestre de 2020 en Bolivia eran mujeres.


Según un reporte sobre el estado de la salud sexual y reproductiva de las migrantes venezolanas en Colombia, en «contextos de emergencia humanitaria se materializa en el incremento de violencias de género, especialmente la violencia sexual, embarazos no deseados, aumento de muertes maternas y neonatales, así como los índices de infecciones de transmisión sexual incluido el VIH».

“He visto a muchas que quedaron embarazadas porque no tienen acceso a anticonceptivos”, cuenta Jannis y admite que aquellas compatriotas que la conocen como enfermera le solicitan que les administre inyecciones anticonceptivas.

“Muchas paisanas están embarazadas”, insiste Jannis y apunta que, en su entorno, la gran mayoría son jóvenes que no cuentan con orientación suficiente en educación y salud sexual.

“Las que no tienen alguien que pueda hacerles ese favor, ¿qué hacen? ¿Cómo se cuidan? No hay manera de que se cuiden”

Esta afirmación se condice con las de Marcela Bacarreza, quien trabaja en la Pastoral Social Cáritas. Bacarreza explica que muchos migrantes venezolanos que llegan a Bolivia en el último año son parejas y familias jóvenes que se han ido formando a lo largo del camino que recorren desde Venezuela.

“Llegan a Bolivia, aproximadamente, tres años después de haber dejado su país”, detalla y cuenta que en su travesía forman familia. “Los niños que llegan al país tienen entre dos y tres años. Aunque tienen padres venezolanos, muchos de ellos nacieron en Ecuador o Perú”.

Jannis explica que son sus mismas amigas y conocidas quienes compran los anticonceptivos, en un intento por cuidarse, y que no recurren a los hospitales públicos bolivianos. 

“Inyecté a una que tiene 20 años, es una niña, pero ya tiene un hijo”, cuenta la enfermera venezolana.

Así, el problema de la falta de acceso a anticoncepción en poblaciones migrantes venezolanas en Latinoamérica parece tener una extensión regional.

Cuarentena

sin techo y con hambre

Desde Cáritas, Bacarreza recuerda el día en el que la expresidenta Jeanine Áñez declaró la imposición de la cuarentena rígida y el cierre de fronteras. Aquel 23 de marzo sus líneas telefónicas y todos sus canales de comunicación colapsaron.

“¿Qué voy a hacer? ¿Dónde voy a dormir? No tengo donde quedarme”, les repetían con insistencia muchos venezolanos que habían llegado a Bolivia de paso. Estaban camino a Chile, Argentina, Brasil o Paraguay. Bacarreza explica que entonces, desde su organización, reaccionaron rápido para resolver el tema del alojamiento.

Además de su casa de acogida, con capacidad solo para 40 personas, se vieron obligados a realizar contratos con hostales. Rápidamente, con el respaldo de ACNUR, relevaron listas y aseguraron el techo para cientos de familias venezolanas. Esta asistencia se extendió por más de cuatro meses en seis ciudades bolivianas.

A finales de marzo, solo en La Paz, Cáritas reportó unas 500 personas acogidas y calculaba unas 700 en todo el país.

Pero, con el paso de los días, surgió otro problema aún más complejo: el hambre.

“Ellos se sostienen al día, con algunos trabajos esporádicos, a veces limpian ventanas o se dedican a la mendicidad. Como todo esto fue truncado por la cuarentena no tenían un ingreso (económico) como para sustentar sus alimentos”, explica Bacarreza.

Caritás intentó cubrir también esta demanda. En primera instancia entregaron “kits” de alimentos diarios. Luego optaron por entregar lotes con una gran cantidad de productos, para que sean los mismos migrantes quienes preparen sus comidas diarias. Esta colaboración, como la del alojamiento, tenía una condición: no abandonar, por ningún motivo, los improvisados centros de acogida.

Este requisito omitía una realidad compleja. Muchos venezolanos no trabajan a diario solo  para tener un techo y las tres comidas diarias, sino que deben trabajar para ahorrar lo suficiente para alcanzar su destino final, reunir dinero para el envío de remesas a sus familiares en Venezuela o, sencillamente, la dotación no alcanza y su repartición se torna problemática.

“Nosotros renunciamos a la ayuda del pago de Cáritas y nos desaprovechamos esa oportunidad”, dice Jannis, pero se justifica de inmediato explicando que se veían obligados a salir a las calles porque sentían la necesidad de mandar dinero hasta Venezuela y porque, a veces, debían comprar pollo, huevos, leche o carne de res.

“Fue parte eso y (también) el hacinamiento por lo que renunciamos al convenio”, lamenta y añade que la suya no fue la única familia que tuvo que optar por romper el trato con Cáritas.

Un informe global de OXFAM alerta sobre el «virus del hambre» y anota a Venezuela en el cuarto lugar entre los diez «puntos críticos» del hambre extrema. Pero esta situación desborda las fronteras del país gobernado por Nicolás Maduro.


