La violencia vicaria es invisible en Bolivia, tanto para el sistema judicial como para la Ley de Protección a las mujeres, que no la reconoce explícitamente. Esta falta de reconocimiento legal perpetúa el sufrimiento de las víctimas, que enfrentan largos procesos judiciales sin medidas de protección eficaces. Sin embargo, mujeres supervivientes han comenzado a tejer redes de apoyo para visibilizarla, exigir su tipificación y sanción.
Alerta de contenido El siguiente reportaje incluye testimonios sensibles sobre violencia. Recomendamos leer con precaución.
Ilustraciones: Nancy Lucía Valdivia Palacios
Cuando Edna Pérez recorrió los pasillos del Juzgado de Familia en Cochabamba, soportó miradas de desdén y escuchó respuestas que sonaban más a burla que a justicia. Hoy se sienta con la tranquilidad de quien logró lo que parecía imposible: el reconocimiento parcial de violencia vicaria en una sentencia judicial emitida el 13 de febrero de 2023 por la sala de familia, niñez y adolescencia.
“Fue un proceso larguísimo, desgastante… pero lo logré”, dice, con una mezcla de orgullo y agotamiento en su voz.
Esa frase, tan breve, condensa cuatro años de lucha, de idas y venidas a la Defensoría de la Niñez y al Servicio Legal Integral Municipal (SLIM), de informes psicológicos y citas judiciales. Un camino que inició a sus 37 años, poco después de separarse del padre de su hijo.
En esos cuatro años solo pudo ver a su hijo dos horas a la semana, en una sala aséptica del Juzgado de Familia o del Servicio Legal Integral Municipal (SLIM), donde las emociones quedan relegadas a la frialdad de los documentos.
“Solamente dos horas los jueves. Eso es lo que me han dejado”, dice Edna, con la voz cargada de indignación. Cada semana, de 16:00 a 18:00, puede ver a su hijo en un espacio controlado de la Defensoría, improvisado y precario, que apenas ofrece condiciones adecuadas. La alcaldía sigue en construcción y el lugar se comparte con casos de violencia graves, lo que lo convierte en un entorno pesado y angustiante para ella y su hijo. “No creo que realmente se trabaje en función del interés superior de los niños”, señala.
Los marcos legales
En Bolivia, la violencia vicaria, una forma de violencia de género donde las y los hijos son utilizados para dañar emocional y psicológicamente a las madres, cobró visibilidad en los últimos años. La legislación boliviana aún no la contempla plenamente, dejando a muchas mujeres y a sus hijos e hijas en vulnerabilidad.
Esta falta de reconocimiento legal genera un vacío en el sistema de justicia que alarga el sufrimiento de las víctimas.
Según el Ministerio de Justicia de Bolivia, los casos de violencia familiar alcanzaron 32,754 reportes en 2022 y 15,712 en lo que va de 2024, aunque no existe un estimado de cuántos menores de edad son afectados.
En el contexto latinoamericano, la violencia vicaria comenzó a recibir atención legislativa en los últimos años, aunque con un progreso desigual.
México es pionero en esta área, incorporándola en su legislación en nueve estados desde 2022. Estas reformas incluyen medidas clave como la restitución de menores en casos de sustracción por parte de un agresor.
En Argentina, la violencia vicaria se reconoce dentro de la Ley 26.485, de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, aunque no de manera específica. Mientras que, en Colombia, el proyecto de Ley Gabriel Esteban busca reconocer, prevenir y sancionar la violencia vicaria, impulsando la creación de los delitos de homicidio vicario y violencia vicaria en el Código Penal.
¿Qué es la violencia vicaria?
La magistrada Fabiana Estrada, del Vigésimo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa de Ciudad de México, explica que “es una manifestación extrema de un sistema de dominación patriarcal que instrumentaliza a los hijos e hijas para controlar y someter a las mujeres”.
Subraya que no son casos aislados, sino un “continuo de violencia” que persiste, debido a normas e instituciones que perpetúan estereotipos.
“Es un mecanismo de control que va más allá de lo físico o psicológico: es una forma de tortura que busca someter a las mujeres a través de sus vínculos familiares más cercanos”, enfatiza Carla Romero, del Colectivo Mujeres de Fuego, de Bolivia.
