La escritora Claudia Peña se pone muy wasa y nos regala un adelanto de su nuevo libro de cuentos. Bajo el sello de la editorial El Cuervo, la cruceña regresa a las librerías después de nueve años, con el sexto título en su carrera.
Este niño no es mío, pero no me quiere soltar. Es un peso que jala hacia abajo y hacia afuera de mí, que no me deja avanzar. No lo conozco. No me dice nada, pero tampoco se va. Muchas veces le pregunté ¿cómo te llamas? sin respuesta. Otras veces intenté soltar sus dedos, abrir aquella mano, pero no pude. Él aprieta más.
Ya no soy el mismo. Un niño que no es mío está aferrado a mi camisa. Ahora lo más simple se me dificulta: pasar entre los puestos, acomodar las mantas para dormir en la noche, entrar al baño; debo tomar previsiones para hacer con esfuerzo lo que antes hacía sin pensar.
Por entre las verduleras diviso una doña cargada de sus compras. Debe tener unos sesenta años y tiene la cara colorada del calor. Carga tres bolsas grandes, que del peso van a romperse en cualquier momento. Quiero ofrecerme: yo se lo cargo, dónde agarra el micro, doñita. Quiero tomar sus bolsas, caminar detrás de ella hasta su parada. Apuro el paso sin pensar en el niño, pero su peso me refrena, crece, tira de mi camisa hacia atrás. Ya no quiere caminar. La señora, en cambio, avanza sin verme, los agarradores de plástico hundiéndose en la carne de sus dedos, bamboleándose entre los puestos, pensando ¡qué pesadas las papas! ¡qué pesado el zapallo! Ya tiene todo lo que necesita y avanza por el pasillo del frente, junto al almacén. Debo cruzar y llegar hasta ella, que se aleja de a poco con sus pasos pesados, los brazos adoloridos. Podría alcanzarla, tal vez me da una buena propina, yo sé ser educado. Pero debo jalar esto que exige que vaya lento, que me jala hacia atrás.
Apunten: 29 de mayo, 19:30 en el Espacio Simón I. Patiño #LaPazpresentamos el librazo de Claudia Peña Claros «Los árboles»⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️Música: The DØ / gonna be sick© Editorial El Cuervo, 2019
Gepostet von Editorial El Cuervo am Montag, 27. Mai 2019
Ahí vamos, ven, apúrate. Está cansado. Mi camisa tensa contra el torso, tirante cada uno y todos los hilos, deseando la tela rasgarse y ondear, suelta al aire. No hay forma. Quiero recuperar mi camisa, sacudo esa mano que la sujeta con tanta insistencia. ¡Suelta!, le digo, ¡suelta de una vez!, nada. Logro adelantarme un poco. Entre la gente, busco a la doña. Por allá estaba, por el almacén, pero ya no la veo. Miro más lejos, ahora sí, no, ya ni idea, ya va saliendo del mercado, ya cae el sol de la calle sobre su espalda encorvada. Pierdo entonces las monedas que esa doña iba a dejar en el centro de mi mano. Estoy atrapado, pienso.
Otras veces es al revés. Cuando me detengo, este peso no me jala hacia atrás, sino que me lleva hacia abajo, jalando mis hombros hacia la tierra, hacia el pavimento que arde bajo mis pies. Una vez más, el cuello de tela, deforme como un pez de labios destrozados, y él sentado en cualquier parte, mudo y desconocido.
Voy a la policía a poner la denuncia. En el mercado no hay estación, debo ir hasta la intendencia. Camino todas esas calles con él detrás mío, retrasando mi andar. Ve algo que le llama la atención y se detiene. Lo jalo. Afinca las piernas tiesas al piso y lo vuelvo a jalar, esta vez con torpeza. Lo insulto bajito, para que la gente no piense mal de mí. Avanza pero igual no se apura. Debiera enseñarle a andar ligero. Pronto se cansa y retrasa aún más el paso.
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Yo antes llegaba rápido a cualquier sitio. Caminaba por la vereda, cruzaba las calles, había gente que iba más lento y que se iba quedando detrás. Yo podía adelantar a la mayoría. No pedí esto. No quiero la mano que cuelga de mí, ni la cabeza allí abajo, siempre a mi costado. El brazo delgado y ajeno, que se vaya, que me suelte, que se aleje.
