Los feminismos se construyen desde múltiples voces, pero esa diversidad no puede hacernos perder un horizonte reivindicativo anticapitalista, antiracista y anticolonial. Menos en los tiempos que corren. Con esta publicación iniciamos un lazo colaboraciones con el colectivo Ivaginarias de Tarija.
Elena Peña y Lillo Llano
Las feministas no andamos desubicadas cuando decimos que son nuestras movilizaciones las que llevan la vanguardia al tomar las calles para la protesta social. Va más allá de Latinoamérica. Solo para recordarlo, la última gran movilización fue la del 8 y 9 de marzo, en distintos lugares del planeta.
No obstante, el ascenso de las derechas más radicales y fascistas en varios puntos del orbe, como Estados Unidos, Brasil, Filipinas o Bolivia, nos interpela por cuanto el neoliberalismo, los partidos y los movimientos de derecha logran absorber, articular y movilizar un descontento generalizado y legítimo en la mayor parte de los casos.
Pero, ¿cómo puede ser que la derecha logre articular un sentimiento antineoliberal? Más importante aún, ¿cómo es posible que algunos feminismos y movimientos de mujeres puedan ser amansados sin ninguna dificultad por el odiado orden establecido? Una de las críticas más grandes hacia los gobiernos progresistas es esa que afirma, de manera infundada, que la izquierda descuidó la clase, para dedicarse más bien a las políticas de identidad y así allanó el camino para el retorno de la derecha.
Nosotras sabemos de sobra que las perspectivas feministas comunitarias, migrantes, no han logrado siquiera tocar los cánones de la izquierda política en los que los asuntos de mujeres siguen tratándose como una cuestión secundaria.
De hecho, muchas de nuestras reivindicaciones fueron expropiadas por proyectos hegemónicos y de élite. Les pongo un ejemplo. El 2019, en España, las feministas migrantes sacaron manifiestos muy fuertes como: “no somos cuotas de color para calmar tu conciencia” o “cuando una blanca rompe el techo de cristal, la que lo limpia es la inmigrante ilegal” o “somos las hijas de las empleadas domésticas que no dejaste venir”. Aquí las feministas migrantes, periféricas, nos develan que buena parte de las primeras oleadas del feminismo se han reducido a políticas de reconocimiento, justo lo que Domitila Barrios de Chungara criticó hace ya tantos años.
Ahí está el detalle de por qué este es un juego tan feliz para la derecha: todos esos reconocimientos, emancipación y “libertad” fueron fácilmente incorporados por el proyecto neoliberal ya que parecían –y siguen pareciendo-, plenamente realizables dentro del capitalismo.
De esta manera, el feminismo de paquete burgués –que de hecho se exporta desde las muy admiradas agencias internacionales– se vuelve un cómplice del neoliberalismo. Este feminismo se dejó cooptar sin resistencia y separó, por un lado, la justicia social y, por otro, “el empoderamiento” de la mujer desde términos bien neoliberales –bajo una etiqueta clásica: mujer emprendedora– e individualizados. Entonces se abraza una revolución pasiva e inocua: el feminismo empresarial.
En Bolivia conocemos bien este fenómeno, que se exacerba cuando surgen trabas en contra de los feminismos que rompen los cánones reconocidos como válidos desde el poder.
Entre otras cosas, las acciones de protesta en contra de la violencia a la mujer y los feminicidios son un increíble manjar mediático, por ende, se vuelven un objeto masivo, una marca vendible y comercializable de un efímero gran alcance pero poco sostenido en acciones territoriales: cuerpos colectivos, barrios, sindicatos. De hecho, en algunos casos como “Yo soy mi primer amor”, se neutraliza la posibilidad subversiva de amplios segmento de la población (jóvenes escolares, de secundaria, universitarias) y se difunde en su lugar un manual de autoayuda personal.
Así, el feminismo de boutique es el medio perfecto de domesticación: saca la lucha del espectro público y colectivo, y lo acomoda en el privado, en el “yo denuncio”, “yo me empodero”, “yo hago”, “yo emprendo”, sin cuestionar las estructuras mucho más amplias sobre las que se sostiene el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo.
¿Por qué el descontento se cristaliza en antifeminismo?
Una de las interrogantes más grandes del movimiento feminista es, sin duda, por qué es tan natural para tanta gente enfrentar los males del neoliberalismo autoritario con un discurso antifeminista. ¿Por qué la frustración contra el sistema se deja amasar con tanta facilidad a tópicos en contra la “ideología de género”, el matrimonio de personas LGTBI, o en defensa de la “familia natural”? ¿Por qué la defensa de la familia nuclear heterosexual se hace una barricada discursiva de la derecha con amplia aceptación en las clases populares?
Desde la trayectoria de los feminismos, el cuestionamiento de la familia nuclear rígida conllevó varias conquistas emancipatorias, entre ellas la independencia económica de los cuerpos feminizados, la libertad de elegir acuerdos de convivencia, pero también significó una intensificación de la explotación y una doble carga de trabajo.
Dentro de los estándares del capitalismo, este reconocimiento derivó en privatización e individualización, ya que la familia nuclear no fue reemplazada por acuerdos de cuidado plurales y colectivos, sino por formas coercitivas de corresponsabilidad.
Nuevamente, tenemos, en cierto modo, un feminismo calcado de acuerdo a las necesidades de la modernidad cuando, en verdad, lo que se cuestiona es precisamente el proyecto capitalista. Además, se inserta en los procesos de conversión del cuerpo en una máquina de trabajo y el sometimiento de la mujer dentro de los circuitos del capital, ya sea económico, social o cultural.
Que la liberación solo fuera aparente, restalla con fuerza ante las ingentes cantidades de trabajo precarizado, tareas de cuidado, teletrabajo que realizan las mujeres ahora mismo durante la cuarentena.
Un feminismo profundamente consciente de estos procesos es muy peligroso, porque reivindica que atacar al patriarcado es atacar las bases del capital. El capitalismo necesita del orden patriarcal, de ahí la ofensiva conservadora por parte de las ultraderechas reaccionarias, políticas y clericales.
La retórica fundamentalista preocupa porque una gran cantidad de masas cae seducida ante sus argumentos. ¿Por qué? Su estrategia es astuta y, al contrario de los errores de los gobiernos progresistas, las movilizaciones antifeministas no apelan solamente a la política sexual y de género, sino al orden biopolítico general de la nación.
El discurso de la ideología de género –representado en nuestros países con el eslogan de “con mis hijos no te metas”- sirve a un populismo de derechas que enuncia una desconfianza a la capacidad social del Estado y desplaza esa confianza hacia la familia blanqueada, un padre de familia, investido por el poder jerárquico de Dios.
Esta familia se hace presente en el Estado a través de la figura de soberano autoritario. Jair Bolsonaro y la misma Jeanine Áñez, con el rótulo de “madre” que nos machacan hasta el cansancio, son una muestra.
El plus de lo divino convierte al patriarcado y al poder de los hombres en algo sagrado y por tanto incuestionable. La estrategia aplicativa de esta teoría supone polarizar: activistas por el derecho a decidir vs. fundamentalistas religiosas antiderechos, por ejemplo. Se establecen alianzas entre sectores religiosos y no religiosos y, finalmente, se desatan confusiones y pánico moral a través de tácticas comunicativas y movilizaciones concretas.
Todo este fundamentalismo se apoya, sin sonrojarse, en mecanismos democráticos. Ahí la agenda conservadora de la que se han servido diversos partidos de derecha radical para ascender al poder con la “legitimidad” de amplios sectores populares.