LA FORTALEZA
En las faldas de las montañas de la comunidad de Calisaya, Faustina Carreño no para de moverse. Conversa mientras da de comer a las gallinas, escucha la radio, cocina y seca su coca, aprovechando el sol de la mañana.
Su cuerpo tiene una energía desbordante para una mujer de setenta años.
—La coca no me vence, soy más fuerte— presume Faustina en el único momento que nos sentamos a pijchar, con su ímpetu resiliente a las dificultades de ser madre soltera, cultivar coca, comercializarla y, además, ser dirigente de la central de mujeres de Calisaya.
En 1996, uniéndose a las cocaleras de la región del Chapare, Faustina hizo parte de las movilizaciones de mujeres contra de la violencia militar de los “leopardos”, agentes estatales que eran parte de «la guerra contra las drogas». Junto a otras mujeres, ella luchó por dignificar la vida en territorios cocaleros.
Relata que su padrastro la obligó a casarse a sus 18 años con un hombre 22 años mayor a ella.
—Me han vendido. Me he querido escapar y me han echado llave en mi casa— cuenta Faustina. Un día subió a un bus con sus ocho hijos, prefirió dejar todos sus cultivos de café en Irupana, un municipio aledaño, y abandonar esa vida a lado de su «esposo».
Poco a poco fue comprando tierra en la comunidad de Calisaya, cultivó coca, construyó su hogar e hizo que todos sus hijos e hijas terminaran el colegio, algo que para ella no fue posible.
En un 2020 de cuarentenas y restricciones por la pandemia, ejerció un rol de sanadora de su comunidad con un ungüento que, según nos cuenta, puede sosegar el dolor en los pulmones.
Debido a las precarias condiciones de los centros de salud en La Asunta, muchas personas que han tenido síntomas de COVID-19 no pueden saber si se trata de este virus. Tampoco les es posible comprar los medicamentos necesarios por los altos costos. Hecho de coca, cebos de animales y distintas hierbas de la zona, su ungüento está sirviendo como un alivio sintomático a varias familias en Calisaya. Con su origen indígena aymara, Faustina conoce secretos de la medicina tradicional.
Al otro extremo de Calisaya, Noemí Prieto también tuvo que innovar sus formas de vida por los efectos del COVID-19 en la comunidad de Alto Charobamba. Por la ausencia de movimiento y, por tanto, de ingresos económicos, ella y su esposo crearon huertos sembrando alimentos en medio de sus cultivos de coca.
Mientras comparte nuevas formas de consumir hoja de coca, con sabores a menta y chicle, Noemí recuerda que la primera vez que ejerció un cargo como secretaria de actas de su comunidad, su marido lideró la reunión en su lugar. El enojo por aquel remplazo forzado, y el no poder ejercer su liderazgo, la invadió.
Todavía tiene esas sensaciones dentro suyo: es secretaria de transporte y otros dirigentes la humillan por retrasos en la gestión y organización en el uso de un tractor para mejorar la vía en Calisaya.
—No sabes trabajar, no sabes manejar gente, que dónde está tu esposo, que él tiene que venir al trabajo, tú como mujer no vas a hacer nada— son las formas en las que la acosan y hostigan, cuenta Noemí.
—Como mujer también puedo hacerlo— responde con firmeza.
Ella sueña con seguir siendo dirigente, promotora y alentar a más mujeres a cambiar sus vidas.
—Quiero orientarme más, quiero saber más para ayudar aquí a las mismas señoras, ayudar en todo lo que yo pueda.
Érika vive en una de las últimas casas de la comunidad de Chamaca y entre paredes rosadas. Debido a la lluvia, no se encuentra en sus cocales. Habitualmente, los visita de ocho de la mañana a seis de la tarde, de lunes a domingo.
Ella es otra de las mujeres del Encuentro que decidió formarse como promotora comunitaria. La conmovieron los procesos de diálogo entre mujeres cocaleras.
—Era muy fuerte para mí, porque las mujeres han ido expresando lo que han vivido— relata Érika, reflexionando sobre cómo las mujeres son más fuertes a las adversidades que experimentan y las maneras en las cuales superan la violencia. Tal como hizo ella.
Érika dejó a su pareja porque comenzó a ponerle restricciones. No la dejaba salir, jugar fútbol con sus amigas ni ver a su familia.
—Después de vivir durante tres años, yo decido alejarme de él. No fue fácil tomar la decisión—. Érika sentía que se convirtió en una pertenencia, ya no había una relación entre dos personas, sino un mecanismo de posesión.
“Soy mujer y amo el fútbol”, dice ahora un dibujo grande y colorido en medio de la habitación que comparte con su madre, Verónica, sus dos hermanas y dos sobrinos.
Érika, su hermana y su madre, después de haber sufrido violencia doméstica, están nuevamente reunidas en el mismo hogar para encontrar afecto y seguridad. Sus historias van por los senderos de la conciencia sobre el cuerpo, el deseo de la vida y la distancia con la violencia.
En su transitar, su vida también está en los cocales.