Llegamos pasado el mediodía. Hay un niño que sujeta mi camisa. Eso tenía que decir, pero siento vergüenza. Hay un niño que no es mío y no me suelta, igual: vergüenza. Este niño no es mío, oficial. Eso lo digo. Nadie contesta. El oficial tiene un refresco de piña y chupa de la bombilla con los ojos entrecerrados. La oficina es pequeña, apenas caben dos escritorios. Detrás de ellos, unas tablas sirven de estantes, repletos de archivos y hojas sueltas, algunos más manoseados que otros. A la derecha, una ventana a un patio que es a la vez estacionamiento. Es verdad que hace calor en esta estación de policía. También hay moscas, dos, que cuando me acerco despegan del escritorio del oficial y empiezan a volar alrededor de mí, buscándome algo en la cabeza. Tengo que espantarlas un par de veces con la mano. Seguramente van a pensar que estoy sucio. Quiero irme, pero ya hablé y el que cuelga de mí da dos jalones de mi camisa. Lo miro y me frunce el ceño.
Es detestable. Desde que se me arrimó, todo el mundo piensa que tengo un hijo. Me compro un almuerzo y la gente me mira, esperando que comparta con él lo que me corresponde solo a mí. Me agacho para comer y todas las miradas pesan en mi nuca. Todas, menos la suya, que solamente mira mi plato. ¿Qué obligación tengo, si no es nada mío? ¿Acaso me tiene que dar pena alguien que no conozco? Quiero comer, solamente eso. Quiero todo el plato para mí, que estoy cansado y muero de hambre. Pero las miradas. Los brazos otros que quedan estancados a mitad de camino entre un plato y su boca, esperando una señal mía para seguir engullendo, despreocupados. Entonces tengo que cederle la mitad de mi sopa. ¿Le traigo otro platito? pregunta la doña mirando y sonriéndole. Bueno, tengo que decirle, los otros reanudan su almuerzo, y darle media papa, medio caldo y todo el hueso finalmente, porque no puedo partirlo en dos y el platito que me traen con tanta amabilidad es un plato vacío, por supuesto. Claro, ¿quién querría hacerse cargo? Después, con el segundo, lo mismo.
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Cualquier rato se me va a dar por meterle tijera a la camisa, cortarla y dejarlo con su pedacito de tela. Zafar de él y que se pierda en la calle, qué me importa. Pero tal vez venga tras de mí y en ese caso, yo tendría que salir huyendo, apurarme y pedir permiso en medio de la trancadera, para agarrar distancia entre él y yo, o pasar de una sola vez, empujando a la tanta gente que siempre hay entre los puestos, tumbando alguna fruta al pasar a la carrera.
Tengo miedo de que crean que soy un ladrón, que robé algo y que estoy escapando. O que piensen que intenté robármelo a él y me linchen. Una vez estuve en un linchamiento. Todavía me acuerdo. Él gritaba ¡me llamo Alberto!, ¡soy albañil!, pero la gente lo seguía golpeando. Rapidito le rompieron la camisa, se la arrancaron y también querían bajarle los pantalones. Ya tenía golpes en todas partes. ¡Yo no robé! aullaba y ellos escupían en su cara. Ya ninguno pensaba, sólo querían seguir pateando. El sudor amarillo, los dientes llenos de tierra. Quién será su madre, pensé cuando ya no se le conocía la cara. No quiero que eso pase conmigo.
Oficial, vengo a denunciar que este niño no es mío, insisto un poco más fuerte. Envidio el refresco de piña, la bombilla verde, el hielo que todavía queda sin derretirse. El oficial ya se vació la mitad del vaso. Levanta la mirada, me mira de arriba a abajo y no me contesta. Clavándome los ojos, vuelve a sorber del vaso hasta secarlo. Debe haberse dado cuenta de mi sed, de las moscas en mi cabeza, de que hice todo el camino a pie, arrastrando este peso. El oficial apoya el vaso en la mesa.
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Aquí se saluda, me dice después, y se pasa la lengua entre los dientes pensando en su almuerzo, satisfecho. Buenas tardes, le digo, intentando mantener oculta cierta mirada, cierto apretar de dientes que no se me puede escapar ahora, no frente a él, no mientras tenga a éste que cuelga de mí.
Buenas tardes, señor. Recorre a un lado su vaso, ya olvidado. ¿Cuál es su problema?, apoyándose en el respaldar de la silla. Debe tener sueño, debe querer solamente dormir.
Que este chico no es mío, oficial. Eso le sorprende ¿Cómo? Este chico no es mío; otra vez. Escudriña al niño. Mira su cara ojerosa, el cabello mal cortado y, estirando la cabeza por encima de su escritorio, también mira sus piernas flacas y los zapatos gastados. Luego repara en la mano que atenaza mi camisa, arrugada y sucia. Es verdad que desde ayer no me cambio. Vuelve a mirarme y después otra vez al niño. Me canso de esperarlo y aquí no hay una silla donde sentarse, ni tampoco nadie que te ofrezca una.
