Las élites tarijeñas reaccionaron con furia porque aquella que ellos denominan «moza» fue catalogada por el Gobierno de transición como «chola chapaca». ¿Qué dice esto de la rancia aristocracia sureña y del arribismo de sus clases medias? Aquí ensayan tres respuestas, revueltas y contundentes.
Gabriela Alfred
Finalizando una semana llena de noticias agrias, entre las que destaca la posesión del misógino decadente, exvicepresidente de Goni, Víctor Hugo Cárdenas, como ministro de Educación; la liberación de uno de los violadores de la manada de Santa Cruz, y dos nuevos infanticidios, cualquiera pensaría que la gente tiene muy buenos motivos para indignarse. ¿No?
Entonces, ¿por qué toda la semana, en Tarija, no se ha escuchado nada más que una fuerte ola de indignada prepotencia por un denominativo? ¿Por qué entro a mis redes y me encuentro con cientos y cientos de comentarios que, en busca de “defender” lo suyo, insultan sin ningún reparo al otro, a la otra? No sería la primera vez que entrando a mi Facebook siento como si entrara a una dimensión paralela de estupidez e intolerancia. De hecho, los últimos meses he sentido que entrar en un entorno de diálogo es la verdadera locura.
Pero vayamos pasito a pasito. ¿Cómo empieza esta ola de indignación provinciana? En realidad, se trata de algo que permanece por años con picos de delirio chauvinista hacia un “pago” imaginario.
En pasados días, se presentó un anteproyecto de ley para declarar patrimonio cultural inmaterial de Bolivia a la identidad de la chola boliviana. En ese desfile, llamaron “chola tarijeña” a lo que según los más versados conocedores de la cultura tarijeña se llama realmente “moza chapaca”.
Tanto fue el escándalo suscitado a raíz del uso de la palabra “chola” que la Comisión de Género de la Alcaldía de Tarija preparó una minuta dirigida al Ministerio de comunicación para que rectifique el apelativo. Todo esto entre excesivas aclaraciones de que no sería un tema “racial”, sino para “preservar el léxico chapaco”. Porque claro, un titular que dice literalmente “Ministerio de comunicación llama “chola chapaca” a la mujer tarijeña” no tendría porqué interpretarse de modo racista, ¿no?
Pero, fuera de la ironía, dentro de esta polémica se juntan tres elementos que son fácilmente desnudables: racismo, negación cultural e hipocresía. Un combo que puede explicar el retraso alarmante de estos sures.
Empecemos por el más claro: el racismo. Desde la oleada de migrantes del norte a la ciudad de Tarija en el boom del gas, los chapacos empezaron a tener un chivo expiatorio a quién culpar de todos sus males y una necesidad enfermiza de separarse una y otra vez culturalmente de los “venidos”.
Todo lo colla era feo, todo lo colla era de mal gusto, todo lo colla era malo, y, justamente, que los collas que despreciaban empezaran a progresar económicamente -comprándose inmuebles para comercios en pleno centro, que antes solían ocupar solo los ricos con sus mansiones- no ayudó a mitigar el resentimiento de la clase media que suele regodearse en la riqueza colonial, aunque no sea suya.
Toda esta animadversión alcanzó su pico más alto en la época de la llamada “media luna” y la “lucha” por la autonomía. El fracaso de este plan terminó por aplacar un poco, a fuerza, también, de una ley, la exaltación racista que había ido rebrotando. Pero estaba ahí, como un animal agazapado y rabioso, que cuando se siente inseguro ataca. Eso es lo que pasa en ocasiones como esta.
El segundo elemento es la negación cultural. Olvidémonos, por un momento, de la reciente ola migratoria del norte que ingresó a Tarija hace algunos años y remontémonos un poco hacia atrás. He conocido chapacos que juran que los incas jamás llegaron hasta Tarija, que aquí solo habitaban los indios tomatas, que, además, son descritos como “blancoides, altos, robustos, jinetes y hospitalarios”, según la mismísima página de turismo de la Gobernación de Tarija.