Natalia Lococo, fundadora del Frente Nacional Mujeres de México, señala que es una extensión de la violencia machista, donde los hijos e hijas se convierten en herramientas de control.
Ella misma es sobreviviente. Su experiencia refleja cómo la revictimización institucional se suma a la violencia ejercida por los agresores.
«Es una cadena de agresiones que muchas veces lleva al feminicidio o al infanticidio», describe Lococo, subrayando la urgencia de incluir este tipo de violencia en el marco legal.
Romero resalta la frustración de las mujeres al enfrentarse a un sistema judicial ineficiente y desbordado que no reconoce este tipo de violencia.
“Es tan burocrático que, en lugar de recibir ayuda, las víctimas son desgastadas. Llegan al colectivo desesperadas y sin esperanza, conscientes de que la denuncia en instituciones oficiales es un proceso agotador y frustrante”, añade Romero.
Nadia Cruz, viceministra de Igualdad de Oportunidades, señaló que las fallas en el cumplimiento de la asistencia familiar a veces generan casos de feminicidio e infanticidio. Los colectivos defensores de derechos de mujeres argumentan que la problemática va más allá de una reforma en la asistencia familiar: requiere un cambio estructural en el sistema judicial y una legislación que explicite la violencia vicaria.
Según la psicóloga Claudia Delgadillo, experta en derechos humanos y violencia de género, esta violencia produce graves secuelas en la salud mental de las mujeres y sus hijos. Asegura que las víctimas suelen sufrir ansiedad, depresión y síntomas de disociación, mientras que las y los hijos cargan con traumas que afectan su desarrollo y, en algunos casos, replican patrones de violencia.
La historia de Edna
“Al principio, pensé que era yo. Que mi sensibilidad era exagerada, que estaba afectada emocionalmente por el embarazo. Después de que nació mi hijo, empezó a decir que no servía como madre. Que no sabía cuidarlo bien. Eso fue socavando mi confianza”, relata Edna.
Soportó violencia durante cuatro años, convencida de que quizás se trataba de un ajuste temporal y que, en algún momento. la estabilidad familiar llegaría. Esa expectativa cambió radicalmente un día, cuando su hijo tenía 11 meses. Su expareja le arrebató al niño utilizando un pretexto legal que la tomó por sorpresa. Ella desconocía los detalles específicos del argumento legal que él estaba utilizando, pero convirtió el conflicto de pareja en un litigio inesperado.
“Dijo que yo estaba mentalmente inestable, que era un peligro para el bebé”, recuerda Edna.
El Juzgado de Instrucción Penal y contra la Violencia hacia la Mujer le dio la razón a la expareja de Edna. Cuando intentó apelar, ya era tarde: la custodia provisional había pasado a manos de su agresor. Ella se quedó con unas cuantas horas semanales para ver a su hijo.
“Era como si todo el sistema estuviera en mi contra. Me convertí en la mala madre que decían que era. Nadie se tomó el tiempo de evaluar mi situación psicológica de manera seria. Usaron mis antecedentes de depresión, que se dieron justamente por la violencia que viví, para justificar que no era apta”, recuerda.
Para instituciones como la Defensoría del Pueblo, el Ministerio de Justicia y Transparencia Institucional, el Servicio Plurinacional de la Mujer y de la Despatriarcalización “Ana María Romero” y la Fiscalía General del Estado, la violencia vicaria sigue siendo un concepto difuso, diluido entre las categorías de violencia intrafamiliar o doméstica.
Hacer visible la violencia vicaria
La psicóloga Claudia Delgadillo explica que este tipo de violencia produce un daño psicológico devastador.
“La violencia vicaria no solo afecta la salud mental de las víctimas, sino que deja cicatrices emocionales profundas, provocando ansiedad, depresión y un constante sentimiento de impotencia que puede perdurar por años”, señala Delgadillo.
“Te los quitan, te amenazan con que nunca más los verás. Dicen que tú no vales como madre y lo demuestran llevándoselos, separándolos de ti. Ellos también sufren. Son usados como armas en una guerra que no entienden”, agrega Edna.