Pero el oficial está aburrido; yo les encuentro algún parecido, me dice, lento, alargando las palabras y hablando más fuerte.
Su compañero, sentado en la mesa de al lado, me mira a mí, a éste que me cuelga, y se ríe. En las axilas de su uniforme se expanden dos manchas de sudor. No hay ningún vaso sobre su mesa, pero tampoco papeles, ni archivadores, ni nada. Es una mesa vacía.
Pensarán que soy de esos padres que niegan a sus hijos. No oficial, de veras, le digo, yo no lo conozco, nunca lo había visto. Ninguno de ellos tiene ganas de atenderme. El vaso todavía conserva por fuera el vaho que produjo el frío del jugo. El que me está atendiendo suspira antes de volver a hablar. ¿Y entonces por qué lo lleva consigo? Yo no lo llevo, es él el que no me suelta. El oficial se detiene a pensar.
Cómo es eso, se interesa el de al lado, que tiene los primeros botones del uniforme desabrochados. Que yo no lo conozco pero él no quiere soltarse de mí. ¿Y cómo fue que se agarró de su camisa? No sé, me desperté y ya estaba. El de al lado se ríe estruendosamente y el oficial que me atiende sonríe, también burlándose. Pero no es chistoso andar con un niño colgando.
¿Cuál es su nombre? me pregunta el oficial, sacando un formulario del cajón de su escritorio, que no cierra bien y se queda entreabierto. El formulario tiene una mancha de café y él intenta limpiarla, pero es inútil porque ya está seca. Busca un lapicero entre sus papeles, no lo encuentra y su compañero le pasa uno.
Juvenal. Juvenal con b grande o b chica. V chica, oficial. Juvenal qué. Le digo mi apellido y no lo entiende ¡¿Quéee?!, me pregunta. Se lo deletreo y lo anota sonriendo. Vaya hombre, nunca había escuchado ese apellido. ¿De dónde es usted? No le contesto. ¡¿De dónde es?! Insiste más fuerte, levantando la mirada, dos cuchillos sus ojos. Le digo. Sonríe mirando al de al lado. Hacen gestos entre ellos. ¿Qué tanto se miran éstos?, pienso.
Lanzamos lo nuevo de la gran Claudia Peña Claros ⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️⚡️Presentaciones:?LP: Espacio Simón I. Patiño / 29.05.19 hrs. /19.30 hrs. / Sala 2?SCZ: Feria Internacional Del Libro De Santa Cruz / 30.05.19 / 20:30 hrs. / Salón Unión Européa
Gepostet von Editorial El Cuervo am Donnerstag, 23. Mai 2019
¿Y el niño? Miro al niño que no me mira, creo que se durmió de parado. ¡Oye! Le sacudo la mano. Respinga y alza los ojos hacia mí. ¿Cómo te llamas? Sé que no me va a responder, no es la primera vez que se lo pregunto. El oficial necesita tu nombre. Vuelca la cabeza a otro lado.
Usted debería saber su nombre, me dice el oficial de al lado. Yo no sé por qué la gente tiene que meterse en la charla de otro, ¿con qué derecho opina éste de algo que yo le comento al oficial Espinoza?, ahora me fijo en la placa que lleva en su pecho. Está su apellido escrito en mayúsculas, a la derecha la bandera.
¿Cómo voy a saberlo, si no es mío? Tal vez les parezca una malcriadez mi respuesta. Igual, me dice el oficial Espinoza, tiene que saber. Ése es el tema, señor oficial, que no sé, porque no es mi hijo. Yo me dormí en la plaza, bajo un árbol y cuando acordé, él estaba dormido a mi lado, apoyado en mi flanco y bien agarrado de mi camisa. Desde entonces no me suelta.
Pienso que quisiera volver a despertar y estar otra vez en aquella plaza, repetir ese momento y despertarme en lo que es correcto: el árbol, el banco roto de madera y yo solo, al final de la tarde, ya va levantándose el viento que se mete entre mis cabellos, ya estarán las caseras por cerrar sus puestos y me van a regalar plátanos, naranjas, algún pan.
¿Usted no se habrá robado a ese niño, no? Cómo oficial, ya lo hubiera vendido, o lo hubiera dejado en cualquier parte, pero este niño no me suelta, es él el que no me deja.
Ése era uno de mis miedos, que me acusen de algo, de cualquier cosa. Los policías siempre tienen que encontrar alguien que sea culpable, a eso se dedican ellos.
