El fallo de la Corte Internacional de Justicia en La Haya sobre la demanda marítima develó hoy uno de los rostros más tristes de la bolivianidad. También sus contornos partidistas y espurios.
Valeria Canelas
Hoy pienso con tristeza en Piczenik, el protagonista de El Leviatán, la hermosa novela corta de Joseph Roth. Este vendedor de corales estaba atravesado por un anhelo de mar que lo llevaba a aproximarse muchas noches a unos charcos lejanos a su hogar, convencido de que en el fondo de ellos se podía escuchar el rumor del mar.
El mismo rumor que durante mi infancia escuchaba a diario al medio día en la radio nacional. «El mar, océano Pacífico. Volveremos a los puertos del progreso», continuaba diciendo la voz que hablaba después de los bramidos de las olas.
El mismo rumor ante el que Felipe Delgado, el protagonista de la novela de Jaime Saenz, se queda anonadado cuando lo llevan a Chile, en un intento de que supere la muerte de su amada.
Hasta hace un mes, yo vivía prácticamente a 5 minutos del mar, y alguna de las noches en que me acercaba a dar un paseo me quedaba hipnotizada por ese ruido que siempre tendrá para mí algo de desconocido.
No me siento cómoda en el mar. Nunca aprendí a nadar. La primera vez que vi el mar fue a los 19 años en la Barceloneta. Creo que solo me he bañando en el mar unas 3 o 4 veces. Hay muchas de estas experiencias, propias de una infancia mediterránea, que son compartidas entre bolivianas y bolivianos.
Y luego está, por supuesto, esa melancolía con la que nos relacionamos con el mar, el objeto perdido con el que irremediablemente se ha identificado nuestra identidad nacional. Nunca hubo un duelo, probablemente nunca lo haya.
En realidad, yo no esperaba demasiado del fallo de hoy en La Haya. Racionalmente, me decía que las probabilidades de que fuera adverso eran muy altas. Y, además, no soy nada patriota y los usos partidistas del anhelo marítimo con el que muchas nos identificamos, en un plano mucho más emocional, me suelen molestar.
No soy patriota porque me considero de muchos lugares y de ninguno pero, precisamente por eso, me siento vinculada a los territorios que he amado y a sus gentes.
Y hoy estoy triste por eso. Porque me imagino el dolor de la decepción del Piczenik boliviano, atravesado, desde siempre, por ese rumor del mar desconocido al que le canta cada 23 de marzo: «aún a costa de la vida / recuperemos el mar perdido».
O pienso en los ojos oblicuos del niño al que le escribe Lemebel en su carta. Ojitos «que de mil maneras intentan imaginar ese gran charco azul que, no es como te lo cuenta la profesora en el colegio comparando la parte mas extensa del Titicaca, esa zona donde el cielo se recuesta sobre las aguas verde musgo, donde no hay cerros y el horizonte desaparece en esa lama esmeralda que, de alguna manera, también semeja un ojo de mar.»
Pienso en las gentes de Bolivia y me da tristeza porque, a pesar de las fronteras dibujadas arbitrariamente a partir de guerras y las decisiones de los tribunales internacionales, ese anhelo de mar me parece legítimo y muy hermoso.
Ojalá pudiéramos verlo así, en su desnudez humana, alejado de contiendas partidistas y de otro tipo de intereses mucho más espurios.