Casualmente, no se menciona que “chapaco” es una palabra quechua, o que existen restos arqueológicos e incluso caminos incas bastante publicitados por el sector turístico.
También existe una forzada asimilación de Tarija como la Andalucía boliviana, evocando los paisajes de esa región de España -que vaya a saber quién inventó y bajo qué argumentos, porque Andalucía es una ciudad costera, como bien remarca Franco Sampietro en su libro “Los deseos imaginarios del tarijeñismo”- y que todos repiten hasta el día de hoy como si fuera la palabra revelada.
O aquellos versos de una cueca que dicen “sangre española, corre en mis venas” y que todos cantan con fervor casi estocolmiano. Además, cuántas veces no habré escuchado decir, aquí y allá, con un tono de reproche al destino: “nosotros pudimos decidir pertenecer a Argentina, pero nos quedamos en Bolivia”, haciendo referencia al inicio de la república, cuando sabemos que Tarija decidió formar parte de Bolivia, a través de sus élites, por motivos netamente económicos.
¿A dónde quiero llegar con todo esto? Justamente a esa necesidad obsesiva del chapaco de negar su relación y su asimilación al resto de Bolivia. No importa de qué manera lo expliquen, no importa que digan querer preservar su cultura y, por eso, no permiten que le llamen “chola tarijeña” a la “moza chapaca”. La historia, la idiosincrasia de un pueblo, se va formando a lo largo del tiempo. Tantos años al lado de estas “ideologías” no nos dejan dudas sobre porqué sí es racista el rechazo al término “chola”, y cómo constituye un acto (otro más) de negación de la propia identidad boliviana en el chapaco.
Por último, el tercer aspecto a mencionar es la hipocresía. Solo hace unos meses atrás las hoy tan “enarboladas” mozas chapacas, las verdaderas, las tarijeñas campesinas que no se ponen la pollera solamente para ir a festejar comadres, sino porque es su atuendo habitual, fueron echadas de una plaza céntrica, acusadas, a primera vista, de ser masistas. Lo que tampoco es un delito, o no lo era en ese entonces. Sin embargo, fueron echadas de un lugar público, con alevosía, por parte de las mismas mujeres que seguramente ahora se rasgan los vestidos por que hayan llamado chola a la moza. Esas mismas mujeres que se creen con el derecho a usar esa vestimenta estilizada en las fiestas carnavaleras, haciendo gala de una violenta apropiación cultural.
Porque, no nos engañemos, esto no es por preservar su cultura ni mucho menos a la mujer que encarna genuinamente esa cultura, esto es porque, como siempre, se han tomado la atribución de apropiarse de un símbolo que hace tiempo cambiaron por la moda occidental y que ahora solo se atreven a recordar para hacer gala de su ignorancia y prepotencia.
Pero la historia va avanzando y lo hace sin pedirle permiso a nadie. Aunque les duela, la cultura tampoco es inmutable, se nutre del cambio, de la época, pero también de la nueva gente que llega, va, vuelve. Una mezcla interminable es lo que somos.
¿Se sorprenden de que no respeten la típica vestimenta tarijeña? No se habrán puesto a pensar que, si miraran alrededor, un poco más allá de sus narices, y vieran a la verdadera chapaca, al verdadero chapaco, el actual, no el inmortalizado en un museo, verían una deliciosa mezcla de polleras, sombreros y zapatos entre los que vinieron y los que siempre estuvieron.
Esa es la cultura, algo que busca enriquecerse constantemente, no algo inamovible por los siglos de los siglos, porque lo que no se mueve se pudre y así lo demuestra el deterioro de la “estatura” cultural de nuestra ciudad.
Para terminar este desahogo de palabras, Franco Sampietro cita en su libro a Tzvetan Todorov:
“Una cultura que incita a sus miembros a tomar consciencia de sus tradiciones, pero también a saber tomar distancia de ellas, es superior a la que se limita a alimentar el orgullo de sus miembros asegurándoles que son los mejor del mundo y que los demás grupos humanos no son dignos de interés.”
Inmediatamente después, Franco nos facilita una conclusión obvia: “Lo importante para una cultura, entonces, es sumar, no restar.”