Edna se presentó reiteradamente en los juzgados, reunió documentación y registró cuidadosamente los episodios de violencia. Después de mucho insistir, consiguió que una psicóloga del Servicio Legal Integral Municipal (SLIM) identificara lo que ocurría: violencia vicaria.
“La licenciada Claudia (Delgadillo) fue la primera en ponerle nombre a mi dolor”, recuerda Edna. Ese concepto cambió todo: sus abogados se aferraron a esa definición y la llevaron al juzgado.
«El juez no tenía ni idea de qué era la violencia vicaria», recuerda Edna. “Tuvimos que presentar documentos, estudios de otros países y explicarle sobre la literatura científica para convencerlo de que esto existía, que no era algo inventado”, agregó.
«Con el tiempo, el juez tomó en cuenta esos informes psicológicos, las entrevistas y los numerosos episodios que relaté con precisión. Al final, reconoció que lo que estaba ocurriendo era violencia vicaria. Y eso fue un hito», afirma Edna.
Este reconocimiento, reflejado en la sentencia del Juzgado de familia, representa el primer caso de violencia vicaria oficialmente reconocido en Bolivia y marca un precedente para tantas madres e hijos que siguen sin ser atendidos.
“Si bien es cierto que el progenitor goza de las condiciones materiales para el cuidado y protección de su hijo (…) estaría utilizando a su hijo para generar un tipo de violencia en razón de género”, concluye la sentencia judicial.
«Me sentí muy orgullosa de que todo mi sufrimiento no fuera en vano. Sabía que este fallo podría ayudar a muchas madres, niños, y niñas en Bolivia»
Las fallas institucionales
Pero hay una batalla que aún no ha terminado para Edna.
“La custodia de mi hijo sigue siendo una pelea constante. Me lo han arrebatado. Ahora que sé lo que pasa, duele más”, dice.
“Lo que más me duele es que él ya no me reconoce como su mamá. Me dice ‘profe’ o ‘tía’. Su padre le ha llenado la cabeza con mentiras, con insultos hacia mí. Cuando lo veo, está confundido, no sabe qué soy. Sé que esta confusión se agravará a medida que crezca”, dice.
Edna también habla de la falta de preparación del personal de instituciones como el SLIM y la Fiscalía. De cómo se minimiza la violencia vicaria, de cómo se reduce todo a una disputa de la custodia o a simples conflictos de pareja.
“¿Cómo es posible que ni siquiera se haga una evaluación psicológica seria de los padres? Él nunca pasó por ninguna evaluación”, denuncia. “A él (su ex pareja) se le ha permitido seguir con su vida, sin que nadie cuestione su estado mental, sus intenciones, su capacidad de ser un buen padre”, lamenta Edna.
Para Edna, lo ideal sería que la violencia vicaria se incluya en la Ley 348 contra la Violencia hacia las Mujeres.
“Si logramos que se reconozca, será el primer paso para que muchas mujeres puedan luchar por sus hijos. No quiero que más madres pasen por esto. No quiero que más niños crezcan sin sus madres por la voluntad de un sistema que no los entiende”, afirma con convicción.
Edna no tiene certeza de cuándo terminará esta batalla. Pero hay algo que tiene claro: “No voy a rendirme. Voy a seguir luchando, porque esto es más grande que yo. Si logramos cambiar la ley, habré ganado mucho más que una sentencia”.
Madres sin hijes: la violencia que el Estado no quiere ver
Karla Barranco se sienta en la pequeña sala del colectivo “Mamás Sororas” en Cochabamba, uno de los núcleos de activismo social en Bolivia. Es abogada, activista y coordinadora de esta organización.
“Todo lo encasillan como violencia intrafamiliar o doméstica, pero no es lo mismo”, aclara Barranco. “Ahí está la trampa: la falta de definición de esta violencia invisibiliza su impacto, sus consecuencias devastadoras”, señala.