Como ejemplo, la misma OXFAM reportó que un 42% de los 1,6 millones de venezolanos que han emigrado a Colombia podría haber perdido su trabajo y un cuarto carecer de recursos con los que adquirir alimentos.

El hambre entre los venezolanos no es un problema desatado por la pandemia. En 2019 la Fundación Bengoa dijo que el 30% de los niños entre 7 y 12 años, evaluados en cuatro Estados venezolanos, sufría desnutrición crónica.

Según comenta la representante de VenMundo, Mary Molina, este también es un problema recurrente entre sus compatriotas que llegan a Bolivia, más allá de su edad. «Muchos de ellos presentan complicaciones gastrointestinales y cuadros de desnutrición», comenta.

“Falta de vitaminas, falta de proteínas, especialmente en niños, pero también en los adultos”, agrega Molina con pesar.

COVID-19

Sin cifras,
sin diagnóstico

“Hay mucha gente. Entra y sale mucha gente”, cuenta Jannis sobre los hostales en los que la comunidad venezolana busca refugio en La Paz. Pese a que intentaron rehuir de este hacinamiento, la profesional en enfermería está segura que toda su familia se contagió con la COVID-19.

Desde Cáritas informan que solo presentaron un incidente por una supuesta infección por el Sars-CoV-2, que, finalmente, fue descartada. Bacarreza asegura que desde entonces no se supo de otro caso. Aunque la susceptibilidad entre los migrantes está siempre presente. A la fecha no se tienen cifras oficiales sobre venezolanos en Bolivia que hayan contraído la COVID-19.

“Tuvimos pérdida del olfato y del gusto (…) Todos los paisanos tenían los mismos síntomas, mi hermana, mis vecinos”. Por fortuna, dice Jannis, no sufrieron complicaciones respiratorias ni de ningún tipo, “solo dolores musculares”. Su esposo agrega que combatieron las molestias con hierbas locales y la orientación de “las caseritas”.

Las presunciones de Jannis eran las mismas que tenía Mayerlín. Sin embargo, ella sí pudo confirmarlas al cruzar la frontera hacia Chile, donde le realizaron una prueba serológica que reveló inmunoglobulinas del tipo G (IgG). 

Toda su familia obtuvo el mismo resultado. Es decir, todos, excepto su esposo, habían sufrido la infección en algún momento.

Mayerlín confirma que el caso de su familia es similar al de muchas otras que viajaron hacia territorio chileno junto a ella, una gran mayoría de los estudios reportaba antígenos contra el nuevo coronavirus. 

Su caso fue más complejo que el de Jannis: sufrió síntomas de gravedad que atribuyó a la entrada del frente frío y los efectos de la altura. Pero ahora sabe que era el Sars-CoV-2.

“Me dio una cosa espantosa, yo me sentía muy mal, me ahogaba, (tenía) escalofríos, me dolían los huesos”, relata Mayerlín. 

Para combatir las molestias ella utilizó los medicamentos que le habían sobrado de la internación de su hija menor. Cada tanto usaba las “bombas de salbutamol” y tomaba varias dosis de paracetamol al día. La automedicación fue su primera opción.

También recibió atención médica por parte de la Cruz Roja, una de las agencias de cooperación socias del ACNUR, que trabajó en coordinación directa con Cáritas. Este servicio médico se diligenció a través de brigadas que visitaron los hostales semanal y quincenalmente. 

“Todos pasaron por la enfermedad”, insiste Mayerlín y celebra que sus pequeños la experimentaron como una “gripecita normal”.

no es suficiente

En 2018, 163 Estados firmaron el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, entre ellos 10 países de la región (a excepción de Chile y Brasil, que evalúa abandonar el tratado). 

Este documento insta a las naciones firmantes a “incorporar las necesidades sanitarias de los migrantes en las políticas y los planes de salud nacionales y locales”, haciendo especial hincapié en reforzar la capacidad de las prestaciones, facilitar el acceso (sin discriminación) y reducir las barreras de comunicación. 

Además, pide formar “a los proveedores de atención sanitaria para que presten servicios teniendo en cuenta las diferencias culturales”.

Los sistemas de salud públicos en América Latina son precarios y, muchas veces, de difícil acceso. Esta realidad es aún más cruda cuando quien demanda sus servicios es migrante, no cuenta con información suficiente, le es imposible regularizar su documentación, los trámites le resultan demasiado complejos o, en el peor de los casos, es víctima de xenofobía y discriminación. 

Los gobiernos latinoamericanos no están haciendo lo suficiente para atender los requerimientos de una población vulnerable y en constante movimiento.

Textos, edición y diseño: Mijail Miranda Zapata

Reportería: Esther Mamani

Agradecimientos: Michelle Nogales, Yolvik Chacón, Familia Cova Rodríguez

Ilustraciones: UnoPrint

Revista
muy waso

Esta publicación fue realizada en el marco del proyecto Puentes de Comunicación, impulsado por Efecto Cocuyo y DW Akademie, y cuenta con el apoyo financiero del Ministerio Federal de Asuntos Exteriores de Alemania.