Por algo será pues, que no le deja, me acusa el que suda. Ahora Espinoza me habla lento y me tutea: ¿Vos has tenido mujer? Por ahí es tu hijo y ella le dijo que se vaya contigo. Debe pensar que no le entiendo porque soy del mercado. No, oficial, no he tenido.
¿No has tenido nunca mujer?, se ríe el otro, y el de mi frente le acompaña en la burla. Espero a que se les acabe el chiste, ya quiero irme. No tengo hijos, digo.
Espinoza piensa otra vez, se rasca por encima de la oreja, murmura algo para sí mismo, levanta la vista al techo y finalmente niega con la cabeza. Necesitamos el nombre del niño, concluye. No sé su nombre, yo no lo conozco.
Y entonces ¿por qué no te suelta? No sé, le digo que me deje y sólo se arrima más. Lo sacudo para que abra la mano, pero nada.
Todo se repite, una y otra vez, y no encuentro la puerta de salida, sólo doy vueltas hasta marearme, todo es inútil. Medio mariconcito pareces, oye. Lanza un escupitajo a un costado de su escritorio. ¿Cómo pues no vas a hacer que te obedezca? No le quiero pegar, digo. Vendrán otras burlas, no debí haber venido. ¿Puedo solamente decir hastaluego y salirme? No pues, no puedes, eso es maltrato al menor, no hay que ser violento, no a la violencia intrafamiliar. Él no es mi familia. Igual, a los menores no se les pega, es delito.
Desde el martes que no trabajo. No puedo cargar nada con él a mi costado, y quise cuidar autos, pero ya todas las cuadras tienen sus cuidadores. Calmate, don. Ese no es problema de la policía; los cuchillos en su mirada. Sí, oficial. Pero yo quiero denunciar que este niño no es mío y dejarlo aquí, hasta que aparezcan sus padres.
Espinoza y el otro se miran, como si les hubiera amenazado con algo terrible. Pero nosotros no somos hogar de acogida, no podemos hacernos cargo de menores. Pero no es mi hijo, yo no tengo por qué cuidarlo. Eso no sabemos, danos los papeles del chico para comprobar que no es tu hijo. No tengo nada, sólo está él, pero no habla, tampoco me suelta. Es como una maldición.
Lo más que podemos hacer es reportarlo a la oficina del menor, pero necesitamos el documento del niño. No tiene nada en los bolsillos. Necesitamos su nombre y su documento. No tiene nada, y yo no sé cómo se llama. Mejor lo traes otro rato de vuelta. Por ahí alguien denuncia que ha perdido un niño, por ahí resulta que es éste y lo entregas. El oficial Espinoza guarda el formulario con mi nombre en el cajón que no cierra, mira por encima de mí para saber si viene alguien después.
"De tanto en tanto, algunas cosas pasaban flotando por el costado de su techo. Ya no eran, sin embargo, las cosas que ella conocia."
«Los árboles» se presenta en…
-LP: Espacio Patiño / 29.05.19 / 19:30 hrs.
-SCZ: @FILSantaCruz / 30.05.19 / 20.30 hrs. pic.twitter.com/24RXfNinh1— Claudia Peña Claros (@claupenaclaros) May 28, 2019
¿Y usted se queda con ese papel? Claro, ya está escrito. ¿Y mi denuncia? ¿La anotó? Sí. ¿Y mi nombre? También. Quiero llevarme ese papel con mi nombre. No se puede, es de la policía. Pero es mi nombre. Ya está registrado, no puedes volver atrás. ¿Y si retiro la denuncia? Está hecha, ya no se puede borrar. No hay salida. Todo es inútil y la mano sigue ahí, sudorosa sujetándome la camisa, de rato en rato colgando su peso, desbocado el cuello de tela.
A veces hasta pagan una platita por haberlo encontrado; el del frente dice cualquier cosa con tal de librarse. Sigue colgando el niño. Atrás de mí aparece una doña, coja y avejentada, que avanza arrastrando sus pies. Enseguida las moscas se van donde ella, que no hace ningún intento por espantarlas. Desde mi costado, el que me pesa mira, atónito, su pie deforme, sus ojos hinchados. Ella se acerca al escritorio, recoge el vaso vacío, lo mete en un bolso azul. Sólo se lleva el vaso y se va. Espinoza no la mira. ¡¿Quién sigue?!, grita.
Está la rabia encima de mis ojos, pero no hay palabras. Aprieto los dientes. Aprieto esa mano, la estrujo. Un gemido allí abajo, brotando de la boca que no se abre. Debiera agarrar una tijera y cortar esta camisa sucia, pero me avergüenzo. Vaya nomás, lo esperamos mañana, ya sin verme, intentando cerrar el cajón que tiene la madera hinchada.