Las puertas de los servicios de salud se cierran en la cara de nuestros enfermos. La burocracia se impone a la humanidad. La falta de insumos y las carencias del sistema de salud se suman a la indolencia de siempre. Aquí nos lo cuentan en primera persona.
A la memoria de Jaime Mayta
Que en paz descanse
A muchos les dijeron que era resfrío común. En la Caja Nacional de Salud, les riñeron insistiendo que era «un resfrío común». Les inyectaron algo y así los despacharon, casi lanzándoles las pastillas al piso.
Lo cuento desde la experiencia propia. Yo estuve al lado de mi padre, Jaime Mayta, y lo acompañé durante todo el tratamiento, medicándolo en casa, incluso con el temor de excedernos en las dosis. A mí no me importó exponerme, lo hice y me contagié, pero soy joven, los síntomas no me afectan mucho, por ahora.
En aquel momento, solo me interesaba que mi padre tuviera atención profesional.
Llegamos de emergencia al Hospital Obrero. Una hora después, lo cerraron. Había colapsado. Ya no había oxígeno y los médicos no tenían trajes de bioseguridad ni gafas ni nada. La «carga viral» era demasiado alta. El examen PCR demoraba excesivamente. En un solo cuarto se apiñaban siete personas, todas con fuertes síntomas de coronavirus y con sus familiares a lado. Los sueros colgaban en fierros. Los guantes de látex…
Entonces mi padre comenzó a llorar, con el oxígeno puesto. El miedo lo invadía. Hacía poco que su amigo Félix había muerto ahí.
Algunos médicos ya desahuciaban enfermos. Solo esperaban. «No hay más camas». «No hay más espacio».
Llamé a la prensa y envié imágenes. Llegaron, pero no les dejaron ingresar. Las autoridades no dijeron nada.
No les importó.
Tal vez por estar en un espacio tan contaminado, mi padre y mi tía decayeron, como si la enfermedad se acelerase. Los cadáveres, envueltos en bolsas negras, pasaban cerca por un pequeño pasillo. Aun así, una enfermera tenía tiempo de pelear y discutir con un enfermo sobre política, recriminándole y echando la culpa a cierto partido. No pude más. La encaré. Para mí, eso que estaba haciendo, era una tremenda falta de ética.
Al día siguiente decidieron trasladar a mi tía. Los médicos dijeron que la llevarían a un centro de aislamiento. Pero la gente también se muere ahí. Y en todas partes.
A mi padre lo mandaron a otro hospital. Antes de entrar, solo le hicieron un pequeño cuestionario. Unas horas después de instalarlo, nos enteramos del fallecimiento de su hermana, que no había alcanzado a salir del Obrero. Pero eso jamás se lo contaríamos. No queríamos bajar sus ánimos. Tres días después, él también necesitaría terapia intensiva.
De esa manera, llegamos a la puerta del Hospital de Cotahuma, gracias a la gestión de sus jefes de la Alcaldía, que estaban muy preocupados. Pero esta vez, no nos quisieron recibir, pese todo los esfuerzos que hicieron. Las autoridades de ese centro médico se negaron a recibirlo.
Primero teníamos que hacer trámites para que lo admitieran. Había que esperar nomás, primero estaba el sistema burocrático del hospital. Nos quedamos afuera, en el frío, dentro de la ambulancia, y junto a muchas otras familias cerca.
Algunos médicos ya desahuciaban enfermos. Solo esperaban. «No hay más camas». «No hay más espacio».
Según se nos dijo, había cinco camas disponibles y, ahí, a nuestro alrededor, estaban cuatro pacientes, cinco con mi padre, sin recibir atención. Todos se encontraban en la misma situación. Las horas pasaban. Largas horas.
Entonces mi padre comenzó a llorar, con el oxígeno puesto. El miedo lo invadía. Hacía poco que su amigo Félix había muerto ahí. Le había dicho que la gente entraba pero no salía.
Hubiéramos querido llevárnoslo a la casa. Pero no podíamos cuidarlo. Una clínica privada tampoco era una opción. No podíamos pagarla. Con mi hermana, no sabíamos qué hacer.
El jueves 16 de julio, a las 02:30 de la mañana, recibí la llamada de una enfermera. Las cosas se habían complicado, teníamos que ir con urgencia. Llegamos a las 3.
Nos dijeron que había fallecido por un paro cardiorespiratorio. Nos quedamos en la puerta del hospital toda la noche y, esa mañana, la cadena ATB entrevistó a mi hermana. Seguíamos ahí, sin lograr gestionar el traslado de sus restos.
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Finalmente, gracias a sus amigos, compañeros de trabajo y, sobre todo, sus jefes en la Alcaldía, organizamos su entierro. Fueron ellos quienes nos brindaron una colaboración económica y consiguieron el nicho. A ellos les debemos que le hayan dado una digna sepultura. Le tenían gran estima: él siempre se hizo conocer por su bondad.
Hasta el último momento mi padre siempre nos aconsejó que no peleáramos, aun cuando se encontraba internado en el último hospital que lo atendió y nos costaba escucharlo por el celular. Mi hermana y yo entramos en una profunda lucha emocional, porque sentimos que la vida fue muy injusta con él, un hombre bueno y querido.
¿Cómo pudo fallecer tan rápido si unas horas antes nos hablaba por teléfono?
¿Qué estaba pasando realmente ahí?
¿Qué está sucediendo dentro del sistema de salud?
Ahora, con mi familia, nos encontramos aislados. Todos estamos contagiados, incluído mi tío, que es quien presenta los síntomas más fuertes.
Mis abuelos paternos decidieron irse al campo, a su pueblo, para estar a salvo. Tienen 80 años.
El virus ya nos había golpeado hacía tiempo. Solo que nadie sabía. Cuando la funeraria vino a recoger a mi otro abuelo, ellos asumieron que su muerte se debía a la vejez. Vi cómo trataron su cuerpo y lo enterraron en el Cementerio General. Él solía decir que al irse se llevaría a dos personas. Nunca pensamos que se haría realidad.
¿Cómo pudo fallecer tan rápido si unas horas antes nos hablaba por teléfono?
A pesar de las circunstancias, hoy quisimos lavar las camas por tradición y quemar las ropas de nuestros difuntos. Armamos un montón de rocas y pusimos dos prendas casi juntas: una de mi padre, Jaime, y otra de mi tía, Adela Mayta. Se encendieron y las llamas parecieron unirse con el viento.
Al retirarnos, vimos que muchas otras familias también se despedían y, en el camino, platos, tazas y recuerdos ardían por todos aquellos que han muerto.