Se le humedecen los ojos cuando cuenta su historia. Estaba casada, criando a sus dos hijos, su relación se fue deteriorando hasta que, hace un año, después de la última bofetada, decidió irse. Se convirtió en madre soltera de la noche a la mañana, con la responsabilidad de mantener el hogar y cuidar a sus hijos de seis y once años.
“Empezó a desaparecer. No pasaba pensión alimenticia, no llamaba, pero cuando decidió iniciar un proceso legal, todo cambió. De repente, estaba allí, pidiendo la custodia de sus hijos, diciendo que yo no era una buena madre porque trabajaba mucho”, cuenta.
“Un día me llamaron del colegio. Había ido a buscar a los niños, tenía una cita médica falsa y quería llevárselos a Argentina. Fue un milagro que la directora me avisara”, recuerda.
Barranco respira hondo. Luego sigue: “Ese fue el momento más aterrador de mi vida. No sabía si iba a volver a ver a mis hijos”.
El de Barranco no es un caso aislado. En el colectivo “Mamás Sororas”, y otras organizaciones de mujeres, las historias de violencia vicaria se multiplican. Madres que viven con el temor constante de que sus hijos sean arrebatados.
Una violencia específica, pero invisible
“Padres que de repente se vuelven interesados en la paternidad cuando nunca estuvieron presentes, pero no por amor o responsabilidad, sino como una forma de castigo hacia la madre o por no querer cumplir con la pensión alimentaria”, ejemplifica Barranco.
“A veces preferimos quedarnos calladas, no denunciamos porque sabemos que él va a usar eso en nuestra contra. No queremos darle armas para que nos haga daño”, prosigue.
“Los niños crecen sin entender lo que pasa. Un día están con mamá y de repente los llevan con papá, que aparece como un extraño. Luego, la mamá es mala porque no les deja ver al papá. Los niños se convierten en un campo de batalla”, concluye Barranco.
La falta de una definición legal específica para la violencia vicaria en Bolivia deja a las mujeres en un limbo jurídico.
“Nosotras no existimos para el sistema”, dice Carla Romero, del colectivo Mujeres de Fuego.
“Para el sistema, es solo un problema más familiar. No hay un enfoque diferenciado, no hay un reconocimiento de las dinámicas de poder que se juegan detrás de estas situaciones”, añade..
Para Romero, cuando una mujer va a denunciar, los funcionarios judiciales a menudo no comprenden la gravedad del caso.
Los jueces, los fiscales y hasta los abogados minimizan la violencia vicaria porque no encaja en las categorías que se manejan dentro de las normativas contra la violencia de género, coinciden las entrevistadas.
“Para hacer frente adecuadamente a esta forma particular de violencia, es necesario primero nombrarla e identificarla. Traerla a la luz, dado que prevalecen estereotipos que ponen en duda la credibilidad de las mujeres como madres y las revictimizan continuamente”, enfatizó la magistrada mexicana, Fabiana Estrada.
Tejiendo redes
“Mamás Sororas” es un colectivo que surgió ante la indiferencia del sistema boliviano, un refugio para las mujeres que comenzaron a organizarse. Karla Barranco, y las otras integrantes brindan asistencia legal, orientación y, sobre todo, un espacio seguro para que las mujeres puedan contar su historia.
“Tratamos de darles lo que el sistema les niega: escucha y apoyo”, explica Barranco.
A veces, la ayuda es tan simple como un hombro donde llorar. Otras veces es más concreta, como ropa, comida o un lugar donde quedarse cuando la situación se vuelve insostenible.
“Nosotras hemos vivido esto. Sabemos lo que se siente. Por eso, cuando una mujer viene aquí, lo primero que hacemos es escuchar. Le decimos que no está sola. Que su dolor no es exagerado, que no está loca”, dice Barranco.
“Necesitamos que la violencia vicaria sea reconocida por el sistema judicial y que se implementen medidas concretas para proteger a las víctimas. Estamos trabajando en un proyecto de ley,” agrega con una leve sonrisa de esperanza.
Las organizaciones de mujeres en Bolivia como Mujeres de Fuego, Mamis Bolivia y la Casa de la Mujer comenzaron a movilizarse para visibilizar la violencia vicaria y presionar por un cambio en la legislación.
Al preguntarle qué le diría a una mujer que está pasando por lo mismo que ella, Barranco se queda en silencio un momento, como buscando las palabras precisas, y luego responde: “Le diría que no se rinda. Que busque apoyo, que no se quede sola. Porque aunque el sistema no la vea, aunque parezca que todo está en su contra, siempre hay esperanza. Y eso es lo que más necesitamos: esperanza para seguir luchando”.
La historia de Elsa
Elsa (nombre cambiado) camina con lentitud por la sala del hospital. Los médicos dicen que su pierna coja necesita cirugía.
En marzo de 2019, denunció a su esposo por intento de feminicidio. Después de pasar gran parte de su vida con él en España, donde nacieron sus dos hijos, regresaron a Bolivia. Tras años de abusos, decidió denunciar, temerosa de que el siguiente ataque pudiera ser fatal. Para proteger a sus hijos, los envió de regreso a España. Ella permaneció en Bolivia para seguir el proceso judicial.
Fueron 25 años de relación. Las más de dos décadas de violencia comenzaron con gritos y celos, que se intensificaron hasta volverse físicas.
Cuando escucha el teléfono o una llamada se corta abruptamente, siente que su corazón se acelera y su mente regresa a esos días de miedo.
“Me pegó con un bate de béisbol, me jaló del cabello, me tocó tantas veces que perdí la cuenta. Me clavó un cuchillo aquí”, dice, tocándose suavemente el costado, “y aquí, y aquí”.
La violencia escaló hasta convertirse en episodios de crueldad. El primer golpe llegó en el cumpleaños de su hija, hace siete años. Un grito, una acusación y, en un abrir y cerrar de ojos, la escena se convirtió en caos. “Me rompió las gafas. Quedé casi ciega por un momento. Caí al suelo y, al levantarme, volvió a pegarme».
La voz de Elsa se quiebra, pero rápidamente se recompone. Se ha acostumbrado a narrar su historia. Su mirada se endurece cuando recuerda las amenazas que aún persisten.
“Me dijo que me iba a dejar coja. Que iba a pasar diez años en la cárcel y saldría como si nada. ‘Estamos en Bolivia —me dijo—, aquí pagas y sales’. Ahora, mírame. Cumplió. Estoy coja”, susurra con una mezcla de enojo y resignación.
«Me puso a elegir entre ellos y la justicia»
Cuando el abuso físico y psicológico ya no fue suficiente para él, decidió herirla con lo que más le importaba: sus hijos. Elsa cuenta que empezó a utilizar a los niños como una herramienta de manipulación. La amenazó con llevárselos.
“Me decía que los iban a criar su hermana y su madre. Que yo no volvería a verlos”, recuerda.
Aislada, lejos de su familia y sin redes de apoyo, Elsa sabía que si él cumplía sus amenazas, se quedaría sin lo único que le daba fuerza para seguir adelante: sus hijos. Entonces, tomó una decisión que le partió el alma: pedir ayuda al consulado español y mandar a sus hijos a España.
“Mis hijos no podían vivir con ese miedo. Mi niño mayor me dijo que no podía ni dormir. ‘Mamá, vámonos’, rogaba. No podía seguir exponiéndolos”, confiesa.
Elsa consiguió que sus hijos fueran acogidos en España bajo la protección del consulado.
“Me dijeron que era lo mejor, que estarían a salvo. Yo me quedé para luchar, para hacer justicia, pero no hay un solo día en que no me arrepienta de no estar con ellos”, dice.
Prefirió enviar a sus hijos con sus familiares antes que arriesgarse a que su esposo los retenga y se los arrebate. “Si me iba y dejaba el proceso, él salía libre. No podía permitir que otra mujer pase por lo mismo”, confiesa.
“A veces siento que igual me los quitó. Él sabía que no podía llevarme a mis hijos y seguir con el proceso. Me puso a elegir entre ellos y la justicia. Aunque nunca he dejado de pensar en ellos, sigo luchando para que esto no quede impune”, finaliza.
Las denuncias pasaron de un escritorio a otro, de juez en juez, sin avances significativos. Los abogados de su esposo argumentaron que las pruebas no eran concluyentes. Que los cortes no fueron producidos por cuchillo, sino por pellizcos. Que las marcas en su cuerpo no corresponden a la brutalidad que describe.
“Me siento impotente, como si mis palabras no tuvieran peso”, dice.
Luchar contra la violencia vicaria en Bolivia
En su lucha, Elsa encontró un refugio: Mujeres de Fuego.
“Creía que solo me pasaba a mí. Cuando te golpean una y otra vez, sientes que lo mereces, que algo hiciste mal. Estas mujeres me ayudaron a entender que no soy culpable. Me dieron fuerza para seguir luchando”, asegura.
Con terapia y acompañamiento legal, Elsa comenzó a reconstruir su vida, pero la sombra de su agresor sigue presente.
“Hace poco recibí una llamada desde la cárcel. Su voz… me heló la sangre. Me dijo que, cuando salga, me va a encontrar. Que va a cumplir su palabra. ¿Cómo puede seguir haciéndome daño desde allí?” se pregunta.
Sabe que la justicia, tal como está, no le dará la protección que necesita.
El estudio “En mis zapatos”, del Instituto de Investigaciones en Ciencias del Comportamiento de la Universidad Católica Boliviana (UCB) y la Misión Internacional de Justicia (IJM), revela las cifras de violencia hacia mujeres en Bolivia. Aplicado en La Paz, El Alto, Sucre y Cochabamba, examina 321 expedientes entre 2018 y 2021, evidenciando que el 58,9% de los casos de violencia fueron rechazados por el sistema judicial, mientras que el 30% no recibió respuesta. Solo el 2,49% logró obtener sentencias ejecutoriadas o firmes en los casos relacionados a violencia sexual y física contra niños, niñas, adolescentes y mujeres.
A pesar de la extensa normativa vigente, los resultados muestran un alarmante rezago en el avance de procesos judiciales, lo que impide que muchas mujeres accedan a justicia pronta y efectiva. El informe destaca, además, que este rezago persiste a lo largo de todo el proceso, desde la denuncia hasta la obtención de sentencias definitivas.
La violencia vicaria y sus efectos en la salud mental
Elsa pasó por numerosas sesiones de terapia. “Quería morir”, confiesa. “Sentía que no había salida. Luego pensé en mis hijos, en quién los cuidaría. Nadie puede quererlos como yo”.
“Las mujeres víctimas de violencia vicaria experimentan una profunda desvalorización y cuestionamiento de sí mismas. La constante crítica y manipulación las lleva a asumir la narrativa del agresor, alineándose y sintiéndose incapaces de retomar el control de sus vidas», explica la psicóloga Claudia Delgadillo.
Para Delgadillo, la falta de profesionalización así como el desconocimiento sobre violencia vicaria entre psicólogos y personal judicial dificultan que las mujeres reciban el apoyo necesario, perpetuando el ciclo de violencia y desamparo en el que están.
“Solo quiero justicia —repite con determinación—. No quiero que otra mujer pase por esto. O que mis hijos crezcan con miedo. Quiero que se haga justicia, para mí y para ellos”, dice Elsa.
En la soledad de su casa, Elsa sigue revisando documentos judiciales. Cada página refleja una historia de lucha y frustración: denuncias presentadas en marzo y agosto de 2019 por intento de feminicidio, pero que aún no avanzan.
El caso está a cargo del Juzgado de Sentencia Penal, Anticorrupción y contra la Violencia hacia las Mujeres. Las audiencias, claves para su defensa, han sido constantemente retrasadas. Las pruebas (informes del SLIM, informes psicológicos o informes del Instituto de Investigación Forense (IDIF) que constatan violencia física) parecen desvanecerse en el laberinto judicial.
Elsa ha golpeado numerosas puertas, pero las respuestas son vagas y tardías, una espera interminable. Mientras tanto, sus hijos siguen creciendo en la distancia, ajenos a la batalla que su madre libra por su derecho a ser escuchada.
“La justicia no debería ser un privilegio, debería ser un derecho para todas,” repite Elsa, casi como un mantra, en su incansable esfuerzo por obtener justicia.